Veronica, de Mary Gaitskill

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Verónica es una novela rara firmada por una escritora rara y que trata sobre la vida de unas chicas raras. Verónica –cuarto libro y segunda novela de Mary Gaitskill (Kentucky, 1954)– fue candidata al National Book Award del 2005 y entonces, a pesar de reseñas resplandecientes, no lo tuvo nada fácil. Verónica compitió con Europe Central de William T. Vollmann (que resultó ganadora) y con La gran marcha de E. L. Doctorow: dos poderosas novelas históricas y guerreras ocupándose, respectivamente, de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de Secesión. Aunque, si se lo piensa un poco, Verónica es, también, una novela de guerra; aunque la suya sea una guerra íntima pero igualmente violenta donde no hay vencedores y de ahí, quién sabe, que se le escapara el premio en cuestión.

Y es que el territorio de Gaitskill –autora del ya legendario debut Bad Behaviour, 1988, celebrado por Alice Munro, publicado como Mal comportamiento por Edhasa y en donde se incluye el relato que dio origen al celebrado film Secretary con James Spader y Maggie Gyllenhaal– pasa por las trincheras y retaguardias de las relaciones entre hombres y mujeres (y de mujeres y mujeres) narradas siempre con un idioma entre lírico y despiadado, frío y cromado, que recuerda un poco al de Joan Didion y al que alguien definió como “una cruza entre Stendhal y los dibujos animados del Coyote y el Correcaminos”. 

Verónica –diez años de trabajo que se notan en todas y cada una de su oraciones– rememora los neones de la década de los ochenta. Y, al igual que su primera novela –Two Girls, Fat and Thin (1991, donde el punto de contacto era la bizarra adoración por una escritora mesiánica y de culto, Anna Granite, transparente máscara de Ayn Rand)–, vuelve a ocuparse de las idas y vueltas entre dos hembras vencidas aunque poderosas y de los extraños y siempre apasionantes flujos y reflujos de la amistad entre dos especímenes del supuesto sexo débil. Una de ellas es la Verónica del título: madura y ácida mujer, “como una mezcla de Marlene Dietrich y Emil Jennings”, trabajando como correctora de pruebas, en perpetua batalla contra el mundo entero y sus alrededores y lista para inmolarse en el por entonces novedoso altar del sida. La otra es Alison, alguna vez enfundada en su “traje de modelo” y convencida de que “si no encuentras la forma adecuada, a la gente le cuesta identificarte. Y por otra parte hay que ser capaz de cambiar de forma deprisa. De otra manera, te quedas anclado en una que tenía sentido antes pero que la gente ya no entiende”. Alison, como narradora espasmódica dando saltos en el tiempo desde un oscuro presente, ex top-model caída en desgracia, sobreviviente casi a pesar suyo, y condenada a contar la historia de una amistad invencible y de una década derrotada, encuentra en Verónica su Tema y su espejo negro. Por lo que una y otra –Verónica y Alison– acaban componiendo una de las duplas más patológicamente interesantes desde Holmes & Watson o Laurel & Hardy. “Cuando conocí a Verónica, yo estaba sana y era hermosa y me sentía de maravilla por ser amiga de alguien que era fea y estaba enferma […] Ahora soy fea y estoy enferma […] A veces tengo miedo, a veces siento que estoy siendo castigada por algo y a veces creo que no me va a pasar nada. Ahora mismo me alegro de no tener que tratar con una chica guapa que me diga que tengo que aprender a quererme a mí misma”, murmura Alison en este libro que parece escrito en una estruendosa voz baja.  

Pensar en Verónica como en alguien poseída por el espectro de Dorothy Parker. Pensar en Alison como en alguien hechizada por el fantasma de la Chica Warhol Eddie Sedgwick. Pensar en Mary Gaitskill –ya lo dije en alguna parte– como en una posible versión hembra de Bret Easton Ellis, el antecedente directo y menos pirotécnico pero más dark de A. M. Homes y, también, tal vez lo que sea más importante, como en la continuación natural de la primera gran freak norteamericana y creadora de enormes heroínas disfuncionales empequeñecidas por el medio que las rodea y las ahoga: la nunca del todo bien ponderada Carson McCullers.  

Marca registrada de Gaitskill –a quien varias leyendas urbanas le atribuyen pasado hardcore como bailarina de strip-tease y dominatrix de alquiler así como de efímera cristiana renacida–, el sexo vuelve a ser el rasgo distintivo, lo que distorsiona y, paradójicamente, pone todo en foco con colores y blanco y negro y atmósferas dignas de ser fotografiadas por Nan Goldin o Diane Arbus.  

Y, de acuerdo, mea culpa, esta reseña desborda de otros nombres; lo que en ningún caso significa que el de Mary Gaitskill no tenga personal e inconfundible peso y materia propia. Porque, por encima de todo, claro, ahí está su marca más que registrada: la persecución de la felicidad –leer también los relatos con nouvelle reunidos en Because They Wanted To (1997)–, más cerca de una carrera sin fondo que de una carrera de fondo. En alguna entrevista, Gaitskill afirmó: “La gente tiende a sobrevalorar la felicidad pero –y no es que yo tenga algo en contra del ser feliz– no creo que una experiencia de vida profunda tenga que pasar necesariamente por el acto de ser más feliz sino por sacarle el mayor jugo a lo que sea que uno está experimentando en determinado momento”.  

Así, para Gaitskill –y en lo que Gaitskill escribe, en las últimas y dolorosamente esperanzadas páginas de Verónica–, la felicidad es lo raro, lo efímero, esas “tendencias” que pasan veloces, el in que no demora en ser degradado a out, el tiempo perdido y amnésico al que ni siquiera puede redimir la epifanía de la memoria, la jugosa droga que, por desconocida, es a la que, sin embargo, están adictas sus chicas raras. Todas ellas desfilando por la vida: esa larga y sinuosa pasarela en la que hoy te aplauden y mañana tropiezas y caes y te preguntas si tendrá algún sentido levantarse.  

Afuera, por supuesto, la moda pasa y la guerra continúa. ~ 

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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