Ayaan Hirsi Ali. Huir para encarar

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En el desierto estás a solas. La vida cuelga de tu fuerza y de tu astucia. Bajo este desamparo, el miedo se siente en los huesos. En Matabaan, Somalia, la abuela de Ayaan Hirsi Ali trataba de enseñarle reglas de sobrevivencia a su nieta. Hay que aprender de la naturaleza. Ante algunos animales es mejor correr y esconderse. De las hienas y las víboras hay que huir. Con otros animales conviene treparse a los árboles y esconderse en lo alto. Frente a los leones, es mejor arrodillarse y bajar la cabeza para evitar el contacto de la vista. Al escuchar estos consejos, la niña se percataba de la distancia generacional. El mundo de Ayaan ya no era el mundo de la abuela. La niña que escuchaba estos consejos nunca había visto un león ni una hiena. La vida le enseñaría que, para enfrentar las amenazas a su sobrevivencia, tendría que huir y esconderse pero, sobre todo, tendría que aprender a encarar: ver a su enemigo directamente a los ojos y no acobardarse ante sus intimidaciones.

Nació en Somalia, entre nómadas, recibiendo una educación ortodoxa que enseñaba a las mujeres a ser invisibles y a sentirse sucias. Fue purificada cuando, con unas tijeras, le cortaron el clítoris. Ella escuchó: clac. El sonido de un carnicero rebanando un trozo de filete. El único valor de una mujer es darle vida a un hombre. Ayaan Hirsi Ali relata que, cuando a su abuela le preguntaban cuántos hijos tenía, ella respondía automáticamente: “Uno.” Tenía nueve hijas y un hijo: una persona y nueve nadas. El hijo existía. Ellas no. Eran apenas propiedad de hombres, fábricas de niños. “Ya parirás un varoncito”, escuchaba a los mayores dándole propósito a su vida. La arrulló la amenaza del infierno y la alimentó el desprecio por su condición de mujer. Simpatizó con la revolución islámica de Irán. Soñó con el martirio. Asistió a la quema de los Versos satánicos. Si Salman Rushdie había insultado al profeta, merecía la muerte. Pero ahí mismo, contemplando el incendio de las páginas, la joven se preguntaba cuál era el sentido de arrojar los libros al fuego. Rushdie debía morir, pero ¿para qué quemar sus libros?

Entonces vino lo inaceptable. En enero de 1992 su padre le trajo buenas noticias. Sus plegarias habían sido atendidas. Un buen hombre me ha pedido tu mano y he accedido. Ella decía no, casi en silencio. Él no la escuchaba. Es tu primo y tiene buenos ancestros. Es alto, de huesos duros y dientes blancos. Ayaan estaba pasmada, pero no lloró. En seis días debía casarse con un hombre del que no conocía más que su nombre. Debía ir a Canadá a conocer al hombre con el que se casaría pero, en el aeropuerto de Frankfurt, encontró la fuerza para escapar. Huyó como debe de huirse de las hienas para mirar los ojos de sus carceleros, como nunca hay que hacer con los leones. Para encarar, había que huir; ocultarse para pelear.

Se refugió en Holanda, el país donde la droga y la prostitución son legales; donde se practica sin castigo la eutanasia; donde la burla es una tradición nacional: el país que Johan Huizinga describió como la patria de la moderación. Aprendió el idioma, estudió ciencia política y, tras algunos años de labor social, entró a la política. Primero desde la izquierda y después desde el partido conservador. Si primero se identificó con las banderas igualitarias de los socialdemócratas, después vio en ellos complicidad con los abusos que se cobijan con los trapos de la identidad cultural. El partido laborista evadía sistemáticamente la opresión dentro de la comunidad islámica en Holanda. Marcada por cierta culpa imperial, la izquierda holandesa es renuente a imponer las normas liberales a otras culturas. El multiculturalismo es rendición ante la opresión santificada en costumbre. Por ello rompió con la izquierda e ingresó a las filas del partido conservador holandés. El cambio, sin embargo, fue apenas de casa: desde un partido y otro ha militado en las filas de un liberalismo combatiente, inflexible e irritante.

Su mensaje no es conciliador. No trata de acoplar sus ideas a la tradición o a la conveniencia política. En un mundo cargado por el fanatismo y la blandura, su palabra es de alto riesgo. El documental que preparó con Theo van Gogh le costó la vida al cineasta provocador. Sumisión, el cortometraje que trasmitió la televisión holandesa en agosto de 2004, exhibe al dios del islam como cómplice de los peores abusos. En la piel de las mujeres, latigazos de la palabra divina. Mujeres rezan a un dios silencioso pero en la espalda llevan el azote de su sagrado mensaje. Dios calla ante el rezo de las mujeres golpeadas, violadas, humilladas. Habla sólo con azotes irrebatibles estampados en el Corán. La sumisión a ti, dios, no puede ser otra cosa que traición a mí misma, dice una de las protagonistas. Ayaan Hirsi Ali no dirige su crítica a cierta teología radical; no ataca a los predicadores del odio ni a los terroristas. Apunta al origen mismo: a Mahoma. Las enseñanzas de Mahoma no son lecciones dulces que se han interpretado con rigor excesivo. Son las enseñanzas de un misógino que llamaba a apedrear a las adúlteras, un genocida que abusó de niñas. No duda Hirsi Ali que sus comentarios son ofensivos pero nunca debe censurarse la razón crítica. La libertad también implica el derecho de ofender.

Mohamed Atta, cabeza del escuadrón que estrelló el avión en una de las torres gemelas de Nueva York, tenía exactamente la misma edad que Ayaan Hirsi Ali. Al conocer la vida del terrorista, Ayaan sintió que podía haberlo conocido; pensó incluso que pudo haber sido ella, que conoció los poderes de la sumisión. Aquel 11 de septiembre también cambió su vida. Se convirtió desde entonces en fuerza beligerante de la guerra cultural. La fuerza de su argumento se basa sobre todo en la elocuencia de su testimonio y en el arrojo de su combate. Timothy Garton Ash llegó a describirla como una fundamentalista de la Ilustración. No lo es. Quizá su impaciencia sea impolítica. Quizá su vehemencia resulte imprudente. Pero su defensa de la crítica hiriente nos recuerda que el proyecto liberal no es lo que a veces parece: una doctrina perezosa y confortable. La defensa de la razón, de la crítica, de la irreverencia y de la burla encuentra en sus alegatos una refulgencia desconocida entre nosotros: una valentía francamente heroica. Es que cuando esta mujer se refiere a la causa de la Ilustración no habla de una vieja moda francesa. En aquellas luces, en aquellos valores, en aquellas razones sigue existiendo la casa que su cultura le negaba: reconocimiento como persona. ~

 

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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