Sentinel del Norte: entre la aventura y la ciencia ficción

No podemos juzgar, bajo los consensos morales y políticos occidentales del siglo XXI, el comportamiento de una comunidad preneolítica de cazadores y recolectores.
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John Allen Chau quería llevar la fe de Cristo al que pensaba que era “el último bastión de Satán en la Tierra”. Se refería a la remota isla de Sentinel del Norte, en el archipiélago indio de Andamán, donde una tribu apenas contactada pervive en una estasis paleolítica desde hace miles de años. Chau, un predicador estadounidense de 27 años, llegó a la orilla de Sentinel del Norte ignorando las leyes que prohíben acercarse a sus costas, y allí encontró, sin mediación divina, una muerte a lanzadas.

Algunos expertos cuestionan la hipótesis de los sentineleses como tribu no contactada y aseguran que los habitantes de la isla llevan muchos siglos siendo testigos del tráfico mercante que surca sus aguas circundantes. También sostienen que la afamada agresividad de esta comunidad responde a sus malas experiencias tratando con forasteros. Sin embargo, son conocidas las políticas de acercamiento y gratificaciones que la India puso en práctica con éxito durante la década de los 90. Con todo, no cabe duda de que los contactos de los sentineleses con el mundo que los rodea han sido escasos, y eso los convierte en un objeto de atención por parte de los medios occidentales.

Los sentineleses hablan una lengua que nos es desconocida, lo cual dificulta cualquier intento de comunicación. Se considera que son una de las últimas poblaciones paleolíticas que prosperan en el siglo XXI, cuando los gurús tecnológicos nos anuncian que estamos en los albores de la mayor revolución científica de la historia, basada en la acumulación de datos. En la era de Internet, los sentineleses no conocen la escritura o la metalurgia, y obtienen el acero que remata sus armas y sus herramientas de los barcos varados que naufragan frente a su playa.

Si resultan tan atractivos es porque colman los anhelos del explorador y del niño, que son la misma persona y que temen la misma fatalidad: que en 2018 no quede ya lugar para la aventura. Hemos conquistado el Polo Norte y la Antártida, las cumbres del Himalaya y la fosas abisales del Pacífico, las selvas de la Amazonía y el desierto del Kalahari. Pero queda aún Sentinel del Norte. El hombre ha pisado la luna y mandado misiones espaciales a Marte, pero desconoce cómo transcurre la vida bajo el techado boscoso de aquella isla del archipiélago de Andamán.

La excitación en el explorador no será menor en el filósofo, que podrá encontrar en su historia, contenidos y concentrados todos los dilemas morales y políticos del proceso civilizatorio. Pensemos en ello: un joven misionero se propone cristianizar a una tribu aislada que vive bajo jurisdicción india, violentando para ello las leyes del país y resultando muerto en el empeño sin que ninguna autoridad vaya a pedir cuentas a nadie por lo sucedido.

El propio concepto de soberanía es ajeno a los sentineleses, que se ignoran como sujetos de ciudadanía de un país. Que ignoran la India e ignoran Sentinel del Norte. Que ignoran, incluso, que es el ciudadano o el Estado. ¿Cómo se garantizan los derechos y deberes de ciudadanía de quien vive y quiere continuar viviendo en un estadio prepolítico? Renunciar a resolver la muerte del misionero Chau nos desnuda ante nosotros mismos. Nosotros, los occidentales, declaramos los derechos humanos, y el verbo, declarar, es importante. No los legislamos. Los declaramos, porque pensamos que son inherentes a la naturaleza humana. Sin embargo, ponemos en evidencia el artificio de nuestras convenciones políticas al aceptar que, en ciertos lugares y ante determinadas circunstancias, nuestras ficciones morales pueden quedar en suspenso.

Condenamos el relativismo moral de los que tantas veces dicen, en cualquier otro sitio, “son sus costumbres, hay que respetarlas”, para después derrumbarnos y aceptar que nuestras anteojeras morales no son universales. A nadie se le ha ocurrido denunciar la muerte de Chau ante un juez que procese y castigue a los responsables, y rechazamos, cuando ya nos sube por la garganta, en la punta de la lengua, la palabra “asesinato”, porque nos resistimos a llamar tal cosa a lo que sin duda sería un asesinato en cualquier otra parte.

Pero, como los mecanismos de evitación de nuestras disonancias cognitivas son inescrutables, aún encontramos una salida honrosa a nuestra autoinfligida sospecha de relativismo moral. Y es que, si Sentinel del Norte fascinará al aventurero y al filósofo, también colmará la vocación fechadora del historiador. La historiografía nos enseña que no pueden juzgarse con ojos del presente los hechos de épocas remotas, y ahí está nuestra escapatoria ética: no podemos juzgar, bajo los consensos morales y políticos occidentales del siglo XXI, el comportamiento de una comunidad paleolítica de cazadores y recolectores. Por mucho que vivan en 2018.

En esta encrucijada emerge, desde nuestras propias entrañas, como un runrún, un hallazgo fantasioso y feliz: que Sentinel del Norte es un portal intertemporal que conecta dos realidades separadas por miles de años. Todas las grandes obras de ciencia ficción constituyen ensayos sobre dilemas políticos y morales universales y atemporales, y por eso todas las disyuntivas humanas caben en Sentinel del Norte. Aquí reviven el mito del buen salvaje y los conflictos de las sociedades de frontera; aquí se cruzan, como en un western de John Ford, la violencia y el Estado; a Sentinel llegan la ambición predicadora del monoteísmo y sus contradicciones, justo cuando en Europa se repliegan; y rebrota aquel impulso occidental, tantas veces despachado como vulgar imperialismo, de querer ir hacia el otro, un afán de comprender.

Es difícil sustraerse al magnetismo de un portal temporal que nos permite asomarnos a un pasado ancestral. Sin embargo, el portal temporal es difícil de traspasar, porque el Paleolítico se vuelve contra nosotros avituallado de lanzas y flechas (el Paleolítico es el Paleolítico en todas las épocas), mientras nosotros, con nuestras manos desnudas, traemos a cuestas un enemigo invisible y silencioso. El resfriado, el sarampión, la gripe: virus mortíferos para quien vive en la prehistoria también de la inmunología.

Así, con las olas que mueren en la playa de Sentinel del Norte, mueren también, sin respuesta, tantas preguntas lanzadas al mar: ¿Cómo viven los últimos paleolíticos del mundo? ¿Cómo se llaman a sí mismos? ¿Qué saben de nosotros? ¿Cuál es su organización social? ¿Qué esperanza de vida tienen? ¿Qué piensan de los barcos y los helicópteros que surcan su mar y su cielo? Y ellos, ¿quieren saber?

Los hombres siempre han fantaseado con viajar en el tiempo y han invertido esfuerzo en estudiar la posibilidad de tal dislocación. Pero un portal que se abre al pasado es, a la vez, un punto de acceso al futuro, mirado desde el otro lado. Y también en esa otra dirección se forja una ilusión palpitante que nos convierte en potenciales cicerones de unos viajeros que podrían, si quisieran, dar un salto de miles de años adelante.

Entonces, las preguntas dan paso al deseo de mostrar, de descubrir para el otro. Y querríamos enseñar los rascacielos de Manhattan, una final de la Champions League, las obras de teatro de Shakespeare, Blade Runner en una sala de cine, un concierto de los Stones, un Pleno del Congreso de los Diputados, una noticia sobre Sentinel del Norte en un periódico en un smartphone, un verso de Salinas, un globo terráqueo, la catedral de Burgos, una pizza margarita, las luces de Navidad, un trayecto en metro, un cuadro de Turner, las leyes de Newton, Armstrong en la luna.

En el paleolítico centellea la ilusión de todo lo que está aún por hacer. Y, sin embargo, pronto rechazamos estos anhelos, que se rompen, como olas, en la playa de Sentinel del Norte. Allí se yergue un portal intertemporal que conecta dos momentos históricos lejanos, y que también los separa sin solución. El futuro es peligroso para el pasado, el pasado es peligroso para el futuro. La aventura se retira al dominio de la palabra y la ciencia ficción. Y está bien así. Supongo que está bien así.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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