Much ado about nothing en el teatro Globe

Una reseña del reciente montaje en Londres de la obra clásica de Shakespeare, ambientada en el México revolucionario.
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Uno de los síntomas más evidentes del mundo globalizado es la falta de fronteras temporales y espaciales. Lo mismo te puedes encontrar en Piccadilly Circus en pleno siglo XXI, comprando té en una tienda que data del siglo XVIII, que atrapado dentro del México revolucionario al mejor estilo shakespeareano en un teatro neoisabelino ubicado en plena capital inglesa. Mi acompañante y yo estábamos en Londres cuando nuestra anfitriona mencionó la posibilidad de asistir a una obra de William Shakespeare en el mítico Globe Theatre, una reconstrucción del teatro erigido en 1599 a orillas del Támesis por el mismo Shakespeare y su compañía teatral “The Lord Chamberlain’s Men”. Enseguida se nos pararon las orejas, especialmente cuando nos contó que la obra que se presentaba era Much ado about nothing, conocida en español como Mucho ruido y pocas nueces, escrita por el bardo de Stratford-Upon-Avon a mediados de su carrera, entre 1598 y 1599.

La obra es esencialmente una comedia de errores en la cual los dos personajes principales –Beatrice, sobrina del gobernador de Messina, y Benedick, soldado de Padua– son engañados por sus amigos para que cada uno confiese su mutuo amor, mientras Claudio, hijo de un conde florentino, es engañado para abandonar a su prometida Hero en el altar por la falsa creencia de que ella le había puesto los cuernos la noche anterior a la boda. Al final, Beatrice y Benedick se unen para enderezar este entuerto y todos participan en un baile de máscaras para celebrar los dos matrimonios. La obra fue publicada por vez primera en el formato de una cuartilla (quarto) por los impresores Andrew Wise y William Aspley (1600) y después incluida en el Primer Folio de las obras completas de Shakespeare, publicado en 1623, siete años después de la muerte del dramaturgo inglés. La sola oportunidad de asistir a esta comedia nos entusiasmó mucho, pero cuando nuestra anfitriona por fin “soltó la sopa”, supimos que la obra, originalmente ambientada en el puerto de Messina, Italia, en el siglo XVI, había sido adaptada y trasladada en tiempo y espacio ¡al México de 1914!

Confieso que inmediatamente me surgieron muchas dudas con respecto a esta inusitada adaptación, porque no entendía cómo el México revolucionario podría ser acomodado dentro del contexto de una obra escrita hace más de 400 años. Como ya no había boletos de los “buenos”, optamos por comprar los únicos que estaban a la venta, en un lugar llamado el “yard”, que, al contrario de la gayola mexicana, y para nuestra complacencia, se ubica justo en el frente del teatro, en un espacio que por sus dimensiones recuerda la que ocuparía la orquesta de una sala de concierto. Claro, caveat emptor, por las cinco libras esterlinas (aproximadamente 115 pesos) que nos costó cada entrada, también había un detalle: teníamos que mantenernos de pie durante las tres horas que duraba la función.

Nos pudimos instalar a unos seis metros de un escenario isabelino ahora convertido en vagón de tren, con lugares arriba para unas Adelitas y un pequeño grupo musical que tocaba, en vez de corridos, algunas piezas de música tradicional más sudamericana que mexicana. El vagón contaba con varias puertas y ventanas, perfectas para escuchar conversaciones secretas y esconder (y espiar) actividades ilícitas. Matthew Dunster, el polémico director de Mucho ruido y pocas nueces, cuya adaptación del Tale of two cities (Historia de dos ciudades) de Charles Dickens había sido recientemente vilipendiada por la crítica londinense, nos tendría más –y gratas– sorpresas. Al menos para mí, el director sería completamente redimido gracias a esta asombrosa puesta en escena.

La canción de PJ Harvey “The Desperate Kingdom of Love” sería el tema central de la obra, complemento que me hizo pensar que en vez del Globe, esta obra musicalizada y moderna sería un enorme éxito en uno de los muchos teatros de Broadway. Para afirmar esta impresión, los actores no lucían un sobrio atavío negro con gorguera blanca: usaban un vestuario colorido, folklórico, exuberante; en el caso de las mujeres, una suerte de combinación de todos los trajes típicos nacionales en uno, incluyendo el resplandor del Istmo y las faldas anchas y encajes de Veracruz, combinado con los cartuchos y cananas obligatoriamente revolucionarios. Gracias al polvo y la mugre que era la inclemente realidad de todo revolucionario, el vestuario logró conservar algo de aristotélica verosimilitud.

Si bien tanto el escenario como la vestimenta convencían por su autenticidad, aún nos esperaba atestiguar en carne propia la manera en que esta obra, tan clásica, tan europea, tan conocida, podría ser adaptada a un mundo tan distante. Vaya sorpresa nos esperaba cuando llegaron los personajes principales, algunos montando unos curiosos caballos metálicos que recordaban al Pogo saltarín. Don Pedro, Claudio, Benedick, Hero, Beatrice y los demás personajes se encontraban en Chihuahua, en vez de Messina; en vez de ducados, hablaban de pesos, y en vez de tener un jefe de policía llamado Dogberry, había un director de cine gringo llamado Dog Berry, que dentro de la obra proyectaba pistas importantes para su desenlace, que aquí no pienso revelar. Como en la original de Shakespeare, el personaje de Dogberry era una especie de bufón que hablaba inglés con una plétora de malapropismos. En esta adaptación el director lo pone a hablar mal el inglés británico, y no sólo por su acento americano, sino también por el mal empleo que le da a muchas palabras en su propio idioma. Si bien es verdad que varios espectadores norteamericanos se han manifestado ofendidos en las redes sociales porque sienten que el personaje le falta respeto a la bandera de los Estados Unidos, en lo personal opino que en tiempos de Trump, necesitamos a todos los Dog Berrys que podamos inventar.

A lo largo de las tres horas (con un intermedio de 20 minutos) que dura la obra, me vi obligado a renunciar a las “comparaciones odiosas” con la obra original de Shakespeare porque, a través de esta adaptación a los tiempos de la Revolución Mexicana, el espectador se da cuenta de lo universal y atemporal que son las obras de un enigmático escritor inglés cuya verdadera identidad se ha perdido en los ecos del tiempo, pero cuya obra vive, se resucita y se trasforma una y otra vez tanto en Inglaterra como en Islandia, en Yakarta como en Buenos Aires. Se puede afirmar que, si bien no hay nada en particular de esta obra que induzca a su adaptación al México revolucionario, son precisamente las universales y atemporales circunstancias de amor, engaño, celos, reivindicación, desengaño y venganza que despliega las que facilitan su inserción en la realidad humana de cualquier época. En este mundo posmoderno ya no existen fronteras espaciales ni temporales, ni siquiera frente al Bardo.

De hecho, una somera revisión de las adaptaciones que ha “sufrido” esta obra incluye, además de la encomiada producción fílmica de Kenneth Branagh de 1993, una película hecha en la India llamada Dil Chahta Hai (El corazón desea, 2001) con Aamir Khan, Saif Ali Khan, y Akshaye Khanna. Después de tres horas de suspender todo descreimiento, y con los pies cansados, abandonamos el Shakespeare revolucionario con cananas y pistolas para volver a adentrarnos en el Londres victoriano atrapado en el siglo XXI y nos fuimos a comer en el L’Autre, un bistró con nombre francés y, según su letrero, orgullosamente polaco-mexicano.

Much ado about nothing se presenta hasta el 15 de octubre en el Globe Theater de Londres.

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Es profesor investigador del departamento de Humanidades de la UAM-Cuajimalpa y autor de libros como "Artes de fundación: teatro evangelizador y pintura mural en la Nueva España" (UNAM, 2009) y "Peregrina: mi idilio socialista con Felipe Carrillo Puerto" (Diana, 2006), su edición de la autobiografía perdida de Alma Reed.


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