Fotografía: Martina Bastos

Los melocotones y los ciegos

En un pueblo de la serranía peruana, los hombres heredan parcelas de melocotón. Algunos, además, una ceguera irreversible. Amador, Lorenzo, Mauro e Ignacio son cuatro hermanos ciegos: los primeros ciegos de Parán. ¿Se puede cultivar a tientas los mejores melocotones de Perú?
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Tengo los ojos en el extremo de los dedos.

–Evgen Bavcar (fotógrafo ciego)

Mi anfitrión se llama Lorenzo, pero todos le llaman huachua: ave de la puna, de las cordilleras más altas. Vive quinientos metros más arriba que todos sus vecinos. Solo. A tres metros de un abismo. Un detalle menor: el hombre con las mejores vistas del valle es ciego.

Lorenzo es un soplido. Un viento espigado y largo, erguido como un galán antiguo. La última vez que un espejo le devolvió su cara tenía 47 años. Ahora tiene 68 y tres hermanos en la misma condición. Moreno de veras. En los pies diez garras negras todas muertas. En la risa siete dientes todos inferiores. Y sus ojos un palo de guarango que le avisa del vacío.

–El palito es la última palabra –dice.

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Martina Bastos

Abre paso por un matorral de pasto alto que le llega a la cintura. Escucha el roce del cuerpo entre la hierba crecida, el zumbido de las moscas. Le cuenta las curvas a la carretera y nunca olvida en cuál se encuentra. De día o de noche atraviesa cerros por caminos de herradura. El día y la noche son ruido y silencio, calor y frío. Un rostro es tacto y aliento, una voz.

Lorenzo ve un pájaro porque suenan sus alas. Sabe que es tarde cuando tiene hambre. Cultiva su chacra: “mis habitas, mis papitas, mi maíz”.

–De memoria la hago producir; el terreno no cambia de fisonomía.

La casa, cuatro muros en penumbra: una olla de barro, un balde de agua, los restos de un fuego. El suelo todo papas y una piel de carnero, cinco frazadas estiradas “pa’ cuando llega el sueño”. Una radio: la hora, la música, las noticias; el otro mundo. Sacos de grano, cestas de mimbre, una pala. La enredadera que entra por el agujero del techo. Y afuera, un eucalipto regio que da sombra, aroma y ramas para la candela.

Y ahora, junto al eucalipto, una desconocida ha llegado hasta su casa.

Pero antes –mucho antes– había llegado a Parán.

En la carretera rocas, burros, cactus. Un taxi, el único. Su interior todo tierra y pocas palabras.

–¿Cuántos kilómetros desde Lima?

–No sé, tres horas.

–¿Y hasta Parán?

–No sé, dos horas.

–¿Y cómo se llaman esos cerros?

–No sé, cerros.

Rubén calla y conduce por la ruta Sayán-Churín, provincia de Huaura. En los últimos meses, a su taxi ha subido mucha gente extraña: retinólogos, genetistas, psicólogos y periodistas varios camino a Parán. Allí, el transporte público solo llega dos veces por semana.

El paisaje, la tierra que se parece a la tierra y se mete por los ojos. Un desierto yermo.

Y de pronto, un desvío.

Quién va a creer que hay un valle así. Parece que no hubiera nada. Pero un giro, una loma y la carretera rasguña un valle manso, cerrado, caliente. Nadie lo diría. En la Biblia, Parán es uno de los desiertos que atravesó el pueblo de Israel para entrar a la tierra prometida. Aquí, es un desmadre de melocotoneros reventando en flor y en fruta. Un festín violáceo a mil cien metros de altura. Unas cinco familias lo poblaron hacia 1900. Hoy, casi ochocientas cincuenta personas cultivan 120 mil plantas de melocotón.

En Parán hay un hotel, un par de restaurantes, alguna tienda de abarrotes. Pero nada se parece a un hotel, un restaurante, una tienda. No hay carteles, ni plazas, ni olor a café ni panadería. Hasta hace cinco meses tampoco había luz. El único baño está cerrado y nadie sabe dónde está la llave. Dibujos de tiza en paredes de adobe, techos bajos de chapa, bidones vacíos. Una carretilla boca abajo. En la esquina un tendal de ropa, un zapato roto, los restos de una escoba: no se barre tierra sobre tierra. Un perro cojo, una gallina, una corriente de aire. La posta médica. Y todas las cajas del mundo. Cajas –infinitas– apiladas como esculturas abstractas. En las cajas –claro– melocotones.

En septiembre de 2011, la organización no gubernamental Fadre (Facilitadores de Desarrollo Regional) trabajaba en un estudio de aguas en la zona. Al doctor Marco Valverde le hablaron entonces de varios adultos ciegos y niños con problemas de visión nocturna. La ceguera por cataratas en Perú, debido al sol y al polvo de la sierra, es frecuente en adultos mayores.

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Martina Bastos

–Pero cuando me dijeron niños –dice–, supe que había algo más.

En una particular cruzada, el doctor Valverde armó un equipo integral de especialistas con destino a Parán. Enero de 2012, dos días, 33 profesionales: oftalmólogos del Instituto Nacional de Oftalmología, genetistas de la Universidad San Martín de Porres, personal del Centro de Rehabilitación de Ciegos de Lima y medios de comunicación. Iban a encontrar una enfermedad hereditaria y degenerativa que transmiten las mujeres y se manifiesta en los hombres.

No se sabe cómo apareció –las mutaciones genéticas suelen ser espontáneas– pero sí se sabe cuándo. Es lo que en genética se conoce como “efecto fundador”: una de las pioneras que llegó a Parán hace más de cien años portaba la mutación. Se llamaba Dolores. Se casó con un hombre sano y tuvo cuatro hijas. Sus nietos fueron la primera generación afectada. Amador fue el primogénito. Ahora tiene 71 años y es el primer ciego de Parán.

“Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche”, se lee en Ensayo sobre la ceguera.

–Puro blanco veo. Día y noche veo blanco.

Amador usa un bastón que le llega casi al cuello. Él siembra, poda, fumiga. Palpa la hierba, la arranca, y algunas pocas veces se equivoca y saca un maíz. También sabe cuándo cosechar. Se apoya en el bastón, las manos en cruz una sobre otra, y dice:

–El melocotón huele cuando está maduro. Cuando florece es un olor bonito.

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Martina Bastos

A veces la noche lo sorprende entre sus plantas. Amador no la ve, pero la adivina “porque ya no cantan los pájaros”.

Vive, como todos, de la fruta sagrada.

El drama en Parán no es la ceguera, sino la falta de agua. No hay desagüe ni riego tecnificado; el agua que captan de manantial les da justo para el melocotón. Planta por planta y bien contada, “a la voladita nomás”. Si se riega demasiado, la fruta crece pero sin gusto. Por eso, el melocotón de Parán es muy cotizado por su sabor y durabilidad.

Amador tiene cuatro hijas portadoras y sus nietos ya no ven al anochecer. No juegan canicas por la tarde: siempre pierden. Es viudo y pasa las tardes con su hermano Mauro: 53 años, nueve hijos. A los menores nunca les ha visto la cara. Algunas veces le pregunta a María a quién se parecen, otras solo pregunta si está bien peinado. María es su mujer y borda un mantel a la puerta de su casa. Su vestido mucho color, mucho volante, mucho vuelo. Y un sombrero de flores. María lleva la primavera en la cabeza.

Los hermanos sentados en un tronco conversan como ciegos de guión de Maeterlinck:

–Yo algunas veces sueño que veo.

–Yo, solo veo cuando sueño.

Ambos heredaron la misma enfermedad.

Y ambos, a la enfermedad, le olvidaron el nombre.

–¿Cómo dicen que se llama?

Retinitis pigmentosa.

El diagnóstico fue rotundo. La retinitis pigmentosa afecta en el mundo a una de cada cuatro mil personas. En Parán, la relación es de una por cada quince.

La ceguera avanza despacio.

La retina es como una diana circular: en los extremos están los bastones –qué ironía–, células que permiten distinguir la luz de la penumbra; en la parte interna se encuentran los conos, células que detectan los colores. La retinitis destruye ambos fotorreceptores. Empieza atacando los bastones y avanza progresivamente hacia el interior.

Aparece en la infancia (seis, siete años) con la pérdida de la visión nocturna. El siguiente paso es la visión en túnel: de manera gradual, el adulto va perdiendo visibilidad periférica (debe girar la cabeza para ver a su alrededor) hasta derivar en ceguera total en torno a los cincuenta años.

La causante es la mutación de un gen que está en el cromosoma X. Por eso, la enfermedad salta de abuelos a nietos varones a través de hijas aparentemente sanas.

Las portadoras son mujeres (XX) que tienen un cromosoma bueno y otro dañado. El hombre (XY) tiene un único cromosoma X. Si hereda de su madre el bueno, tendrá una visión normal, y si hereda el dañado, se quedará ciego: una ruleta rusa de dos tiros, una moneda a cara o cruz.

En las mujeres, sin embargo, un cromosoma sano inactiva el afectado por compensación genética. En las células femeninas, uno de los cromosomas X siempre se encuentra inactivo, y aunque esa inactivación se supone que es al azar, la naturaleza suele descartar el defectuoso. Así, una mujer solo desarrollaría la enfermedad si sus dos cromosomas X estuvieran dañados.

Para estudiar su origen y evolución, el doctor Valverde tenía que encontrar un genetista. Genetistas, de dónde saco yo un genetista, se preguntaba. Y sucedió algo curioso.

–Mi hijo estudia medicina en la Universidad San Martín, y le veo un encarte que dice: “Centro de Genética y Biología Molecular” (cgbm), el nombre de un doctor y un teléfono.

Y lo llamó, sin imaginar que estaba contactando a un experto en el tema.

–Doctor Fujita, soy Marco Valverde. Hemos descubierto una población afectada de retinitis pigmentosa y quisiéramos saber si usted podría colaborar con nosotros en los estudios genéticos. Todo lo estamos haciendo de forma voluntaria, doctor, porque no tenemos fondos más allá de la alimentación, el transporte y el hospedaje.

El doctor no solo acepta, sino que le envía un correo donde señala los cinco estudios de retinitis pigmentosa ligada al cromosoma X que él mismo había realizado en la Universidad de Michigan. Había hecho un posdoctorado sobre ella y ahora, veinte años después, encontraba esa enfermedad en su país.

El doctor Ricardo Fujita y su equipo del cgbm reconstruyeron el árbol genealógico de las familias de Parán. En sus laboratorios de la capital peruana, Verónica Mendoza, una jovencísima ingeniera biotecnóloga, desdobla sobre la mesa casi dos metros de documento. Una ristra de folios ensamblados a mano que contienen el esquema de las familias, el heredograma. Para elaborarlo, el equipo entrevistó a fondo a los habitantes de Parán, quienes pasaron de mesa en mesa durante dos días.

Las mesas eran tres.

En la primera, un grupo de oftalmólogos les medía la visión y hacía un primer diagnóstico. En la segunda, los genetistas recolectaban la información de aquellos que habían sido diagnosticados con retinitis: quién fue su abuela, su madre, quiénes son sus hermanos. Para el análisis de adn, además, tomaron muestras de sangre y de mucosa bucal. Al principio fue difícil obtener los datos porque mucha gente se resistía.

–Para muchos éramos los primeros médicos que habían visto en su vida –recuerda Verónica–. Fue muy chocante para ellos decirles “abre la boca”, decirles “te voy a sacar sangre”. Hay personas que no se dejan.

Por último, pasaban a la mesa del Cercil, Centro de Rehabilitación de Ciegos de Lima. El personal del Cercil les orientaba en su manejo diario y preparaba, sobre todo a los niños, para la ceguera que enfrentarían en algún momento.

Distribuidos entre Parán y anexos, el mapa genético reveló unos cincuenta afectados en diferentes fases. A la cabeza está Dolores Conchucos, casada con Enrique Pacheco y origen de la cadena de afectados. A partir de ahí, son cuatro o cinco los apellidos que se repiten. Cada nuevo afectado que se detecta se añade al pedigrí, cubierto de anotaciones a lápiz y puntos verdes y negros que Verónica ha ido pegando poco a poco. Los primeros marcan a los futuros ciegos, los segundos a las mujeres portadoras.

La situación geográfica provocó el efecto acumulador. Hasta el año 1984 Parán no tenía carretera. Hasta hace unos cinco años, casi nadie tenía auto. Su población nunca ha salido de allí. El aislamiento propició matrimonios consanguíneos y evitó la dispersión de una comunidad encapsulada.

La investigadora María Luisa Guevara es parte del equipo que realizó las pruebas de adn, y debido a la complicada geografía del Perú no descarta que existan otros rincones con afectados de los que no se tenga noticia.

–¿Pero tú has visto nuestra geografía? –y un sube y baja de su mano dibuja la irrupción abrupta de la cordillera andina–. Si naces ahí, ahí te quedas.

Cuando a Parán llegaron las cámaras de televisión por primera vez, los entrevistaron, los filmaron, les tomaron fotos. Después titularon: “Parán, un pueblo de ciegos”, “Parán, sentenciado a no ver más”. Y Parán se ofendió ante esa imagen manipulada de ceguera masiva.

La noche en que llamé a la puerta de Agapito Mateo –el pastor evangélico, 55 años– contestó su esposa. Nunca llegué a verlo. Solo escuché a la mujer a oscuras en el quicio de la puerta.

–Está descansando. Lleva todo el día trabajando y ahora descansa. Él trabaja como todos.

Su familia lo esconde como una forma de protección. No quieren que nadie le vuelva a tomar una foto, que nadie le vuelva a hacer una pregunta.

–Han venido muchos, muchos han venido, y han estado en mi chacra y han tomado fotos. Han dejado mal al pueblo. No querían venir a comprarnos fruta pensando que es un virus que contagia a la gente.

–Confíe en mí –le digo.

–¿Y yo por qué voy a confiar en usted? Yo solo confío en Dios.

Cerró la puerta. Y me fui a tientas por la calle negra.

Después supe que Agapito empezó a perder la vista a los ocho años. Que de su madre heredó la ceguera y una parcela de aguacates que mantiene a la familia. Que da sermones con la mano en una Biblia que no puede leer. Que es risueño y hablador. Que habla –dicen sus vecinos– como si hubiera ido a la universidad.

Para el doctor Valverde, la fe evangélica de la mayoría de la comunidad, el convencimiento de una vida diferente después de esta vida, quizás tenga algo que ver con esa manera de aceptar la enfermedad, con su resignación, su no quejarse.

Una mañana, los vecinos comían melocotones y se pisaban al hablar:

–No estamos todos ciegos. Eso es una difamación.

–Y todos trabajamos. Aquí no hay ningún ciego que mendigue.

–No han enseñado el hotel, ni una casa de ladrillo, ni una mata de melocotón. Han sacado moscas y chozas nomás.

Dicen que dicen.

–Dijeron que no teníamos ni bendición de Dios. ¿Qué persona puede vivir sin bendición de Dios?

Su orgullo. Tan humilde, tan herido.

–Han dicho que aquí no hay nada y aquí hay de todo.

Y me llenaron las manos de melocotones. Otra vez.

Borges, que llegó a decir que la ceguera puede ser un don, fue el más célebre paciente de retinitis pigmentosa. La definió así:

Vivo entre formas luminosas y vagas

que no son aún la tiniebla.

Esta penumbra es lenta y no duele;

fluye por un manso declive

y se parece a la eternidad.

Y dijo también: “Me duele una mujer en todo el cuerpo.”

–¿Nunca se casó, Lorenzo?

A ella la encontró allá. Cuando rondaba los veinte y aún veía de día. Cuando él dejó su pueblo y ella el suyo y fueron a conocerse allá.

–Allá tenía mi casa, mi chacra, allá vivimos juntos tres años.

Allá es Pucallpa, en la selva, donde Lorenzo compró un terreno, cultivó arroz, crio vacas y, entremedias, se enamoró.

–Muchísimo –dice–. Me quería, yo también a ella. Me comprendía, yo también a ella; nunca discutíamos. De noche yo ya no veía, pero ella me agarraba y decía “vamos a pasear”. Tenía una paciencia única.

Un día quisieron casarse. La llevó al pueblo para pedir consentimiento, pero las cosas no salieron bien.

–No fue así. No fue así. Pensé así pero no fue así.

Cuando supieron que sufría problemas de visión, sus suegros lo rechazaron. Los separaron. Otros tres años esperó “para que me perdonaran” –dice, y utiliza el verbo perdonar–. Pero nunca lo aceptaron: era “corto de vista”.

“Ya no será, ya no.” El nudo en la garganta.

–¿Y nunca volvió a Pucallpa?

–Dejé el terreno, la casa, las cosas; todo quedó allá. Ya no quise volver. No estaba ella. Y no volví más.

De esto hace ya 45 años. Y sin embargo.

–Estuve años en la tristeza, como si hubiera perdido algún miembro. A veces suceden cosas; cuando perdemos así, podemos tomar una decisión fatal. Pero menos mal que yo me he contenido. Poquito a poco, sufriendo, sufriendo, me fui olvidando.

Asiente con la cabeza como sabiéndose afortunado. Como el superviviente de un cataclismo que vive para contarlo. Para contárselo a una desconocida a la cual no puede ver pero que ha subido hasta su casa y “qué sacrificio, señorita, que haya usted llegado hasta aquí nomás para hablar conmigo”.

–El golpe nos enseña a vivir, señorita.

Se le quiebra la voz.

Desde entonces ha tenido sus novias, “pasajeras nomás”. Pero no ha vuelto a vivir con nadie. A Lorenzo le queda la memoria. La lucidez de un hombre que perdió la vista cuando ya había perdido lo más importante. Esa fue su verdadera pérdida. A su lado, la ceguera es sencillamente irrelevante.

De momento no tiene cura.

Aunque se han ensayado diferentes tratamientos, realmente no se cuenta con nada concreto. Hay mucha esperanza, pero también falsa información. El implante de chips se está trabajando en Francia y Alemania, y con células madre se está experimentando en Cuba. Inicialmente, se barajó la posibilidad de llevar a los pacientes a la isla para probar trasplantes de células madre. Sin embargo, la idea fue desechada porque ningún estudio había arrojado resultados contundentes.

–En Cuba hay mucho ruido, pero no hay un tratamiento efectivo –reconoce el doctor Valverde–. Nosotros como médicos nos basamos en evidencias; si no hay evidencias no podemos incentivar ilusiones de ningún tipo. Personalmente, creemos que la cura va a estar dada por la terapia génica, que es donde más hemos avanzado, sobre todo para este tipo de retinitis.

Y los avances son estos:

La Universidad de Pensilvania ha encontrado la terapia génica que cura, en perros, la retinitis pigmentosa ligada al cromosoma X. El doctor Valverde no podía creer la casualidad providencial:

–Nuestra campaña fue un 29 de enero y en febrero se publica el artículo, justo, sobre la misma retinitis que tiene Parán. Además, la semejanza entre el ojo canino y el ojo humano es muy alta.

El estudio, publicado en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences, demuestra que la terapia génica previene la enfermedad en un modelo experimental canino. Y el investigador Gustavo Aguirre, que además de profesor de genética y oftalmología fue veterinario, confirma que las enfermedades en la retina de los perros son casi iguales a las de los humanos.

Dentro del cromosoma X, hay tres posibles genes responsables de retinitis. Esta terapia encontró cura para el gen afectado más común: el gen 12. En el cgbm de Lima se centran ahora en esa búsqueda: identificar, mediante las pruebas de adn realizadas a la población, el gen que causa la enfermedad en Parán. Si el gen afectado fuese el mismo, habría motivos para ser optimistas.

La dupla Valverde-Fujita ya ha contactado a los investigadores norteamericanos, que están interesados en ir a Parán y pasar a la fase experimental en humanos. Ese es el sueño del doctor Fujita: exponer Parán al mundo científico, decir “aquí hay una comunidad grande que espera, que confía”.

–Si todo va bien, en unos cinco años deberíamos tener las vacunas génicas para este tipo de retinitis –continúa el doctor Valverde–. Como la enfermedad está en el adn, nosotros podemos saber ya qué niños van a tener el mal y qué niñas van a ser las portadoras.

En un futuro, se harían pruebas genéticas a los hijos de madres portadoras, y de resultar afectados, serían vacunados inmediatamente, de ser posible antes de manifestar los primeros síntomas. La vacuna frena la enfermedad e impide el avance. La mutación no desaparece, pero puede ser bloqueada.

Por el momento, lo único que los médicos pueden ofrecer a los habitantes de Parán es el diagnóstico, confirmarles la enfermedad y brindarles, sobre todo a ellas, consejería genética. Con el Ministerio de Educación, se planean acciones simples pero concretas: pintar de blanco las aulas oscuras, mejorar la iluminación o apoyarles con útiles escolares. También optómetras les han entregado lentes personalizadas. Y es que hay otro componente asociado a la ceguera que es la pobreza.

Ignacio es el menor de los cuatro hermanos ciegos, tiene cincuenta años. Es también el más frágil. Su hija Urbana es una de las escasas mujeres que padecerá la enfermedad. La esposa de Ignacio también llevaba el gen y falleció al parir a su quinto hijo. Urbana acompaña a su padre hasta su chacra, lo deja trabajando y luego lo recoge. Todavía no se atreve solo.

En Parán, la riqueza se mide en parcelas de cultivo. Algunos tienen tres o cuatro mil plantas. Las familias de los ciegos son, precisamente, los últimos de la fila. Ignacio cosecha veinte plantas de melocotón y tres de aguacate. Es todo lo que tiene. El doctor Valverde ha calculado que su ingreso familiar no alcanza los 2 mil soles anuales, unos 700 dólares.

Y explica:

–Mientras esté en fase de investigación, una terapia no cuesta dinero. Pero una vez probada, ¿te imaginas cuánto costará una vacuna? Yo calculo unos 10 mil dólares. Y eso, ¿quién lo podrá pagar?

Parán podría ser el lugar donde se prueben los medicamentos. Una esperanza tangible para las futuras generaciones.

Demócrito se arrancó los ojos para entender el mundo. El ciego de Puiseaux distinguía una calle de un callejón sin salida y Mélanie de Salignac, el canto de las voces morenas y el de las voces rubias. La tradición imagina a Homero como el poeta ciego que escribió la Odisea.

Sophie Calle preguntó a ciegos de nacimiento qué era para ellos la belleza. El primero respondió: “La belleza es el mar hasta perderse de vista.” Y siguieron otros: una colina en la que se pisan flores, los peces silenciosos de una pecera, Alain Delon. Un niño dijo: “Lo verde es bonito, porque cada vez que algo me gusta, me dicen que es verde.”

–¿Cuándo volverá, señorita?

Lorenzo expresa en los ojos casi una disculpa:

–Cuando vuelva ya tendré algo pa’ que lleve, alguito como fruta.

Y mira al valle como si lo viera.

La cosecha acaba de comenzar. ~

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