Ciudad de cañadas

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Andrea Martínez Baracs

Repertorio de Cuernavaca

México, Editorial Clío, 2011, 341 pp.

 

Andrea Martínez Baracs ha puesto a este libro el título Repertorio de Cuernavaca. Y en efecto, es un repertorio o reportorio, tal como se define en el diccionario académico: “Libro en que sucintamente se hace mención de cosas notables y otras informaciones, remitiéndose a lo que se expresa más extensamente en otros escritos.” Pero es bastante más que una recopilación de noticias; su lectura permite empezar a imaginar que es posible algo así como una historia de Cuernavaca. Que esto no fueron solo destilerías, jardines sorprendentes y extranjeros ebrios. Se trata de una historia de Cuernavaca, contada de cierta manera.

Quizá habría que haber empezado por decir que Repertorio de Cuernavaca es un libro bonito, bien ilustrado y diseñado, cómodo para sujetarse y leerse. Tiene elencanto y seguramente tendrá el éxito que suele tener la producción editorial de Clío. El mérito de las colecciones de Clío no es pequeño: referirse a muchas cosas que nos interesan a los mexicanos, y hacerlo con sencillez y seriedad, y hacerlo bonito y bien ilustrado. Las ilustraciones le agregan un interés enorme al libro, es cierto; pero aun sin ellas sería valioso, interesante, sugerente y entretenido: como las Leyendas de las calles de México de Luis González Obregón, y también como una buena monografía histórica, a la manera de las que impulsó el otro Luis González.

Decía que esta es una historia de Cuernavaca contada de cierta manera: hay que explicarlo. Los historiadores solemos dar a nuestros textos una estructura narrativa; ordenamos los capítulos en función de unacronología, o bien de una causalidado secuencialidad que nuestro argumento propone. La verdad es que el pasado lo conocemos por fragmentos,y que todas las noticias que tenemos del pasado vienen revueltas, y las fechas saltan hacia adelante y hacia atrás sin control: encontramos un mapa del siglo XVI entre las páginas mecanografiadas de un expediente de la Secretaría de la Reforma Agraria, acompañadas de unos folios del siglo XVIII. O bien, miramos la estatua de Morelos,a un costado del palacio de Cortés, junto a la magnífica escultura del general Carlos Pacheco, cerca de los monolitos labrados poco tiempo antes de la conquista española.

El orden alfabético es de una franqueza irrebatible. Estos son los cabos sueltos quetenemos, más o menos esto es lo que sabemos. De por sí la lectura de las obras ordenadas alfabéticamente lleva siempre, al cabo de un rato, al descubrimiento de una o varias tramas que acaban conectándolo todo. El Tesoro de la lengua de Covarrubias, o las Etimologías de San Isidoro, son, sin abandonar el orden alfabético, fantásticos tratados de la cultura y del saber, y de lectura muy placentera.

Es satisfactorio descubrir, tras leer este Repertorio, que se va formando o se nos va formando una idea de la historia de Cuernavaca. Esa historia tiene constantes, como los ingresos económicos derivados de los procesos de la caña de azúcar, o la reiteración de ciertas estructuras comunales en pueblos y barrios. Es una historia en la quese perciben momentos de una sofisticación muy notable y otros de una barbarie sobresaliente. Acaso podría expresarse esa contradicción y parte de la personalidad de esta ciudad, diciendo que es lugar de jardines salvajes. Pocas cosas más civilizadas que un jardín, pero aquí los jardines se desbordan, las malezas azotan y los árboles escupen mangos agusanados.

Han de saber también los futuros lectores que la brevedad con la quese exponen los temas no impideque aparezcan curiosas y reveladoras anécdotas aquí y allá. Nos enteramos,por ejemplo, de que en el año de 1932 los habitantes del barrio de Chipitlán se quejaron a las autoridades porque había una cantina muy cerca de la escuela. Las autoridades actuaron de inmediato, y procedieron a clausurar ¡la escuela!

Otra anécdota que ilustra la actuación del gobierno local tiene que ver con la adquisición de un terreno de más de ocho mil metros cuadrados por parte de la esposa de Plutarco Elías Calles. El ayuntamiento le vendió el terreno a un precio singularmente bajo, con el argumento de que era una tierra estéril “de ladera”; tierra que la señora Llorente, esposa de Calles, utilizó para cultivar viveros frutales.

El argumento expuesto por el ayuntamiento no podía ser más cínico, en una ciudad, toda ella de ladera, de cañada. Hubiera bastado con decir que se determinó ese precio por tratarse de la señora esposa del general Calles y seguro que nadie lo habría objetado. Y hablando de la geografía, los mapas morfológicos, topográficos y climáticos que aparecen al final del libro son una herramienta muy útil.

El agua que, a raudales, se desplaza por esos mapas, tiene un lugar muy importante en el libro: los torrentes a cielo abierto, las caídas, las fuentes; el suministro de dicha agua a las huertas, a las haciendas, a la industria de la destilación. También figuran los árboles de Cuernavaca.

El lector encontrará su barrio, entenderá el nombre de la calle que cruza cada mañana, y acaso encontrará en alguna fotografía a su tío, sentado a un lado de Sam Giancana. Se hace el recuento de los barrios, y de los pueblos y haciendas que les precedieron, como Acapatzingo o Amatitlán.

Algunos lugares aparecen varias veces, como sitios en los que se acumulan las historias. Es el caso de la casa Borda. He leído antes la versión, que no he visto ahora en el libro de Andrea, de que el sacerdote Manuel de Borda se reunía discretamente en estos jardines con su mujer y sus hijos. La que sí aparece es la historia –otra leyenda quizá– de los amores de Maximiliano con la “india bonita”. La leyenda es imprecisa en su definición de la mujer: hija de un empleado gubernamental o hija de un jardinero; y tampoco está claro si esos amores ilícitos tenían lugar en la casa Borda o en la fantasía pompeyana de Olindo. Por supuesto, los jardines y la casa Borda cautivaban a todos, residentes y viajeros, y figuran como emplazamiento de banquetes lo mismo para el gobernador Francisco Leyva que para Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz, Madero o Zapata.

Los tiempos de la Revolución son los más violentos en la historia de Cuernavaca; y eshasta cierto punto un consuelo pensar que fueron incluso más trágicos que los actuales. Salvo que aquella violencia –injustificable al fin– encontraba, sin embargo, cierto sentido en la lucha de intereses políticos, ligados a historias y a programas.

En fin, por ejemplo, en diciembre de 1915 los habitantes de la ciudad pudieron observar a un grupo de soldados de Genovevo de la O que hacía galopar a un caballo por las calles del centro; amarrado a la silla de montar y dando tumbos por el camino, iba el cuerpo de Antonio Barona, otro general zapatista. Al parecer el cuerpo se atoró en una alcantarilla y, como los caballos siguieran tirando, la cabeza estuvo a punto de desprenderse. Barbarie, cuerdas, espectáculos de crueldad.

También fue decapitada, por cierto, la imagen de la Virgen de Guadalupe del Calvario, a manos de los “camisas rojas” de Garrido Canabal.

No faltan en esta historia los viajeros, los jubilados, los hoteles que configuran una parte de la personalidad de Cuernavaca en el siglo XX. Pero asoman claros los vínculos entre personas y lugares que van construyendo la estructura y la sociabilidad de la ciudad.

Quienes viven en Cuernavaca desde hace muchos años recuerdan algunas de esas configuraciones en las que se ligaban instituciones y proyectos: como ese enlace suscitado por las presencias de Iván Illich, Erich Fromm, Méndez Arceo, John Spencer o Gregorio Lemercier. Incluso Paulo Freire o Daisetsu Teitaro Suzuki.

Aparecen en esta historia personajes locales y foráneos, célebres artistas, consumados políticos, militares, ingenieros y otros más. Lamento quizá la brevedad de la mención de los jardineros que hace Andrea, porque acaso podría caber algo más de estos y otros actores anónimos y colectivos.

Figuran personajes que llegaron a gobernar el paísdesde Cuernavaca, como Juan Álvarez o el propio Maximiliano; políticos locales como Francisco Leyva y Vicente Estrada Cajigal; el ingeniero Domingo Díez. Aparecen militares que recibieron la orden de realizar una tarea en la región como Felipe Ángeles, elde los ojos bondadosos, y su antípoda, Juvencio Robles. También hay noticia de quienes pasaron rápidamente, como Humboldt, José María Morelos, o la marquesa Calderón de la Barca, o que aquí murieron como don José de Borda. Se dedican unas líneas a algunosde los muchos que acostumbraban descansar en Cuernavaca, en sus casas rodeadas de inmensos jardines, como el general Calles, el general Cárdenas y la generala María Félix. Los artistas que trabajaron aquí un tiempo y dejaron una huella perdurable, como Rivera y Siqueiros. Quienes pasaron años o meses, más o menos memorables, como Malcolm Lowry, John Steinbeck, Louis Malle, Howard Fast, Robert Lowell o el gánster Giancana. Es preciso señalar además que la mirada de Andrea permite el rescate particular de algunos personajes femeninos de esta historia, como Carlota, por supuesto, pero también Rosa King, Jan Gabrial o incluso Helen Hayes.

La imagen de Cuernavaca está inevitablemente unida a la de una separación temporal de un mundo más amplio: sea el torbellinode los mundos artísticos o literarios, de París o Nueva York, o sea la aspereza de la política nacional aderezada con las tolvaneras de la meseta.

Ese vínculo pasajero, provisional, de algunas personas y grupos con la ciudad de Cuernavaca es una de las cosas que deben analizarse para entender su estructura y ciertos rasgos de su historia: una ciudad ligada al poder central, pero que genera dinámicas locales; una historia propia de raíces profundas, pero intervenida y transformada por presencias viajeras o temporales.

El lector no podrá ahorrarse la sordidez de algunos pasajes, como los que se refieren a las cantinas y prostíbulos que proliferaron tras la Revolución y ofrecieron un paliativo a la penuria suscitada por la destrucción. Ese mundo de esparcimiento y diversión tomará, después, un rostro más amable, con los hoteles de los años treinta, y en particular con el Casino de la Selva, donde se anuda la trama de algunas historias artísticas y literarias.

Quienes lean estas páginas confirmarán que la calle de Pericón se llama así porque en aquella ladera se recogían las flores que usamos en la fiesta de San Miguel; podrán ver una fotografía de la gigantesca lagartija antes de que perdiera la cabeza; verán, entre otras imágenes, la iglesia de Palmira en lo alto de una colina todavía despoblada.

Sea para empezar a imaginar la historia de esta ciudad, para hilvanar los nombres de algunos artistas, para conocer la historia del barrio en el que uno vive, para conocer el cambio en el uso del suelo: la verdad es que cuesta trabajo imaginar un libro más útil y que pudiera interesar a más gente, por lo menos entre quienes vivimos en estas cañadas, donde los árboles escupen mangos, donde el velo tejido por la feliz estancia de los viajeros no alcanza a ocultar totalmente los ritmos y estructuras de la sociedad y el trabajo. Estas cañadas de clima generoso donde a veces las cosas no marchan bien. ~

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