Lenchu. Una reseña contrafáctica

Lenchu. Una reseña contrafáctica

Una parábola sobre el perdón.
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Tardarán en disiparse los comentarios que ha suscitado Lenchu; antes de que amainen los ríos de tinta que ha provocado esta cinta dirigida por Irene Bollo se enfriarán las coladas de lava palmera, me barrunto. A estas alturas les supongo bien conocedores del argumento pese a que la película se acaba de estrenar tras una aclamadísima proyección en el Festival de San Sebastián. Acogiéndose a la llamada “vía Nanclares”, Lenchu, la hija del histórico dirigente del PSE, Ramón Ruibal, quiso conocer al que infligió a su padre horribles torturas, el célebre comisario donostiarra Melitón Manzanas, superviviente él mismo de un atentado y con una “hoja de servicios” al régimen de Franco que no envidia a la de Billy el Niño.

En su día, ese acercamiento de Lenchu cuando su padre ya había fallecido y Manzanas languidecía en una residencia consumando sus últimas semanas, dio que hablar: “Mi padre nunca quiso comentar, aunque sabíamos por otros compañeros de la clandestinidad lo que sufrió en aquel sótano a manos de Melitón”, explicó en su momento a la periodista María Antonia Iglesias quien no ocultaba su sobrecogimiento al oír a Lenchu referirse al torturador por su nombre. “¿Pero cómo quieres que le llame?” –respondía.

Belén Rueda en el papel de Lenchu y Antonio Resines en el del comisario Manzanas (ambos soberbios, aunque Resines exagera el parkinsonismo de aquel) dan cuenta de la historia, incluyendo ese momento (¿climático?) en el que Lenchu aparta a la monja y le da de comer con mimo la papilla triturada. “¿Qué perdón fue ese cuando ya tenía la cabeza perdida? ¿Acaso condena el franquismo?” –son esencialmente las preguntas que airean víctimas y comentaristas, azuzados, por si no había suficiente marasmo, por unas declaraciones de Resines en las que confiesa que quizá en su juventud, en otro contexto, también habría militado en Falange.

Lenchu, que acudió emocionada al estreno en el Kursaal y no deja de conceder entrevistas promocionales de la película, ha reiterado que “se trata de poder vivir con los diferentes”. También con los nostálgicos del franquismo, hemos de suponer, con quienes aún hoy justifican aquella represión y aquella pretensión de alcanzar una España “grande y libre” al precio de acallar a los disidentes y negar los derechos básicos; políticos que hacen vida institucional y sostienen hoy día al gobierno. Pero uno también se pregunta, más allá de las indudables virtudes cinematográficas que despliega Bollo, hasta qué punto esa suerte de exhibición de indulgencia (in)humana, casi pornográfica, en la que incurre Lenchu, es otra de esas expresiones íntimas de la forma en la que las víctimas viven su padecimiento, siempre entendibles y respetables, inmunes al escrutinio y la crítica. ¿No es en este caso la actitud de Lenchu, en la que el reproche apenas asoma, una forma de traicionar a muertos, torturados y exiliados por miles? ¿No es para empezar una forma de deshonrar a su padre y a su causa democrática?

Me pregunto y creo que corresponde preguntarse. Mientras vean la película. Maixabel, claro.

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Pablo de Lora es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de "Lo sexual es político (y jurídico)" (Alianza, 2019).

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