Grandes esperanzas

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I

Es indiscutible que la tecnología ha tenido un impacto extraordinario en el modo en que pensamos y nos organizamos políticamente. Desde el inicio de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII, hasta hoy, nuestras ideas políticas han corrido parejas al desarrollo tecnológico. Por un lado, parece innegable que sin las tecnologías que hicieron posible la existencia de fábricas no habríamos tenido marxismo ni socialismo; que sin las grandes tecnologías del transporte, esencialmente los barcos de gran capacidad, no se habrían producido las grandes reflexiones sobre el comercio internacional que dieron pie al liberalismo, y en cierta medida todas las tecnologías consideradas embrutecedoras del paisaje y hasta de la vida, y muy especialmente las relacionadas con la energía nuclear, fueron el origen del ecologismo moderno. Pero, más allá del plano estrictamente ideológico, los avances tecnológicos, sobre todo en el campo del transporte y la comunicación, provocaron una gran transformación en el modo en que nos relacionamos y, por lo tanto, accedemos a nuevos conocimientos y nuevas opiniones. El periódico, gracias a las mejoras de las imprentas a principios del siglo XIX, alcanzó a partir de entonces a un público masivo que pudo empezar a informarse de lo que sucedía en los centros de poder político y financiero de su país y otros. El tren, cuya implantación moderna se inició alrededor de 1840, permitió que los habitantes del campo tuvieran más fácil el acceso a la capital, que las mercancías circularan mejor en un sentido y otro, con el inmenso intercambio de experiencias personales y profesionales e ideas que eso implicaba. El telégrafo, que se desarrolló en paralelo a las líneas de ferrocarril, aumentó la velocidad de las comunicaciones escritas a distancia, como más tarde harían el teléfono en la comunicación por voz o, en un plano distinto, la radio y la televisión, exitosísimos mecanismos para el adoctrinamiento ideológico y la creación de opiniones públicas nacionales, además de para el entretenimiento.

Sin embargo, si el impacto de estas tecnologías fue inmenso, muchas veces despertó también un excesivo optimismo con respecto a lo que podían hacer por la humanidad y su forma de articulación política. En 1852, el escritor Michael Angelo Garvey predijo que, “gracias al transporte rodado, las divisiones entre naciones desaparecerán, y todos los pueblos pronto hablarán un mismo idioma”. En 1889, lord Salisbury, que fue en varias ocasiones primer ministro británico, sostuvo que el telégrafo había “reunido, casi en un solo momento […] las opiniones de todo el mundo inteligente con respecto a todo lo que sucede en ese instante en todos los rincones del planeta”. En 1865, tras inaugurar la Unión Telegráfica Internacional, el ministro de Exteriores francés afirmó: “Si es cierto que la guerra […] es un fruto del malentendido, ¿acaso no estamos acabando con una de sus causas al facilitar el intercambio de ideas entre pueblos y poniendo a su disposición este increíble sistema de transmisiones […] que permite el diálogo rápido e ininterrumpido entre los miembros dispersos de la familia humana?” En 1915, en referencia al cine, Jack London afirmó que “el tiempo y la distancia han sido aniquilados por la película mágica para unir a todos los pueblos del mundo”. Poco después, la revista estadounidenses Collier’s celebraba la radio como “un tremendo civilizador” que “hará que la cultura llegue a todas partes” y llevará “comprensión mutua a todos los rincones del país, unificará nuestros pensamientos, nuestros ideales, nuestros objetivos, y hará de nosotros un pueblo fuerte y unido”.1 Esta clase de afirmaciones, que no fueron escasas a lo largo del siglo XIX y el XX, denotaban una extraordinaria fe en lo que las tecnologías podían hacer por nosotros. Sin duda, era algo prodigioso que casi de repente fuera relativamente fácil y barato comunicarse con un lugar lejano o desplazarse en poco tiempo y con una comodidad mayor hasta él. Pero a los hombres de progreso de la era –los grandes industriales, los inventores geniales, los políticos creyentes en los avances de la humanidad, fueran conservadores o liberales– les parecía que eso era poco comparado con lo que podía hacer con la misma condición humana. Un mundo interconectado, instruido y comerciante expulsaría para siempre los males que nos habían atenazado durante milenios.

Como sabemos ahora, todo esto eran exageraciones. El mundo que alumbró las más asombrosas innovaciones tecnológicas de toda la historia fue también un mundo dominado por la desigualdad, el racismo y formas políticas, en general, muy poco representativas. Hace cien años el mundo se encontraba más globalizado que nunca, y confiaba más que en cualquier otro momento en la capacidad transformadora de la tecnología y su aplicación al intercambio de informaciones, mercancías y productos financieros: fue la era del progreso. Pero entonces estalló la Primera Guerra Mundial, en la que se utilizó por primera vez una nueva tecnología: las armas químicas. Una década después del fin de la guerra, la economía del mundo se hundió, en parte por la utilización temeraria de una nueva tecnología, la radio, en el intercambio de acciones. Una década más tarde, se produjo la gran carnicería –acuciada en parte por el uso de la nueva tecnología de las cámaras de gas– de la Segunda Guerra Mundial.

II

Es evidente que el mundo se encuentra hoy en una situación distinta –y en casi todos los sentidos, mejor– que a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Pero, aunque nuestra nueva tecnología preferida, internet, está teniendo ya un gran impacto en las formas de interrelación, intercambio de informaciones y debate público –un impacto, en muchos aspectos, muy positivo–, es probable que estemos reproduciendo, sin saberlo, el exceso de optimismo que con respecto a las nuevas tecnologías del momento se produjo en el pasado. Las potencialidades que se atribuyen a internet son fabulosas, y todas ellas parten de una idea tan vieja como la del progreso alumbrado por la industria y la Ilustración a mediados del siglo XVIII: la de que una mayor información, una mejora en el intercambio de conocimientos, conlleva una mejor deliberación y una mayor calidad del debate público y eso, a su vez, conduce a un mejor gobierno.

Esta idea es en muchos sentidos cierta. La democracia es, antes que nada, la capacidad de argumentar en público las propias ideas, y sin eso ningún régimen, por mucho que convoque elecciones, puede considerarse democrático. Sin embargo, los últimos años, los años del auge de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en los que la conversación ha ganado participantes y velocidad, han coincidido, al menos en buena parte de Occidente, con la percepción por parte de los ciudadanos de que las democracias son menos representativas, están más fragmentadas, rinden menos cuentas. Eso puede deberse simplemente a visiones subjetivas –casi nunca nos gustan nuestros gobiernos, pero ahora además podemos expresar en público ese desagrado sin necesidad de ser propietarios de un periódico o de que nos den una columna en él–; también al hecho de que la omnipresencia de internet haya coincidido en Europa y Estados Unidos con una gran crisis económica; o puede ser también, por supuesto, que la calidad de nuestras democracias se haya deteriorado. Pero, sea como sea, la conversación en internet ha sido vista, como señala Diego Beas en su ensayo de este número, por amplios movimientos como una gran herramienta para la difusión ideológica y la organización política en la búsqueda de una profundización en la democracia, una regeneración de élites burocráticas, empresariales o mediáticas corruptas, una recuperación del debate por parte del pueblo. Bastan un puñado de datos para darse cuenta de que la conversación pública está desplazándose hacia otro lugar y que ese proceso puede ser considerado, por sus entusiastas, como imparable: el teléfono tardó 35 años en ser adoptado por una cuarta parte de la población estadounidense desde su aparición comercial; la radio tardó 31; la televisión, veintiséis. En la era de las nuevas tecnologías, al ordenador personal le bastó con dieciséis, al teléfono móvil con trece y a la web con solo siete.2 Facebook –aparecido en 2004– tuvo 609 millones de usuarios móviles en marzo de 2014.3 Twitter –nacido en 2006– contaba el mes pasado con 255 millones de usuarios activos que lanzan quinientos millones de tuits al día; un 78% de ellos utiliza el servicio desde el celular.4 Comparada con esto, la difusión de los periódicos en sus inicios como medios masivos es una minucia. Y, si los periódicos cambiaron rápidamente el funcionamiento político de los países occidentales y empujaron a su democratización, ¿qué no pueden hacer estos servicios aún más masivos, de crecimiento más rápido y con una capacidad de interacción que hace que los viejos sistemas de interrelación entre emisores y receptores de mensajes –las cartas al director, las llamadas de oyentes a la radio, los artificiosos diálogos entre políticos en campaña y ciudadanos– parezcan rudimentarias señales de humo?

Quienes creen que internet es una verdadera revolución en el intercambio de ideas y opiniones políticas tienen mucha razón. Incluso podríamos pensar que su confianza en la capacidad de la tecnología para aumentar la justicia, la responsabilidad y la transparencia de las instituciones políticas y, crear, en definitiva, un mundo mucho más unido y mejor, tiene, esta vez sí, fundamento, a diferencia de las ensoñaciones de los viejos tecnófilos del carbón y el papel impreso.

III

Internet alimenta la sensación de que estamos participando de una gran conversación que carece de las restricciones que definen a la que establecen los grandes medios. Es cierto que ahí están también los grandes medios –como los grandes partidos, las grandes empresas y los grandes intereses publicitarios–, pero también lo es que en ese entorno podemos creer que la competición es más justa, que las voces pueden llegar a un número casi infinito de oyentes o interlocutores independientemente de nuestro poder financiero o nuestra cercanía con el poder. Si tenemos talento tuiteando o posteando en Facebook o nuestro blog, nuestra voz se oirá sin necesidad de que un editor dé su visto bueno o un productor nos invite a su programa, y con ello se eludirán los intereses económicos y deudas políticas de los grandes medios. De hecho, la arquitectura de estas plataformas no solo parece estar diseñada para que así sea, sino que mediante su sistema de recompensa impulsa además la posibilidad del diálogo y el intercambio de ideas. Esto es a primera vista cierto, pero también es muy posible que esta arquitectura nos esté engañando y que, en realidad, no estemos conversando con gente de opiniones tan distintas a las nuestras –gente a la que quisiéramos seducir intelectualmente y arrastrar, mediante la persuasión, hacia nuestro bando–; lo más probable es que, en las redes como en nuestra vida cotidiana, estemos rodeados de personas que en realidad se parecen mucho a nosotros en nuestras ideas políticas y morales, en nuestras opciones religiosas y de consumo; que esta sensación de pluralidad sea solo una ilusión y que el peso de los poderosos sea también en la vida online desmesuradamente grande. Porque lo cierto es que las nuevas tecnologías, buenas como puedan ser para el diálogo público, están fragmentando aún más las audiencias y haciéndonos creer que dialogamos en una democracia mucho más deliberativa que la anterior cuando, muy posiblemente, estamos dentro de cámaras de eco que no hacen más que reforzar nuestros prejuicios. No en mayor medida de como lo hacen los medios tradicionales: sin duda, quien solo lee un periódico, escucha una emisora de radio o ve los informativos de una sola cadena de televisión –es decir, con suerte, la mayoría de los votantes– está también en el interior de una campana. Pero en los nuevos medios sucede algo parecido, aunque sea con una apariencia de mayor libertad, de mayor naturalidad. Nuestra vida en internet –aunque tengamos acceso a todas las opiniones, aunque a veces incluso busquemos las que nos indignan o no comprendemos o denunciamos por insostenibles– se parece mucho a nuestra vida offline: buscamos a gente similar, opiniones compatibles con las nuestras, gente como nosotros. El grado de disensión que podemos tolerar es bajo. La vida en internet se parece mucho a la vida fuera de él, para bien y para mal.

Pero, además de eso, la conversación en internet –con sus aparentes fluidez, universalidad y meritocracia– ha hecho que los mecanismos de la vieja democracia luzcan particularmente anticuados. Los viejos sistemas de representación parlamentaria parecen, comparados con la organización política en foros y redes, una antigualla presa de formalismos obsoletos. Los procesos judiciales no solo nos resultan lentos, sino que la mayoría se siente capaz de resolver los casos mucho antes que el juez y de encontrar en sus interlocutores apoyo a su dictamen. La redacción de leyes parece una tarea fácil porque todo el mundo –o al menos todo el mundo cuya opinión vemos en nuestro timeline– está de acuerdo y sabe que es fácil. Es decir, las nuevas tecnologías de información reproducen lo peor de nuestros viejos medios –la soberbia intelectual, la confusión entre los propios intereses y la verdad, el señalamiento de enemigos sin pruebas–, pero a mayor velocidad. Por el lado bueno –que sin duda está–, se podría pensar que estas nuevas tecnologías han permitido una mayor politización de la juventud y un mayor compromiso de participación en los asuntos públicos. Eso es lo que podría parecer por la proliferación de reivindicaciones, organización de protestas y articulación ideológica en la red, que cada vez encuentra más eco en los grandes medios. Pero algunas estadísticas hacen pensar que esto no es así. De acuerdo con la interpretación de la Encuesta Social Europea que hacía el sociólogo Ignacio Urquizu, en España “los primeros datos apuntan que los jóvenes más asiduos a las nuevas tecnologías no son tan distintos políticamente del conjunto de la población”.5 Es muy posible, pues, que la percepción de las redes sociales como gran escenario de la discusión política sea una ilusión alimentada por la omnipresencia y el prestigio mediático de esas redes. Y también, no lo olvidemos, porque esas redes han hecho muy poco costoso –en términos de esfuerzo y riesgo– dar salida a toda clase de opiniones políticas, por excéntricas que sean.

IV

“Las tecnologías no nos cambian, sino que nos proporcionan potencialidades”, afirma Paul DiMaggio.6 Sin embargo, como he tratado de contar, la visión progresista de la historia –no en el sentido actual equivalente a “izquierda”, sino de quienes comprenden el transcurso del tiempo como un camino recto hacia la mejora– ha tendido a creer que la tecnología es capaz no solo de aumentar esas potencialidades, sino incluso de resolver problemas morales y de convivencia. Lo cual, una vez más, es en parte cierto pero enormemente reduccionista de la manera en que los humanos tomamos decisiones e interactuamos con los demás. Es muy probable que el tren y la televisión contribuyeran en gran medida a la democratización de las sociedades. Pero también contribuyeron al asentamiento de las dictaduras. Y, en todo caso, es un error pensar que una mejora en la accesibilidad en las comunicaciones va a resultar siempre en una disminución de los conflictos entre humanos. El conflicto es un rasgo humano que ninguna tecnología puede eliminar; aspirar a que lo haga es un error que puede, de hecho, empeorar nuestras sociedades por un exceso de expectativas.

Por supuesto, tampoco deberíamos caer en el extremo contrario: aunque los luditas del siglo XIX tenían más razón de lo que hoy nos gusta pensar –en efecto, la tecnología siempre tiene efectos destructores además de creadores–, las visiones catastrofistas relacionadas con la tecnología probablemente tengan más que ver con las expectativas y los intereses personales que con la realidad de los nuevos medios. Pero, aun así, hoy los luditas son una excepción: la sociedad parece haber abrazado con entusiasmo las nuevas tecnologías y decidido ignorar sus contrapartidas negativas. En gran medida, es una buena noticia, porque las nuevas tecnologías nos van a traer más cosas buenas que malas. Pero el modo en que las estamos abrazando se parece más a la religiosidad que ha impregnado la idea de progreso desde hace dos siglos que al escepticismo propio del sistema científico que la alumbró. Quizás nos estemos dejando llevar por un optimismo excesivo y, en cierta medida, irracional. Las nuevas tecnologías nos van a ayudar a saber qué piensan y sienten, qué cosas hacen y venden nuestros semejantes, es posible incluso que estas nuevas formas de diálogo intelectual nos ayuden a profundizar en lo que tenemos en común –las herramientas que ofrecen las nuevas tecnologías para archivar y dar a conocer el legado filosófico, literario y científico son claramente superiores a las de la Galaxia Gutenberg–, pero nos estamos equivocando al considerar que las tecnologías pueden sustituir a los viejos mecanismos de equilibrio de las democracias. Corremos el riesgo de estar proyectando en estas innovaciones tecnológicas unos deseos de bienestar y justicia que estas herramientas no pueden, ni mucho menos, ofrecernos. Como el tren, como la televisión, como la radio, las nuevas tecnologías de la información –que, a pesar de que ahora las veamos como fenómenos desligados y únicos, proceden de ese legado técnico y en ese legado deben contemplarse– tienen en sí la semilla de un mundo más interconectado y mejor. Pero no un mundo del que podamos erradicar lo peor que los humanos arrastramos casi siempre con nosotros. ~

 

 

 

 

 

 

 

1 John Durham Peters, Speaking into the Air. A History of the Idea of Communication, University of Chicago Press, 1999.

2 http://econ.st/1mVin2S

4 https://about.twitter.com/company

5 http://bit.ly/1lyIaxc

6 VV. AA., Cambio. 19 ensayos fundamentales sobre cómo internet está cambiando nuestras vidas, Madrid, BBVA 2014.

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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