Luis Ignacio Helguera en la línea de sombra

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Los aforismos son medias mentiras envueltas en medias verdades. Éste no es la excepción: “En rigor, sólo cuando muere, un amigo es amigo para siempre.” Soy tan amigo de Nacho Helguera, somos tan amigos, hoy como hace unos pocos días, cuando conversábamos, discutíamos, oíamos música. Pero su muerte me ha enojado conmigo y con él como jamás lo estuve mientras vivía, al mismo tiempo que ahora valúo su amistad y su genio, el malgastado y el llevado a buen término, de una manera más profunda: la muerte concentra nuestra atención en el muerto y nos revela cruelmente nuestra fragilidad y su orfandad; pues el muerto, sobre todo cuando muere joven, es huérfano: del hombre que habría podido llegar a ser con los años y de nosotros, de nuestra memoria y de nuestro olvido. Ahora que ha muerto, recuerdo nuestras conversaciones, nuestras fingidas peleas, nuestra amistad, y me da rabia que no continúe aquí. Subestimé su tristeza. Creía que su amor al ajedrez, la música, la literatura y las mujeres iban a ganarle a su torbellino: casi toda su enorme capacidad se le fue en seguir, en perseverar sin salida (Peón: “Nada. / Mover un peón sobre el tablero / nada más. / Peón cuatro dama. / Contra nadie. / Contra el hastío. / Contra la incertidumbre. / Contra la zozobra. / Contra el infinito. / Contra la nada.”); de haber superado su última etapa, nos habría dado con creces a sus amigos su inteligencia y su sentido del humor, y a sus lectores una obra en prosa y verso tan variada como la que nos dejó, pero más cargada por los años.
     Releo sus agudos aforismos, sus cuentos de amargo humor tétrico, escritos, al mismo tiempo, con las dos edades de un anciano y un niño: de un anciano que no hubiera pasado por las etapas intermedias de la madurez, de un niño genialmente precoz, de esos que son amigos de sus abuelos. Recuerdo su biblioteca y sus lecturas, más propias de algún descendiente de españoles nacido en los años veinte que de un mexicano nacido en los años sesenta. Siempre Luis Ignacio Helguera fue más viejo o mucho más niño que su edad. Estuvo a punto de coincidir con ella, últimamente, pese a sus crisis o quizás por ellas. En sus últimos poemas, en los que decididamente se alejó del poema en prosa y manifestó a plenitud su enorme naturaleza de poeta, apuró con una lucidez y una honradez notables su drama que, insisto, fue el de “la línea de sombra”, el de ser alguien muy cansado y muy viejo, al tiempo que un niño caprichoso y voraz, con una gran energía y una conmovedora ternura, que tenía ineludiblemente que asumir, ya, las tareas, las refrenadas costumbres que permiten sobrevivir, pasar de los cuarenta.
     En un número reciente de Pauta, Luis Ignacio Helguera publicó tres poemas con fondo musical dedicados a su padre y a dos de sus tíos. Reproduciré un fragmento de cada uno de ellos. Son más que suficientes para dar cuenta de la altura que logró como poeta y de la intensidad de su vida: “Sólo ahora, a los cuarenta años, / comprendo por qué me recostaba en el sofá de la sala cada noche / cuando estudiabas ese Intermezzo de Brahms / porque expresaba tu carácter y tu fuerza y tu nobleza, que aprendí mal”… “Esta vecina de mis padres en Chicago / ensaya todas las tardes el Andante un poco adagio de la Primera sonata para viola de Brahms / mientras piso las hojas rojas y anaranjadas de la Campbell Avenue / ¿Por qué le obsesiona ese movimiento como a mí? / (porque no lo estudia: le obsesiona) / ¿Por qué pasan estas cosas, tío? No toca mal la viola, aunque se atora en un pasaje difícil, como yo en la vida”… “Qué tristeza a veces da la tristeza ajena / la de la gente bienintencionada a la que el destino parece empeñarse en probarle que es mejor ser mala persona / la de la gente que trata honradamente de “superarse” / y compra y lee con esfuerzos uno de esos manuales de superación personal / y todo le sale mal / como todo bien a los autores abyectos de esos bestsellers / una tristeza que va y vuelve como las olas del mar / la de la gente buena que cree a diario en Dios por más que Dios sólo le dé a diario bolillo duro / qué tristeza la del hombre que logra por fin armar el rompecabezas de su vida / solamente para comprobar que fue todo un rotundo fracaso…”
     Conozco muchos de sus poemas, que como los citados arriba, me impresionan por su verdad. Pudo hacerlos porque vivió lo que vivió. No hizo más porque dejó de vivir. Son suficientes, sí. Pero yo lo quisiera vivo viviendo, bebiendo o sin beber.
     Atrabiliario, quijotesco, romántico, rebelde, humorista, cultivador de rarezas pero no esnob, bohemio, uno de los pocos contemporáneos cultos que se atrevía a utilizar esa palabra, amante de delicadezas extremas al mismo tiempo que frecuentador de la sordidez ajena más desmesurada, conflictivo, pero más amigo de sus amigos que del conflicto. Se ha marchado por el traspatio y el traspié. Se tropezó. Creo que estuvo a punto de salvarse. Lo que pasó es que se atoró, como la violista de su poema, en un pasaje difícil, del que extrajo notas únicas, inteligentes, desgarradoras y apasionadas. Helguera, desde el mechón, incluso, era un romántico, un romántico con sentido del humor y refinado, que, si hubiera pasado este pasaje difícil, creo que se habría vuelto más sabio: más apto para comprender y aceptar. La última vez que platiqué con él traté de convencerlo, inútilmente, de que ya iba siendo hora de cortarse el mechón; aceptó casi lo del alcohol, pero en lo del mechón rotundamente me dijo que no.
     Estaba enamorado, intelectual pero vitalmente enamorado, de ciertas personalidades, de ciertas obras inexplicables. Estaba enamorado de Arreola, del que tomó esta clasificación: Carlos Chávez era posible, Silvestre Revueltas no; Paz era posible, Rulfo no. Luis Ignacio Helguera quería pertenecer al bando de los imposibles. Prefería, discutiendo conmigo, en poesía, más a Neruda que a Borges, como si el segundo no fuera imposible. Lector de Novo, intentaba convencerme de que lo leyera; le gustaba el Novo del pequeño ensayo, un prodigio de sentido del humor, de buenas maneras literarias y de mala leche y visión resentida; a mí el personaje de Novo no me gusta. En cambio sí compartíamos a Gómez de la Serna, a Arreola, a Rulfo… A Machado y a Pla creo que los habría apreciado más con los años; el lado del Nacho joven no quería dar su brazo a torcer, sobre todo frente a mí y a mi edad, y le ganaba, a veces, al Nacho conservador y decimonónico.
     Yo no soy lo suficientemente atento, previsor y memorioso para jugar ajedrez. Sin embargo, he leído innumerables veces La defensa. Me apasionan, noveladas, las inteligencias obsesivas, y creo que Nacho fue eso, pero juguetonamente: con corazón de ruso, sin pretensiones en demasía alemanas. En cuanto a la música, la última vez me hizo oír un clarinete en una sonata de Brahms, oímos a Satie y le di a conocer, para mi asombro de villamelón y el suyo, dos conciertos para clarinete de Spohr, músico al que soy discretamente aficionado, y que él no conocía.
     Voy a lamentar para siempre su ausencia. Creo que podía, pese a todo, estar con nosotros. Pero “En rigor, sólo cuando se muere, un amigo es amigo para siempre.” Con Nacho seguiré discutiendo y conjeturando discusiones toda mi vida. –

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