Tomas Tranströmer, premio Nobel de literatura 2011

Un acercamiento al poeta sueco, leído poco en hispanoamérica, quien fuera durante mucho tiempo mencionado como posible ganador del premio que ahora recibe. 
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Una sorpresa que no por obvia es menos feliz: por primera vez en dieciséis años, contra toda expectativa de los grandes consorcios editoriales —pero, también, contra toda predicción sistemáticamente pesimista de colegas alrededor del mundo—, un poeta vuelve a obtener el Premio Nobel de Literatura. Si bien las casas de apuestas Unibet y Ladbrokes ubicaban al narrador japonés Haruki Murakami como puntero en sus últimos pronósticos, es justo decir que los otros cinco finalistas eran poetas: el sirio Adonis, el australiano Les Murray, el coreano Ko Un, el polaco Adam Zagajewski y el sueco Tomas Tranströmer. Desde el año pasado, en el que las listas apenas variaron con respecto a las de 2011, la elección de un poeta era cuestión de tiempo, un acto de justicia matemática antes que poética.

Pero la designación de Tranströmer (Estocolmo, 1931) como Premio Nobel de Literatura no deja de sorprender a propios y extraños de la poesía. Aunque a menudo se le tilde de errático, la naturaleza políticamente coyuntural del galardón y su cuota de representatividad geográfica son bien conocidas. Tras las revueltas de efecto dominó en el mundo árabe, Adonis (nacido en Siria, residente en Líbano y, al final, emigrado a París) parecía ser el candidato idóneo para el premio. Sin embargo, la Academia Sueca corrió su propia apuesta, tan temible como afortunada, por un compatriota. Y es que en la historia del Nobel, los poetas suecos que lo habían obtenido con anterioridad no habían pasado de ser, por desgracia e ignorancia, orgullos locales. ¿Quién recuerda ahora, por ejemplo, la obra y hasta los nombres de Verner von Heidenstam, Erik Axel Karlfeldt y Pär Lagerkvist fuera del país escandinavo?

El caso de Harry Martinson (1904-1978) no es ejemplar, pero sí trágicamente pintoresco. Autor de Aniara, poema postapocalíptico de largo aliento, padeció las críticas feroces de diversos coterráneos al recibir el premio en 1974. La razón era simple: el propio Martinson había fungido como miembro de la Academia Sueca desde 1949. Nada pudo salvarlo del aislamiento, la depresión, la hospitalización y, al final, de un dramático suicidio por seppuku —mismo ritual que, unos años antes, cumpliera Mishima. De acuerdo con las memorias de Lars Gyllensten, durante mucho tiempo secretario permanente de la Academia, la élite cultural de Suecia fue la culpable del suicidio.

Casi tres décadas después del affaire Martinson, Tomas Tranströmer recibe el Nobel. Afable, generoso y apacible; viajero y admirador de los exploradores Livingston y Stanley; traductor del estadounidense Robert Bly y del húngaro János Pilinksy; pianista amateur, psicólogo de profesión y esposo de Monica Blach desde 1958; terapeuta y consejero de menores infractores durante los años sesenta, Tranströmer sufrió en 1990 sufrió un severo ataque de apoplejía que le dejó incapacitado para hablar, pero no para escribir. En 1996 publicó La góndola fúnebre, título homónimo de las últimas y espectrales piezas para piano de Franz Liszt, y en 2004 apareció su libro más reciente: El gran enigma, una recopilación de 45 haikús. Según el insípido dictamen de la Academia Sueca, el poeta se hizo merecedor del premio por el virtuosismo y rigor de sus metáforas y “porque, a través de sus imágenes condensadas y translúcidas, nos da un acceso fresco a la realidad”. En un siglo de grandes poetas suecos como fue el XX (Gunnar Ekelöf, Arthur Lundkvist, Osten Sjöstrand, Göran Sonnevi), Tranströmer se alza por encima del capricho, el albur o la simple buenaventura del Nobel con una épica intimista e inquietamente contemplativa, que parte del paisaje abierto —herencia, tal vez, del romanticismo y del surrealismo crepuscular— para hacer un retrato hablado del espíritu.

Este tardío, casi póstumo reconocimiento a su obra es, sin embargo, digno de una modesta celebración entre lectores cada vez más apáticos, entre editores cada vez más tecnócratas, entre poetas cada vez más incrédulos y cabizbajos. Si pensáramos en una antología estricta de los Premios Nobel de Literatura, la poesía de Tranströmer ocuparía un lugar central, y no precisamente porque sea un invitado de honor a su propia mesa.

 

 

CONTEXTO

 

Observa el árbol gris. El cielo atravesó

por debajo sus fibras, en la tierra;

tan sólo queda una encogida nube

cuando bebe la tierra. El espacio robado

se tuerce en pliegues, todo entretejido

en el follaje. Efímeros momentos

de libertad se elevan en nosotros, giran alrededor

de las Parcas y mucho más allá.

 

Versión indirecta de Hernán Bravo Varela a partir de la versión de Robin Fulton

 

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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