Fotografía: Marcos Adandía

La maravillosa vida breve de Marcos Abraham

Marcos Abraham viajó de polizón en un buque griego con el afán de llegar a Estados Unidos. Pasó diecisiete días sin comida ni bebida y arribó, sin saberlo, a Argentina, donde se volvió noticia. No fue el primero ni el último de sus intentos por escapar de República Dominicana. Este reportaje ahonda en la migración caribeña, una tragedia de la que sabemos poco.
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Conocí a Marcos Abraham Villavicencio en el año 2006. En ese entonces él había aparecido en los diarios de Argentina, mi país, por haber vivido una epopeya. Con apenas diecisiete años, el muchacho –dominicano– se había metido de polizón en un barco en el que había resistido dos semanas sin comer ni beber agua. Él quería llegar a Estados Unidos, ubicado a pocos días de viaje desde su ciudad; pero el cálculo le había salido mal y había terminado en un puerto de Ensenada, una localidad pequeña y deslucida de la provincia de Buenos Aires.

El día de su llegada Abraham fue internado por desnutrición en un hospital local. Ahí lo vi por primera vez. Estaba escuálido y una cánula con suero le colgaba del brazo derecho. A su alrededor, entre tanto, no paraba de entrar y salir gente: Abraham era polizón, pero a esa altura del partido principalmente era noticia.

–Yo quería ir a Nueva York –explicó aquel primer día. Abraham tenía el cráneo romo y un par de ojeras inmensas, pero sobre todo tenía una historia. Una vida dura y maravillosa que yo iría conociendo a lo largo de los meses, durante un reportaje para la revista Rolling Stone que nos ubicó a los dos en esa relación ambigua que se da entre periodistas y entrevistados cuando ocurre un trato prolongado: no éramos amigos, pero cada vez nos conocíamos mejor.

Así fue pasando el tiempo –nos veíamos, hablábamos– hasta que en cierto momento el gobierno se pronunció sobre su caso, le negaron el asilo en Argentina y Abraham tuvo que volver a su país. El día de su partida fui a despedirlo al aeropuerto: su rostro perdido, flotante –estaba tomando pastillas– es lo único que recuerdo de aquel último encuentro. Después lo llamé a la isla un puñado de veces, mas después llegó el silencio, y los años corrieron hasta que unos días atrás, curiosa o aburrida, busqué su nombre en internet y leí, en una noticia breve en un periódico pequeño de San Pedro de Macorís, su ciudad, que Marcos Abraham Villavicencio había sido asesinado a la salida de un bar.

Sentí estupor y tristeza, pero sobre todo sentí una urgencia inexplicable. El muchacho había sido para mí el rostro de un éxodo que en el Caribe llevaba varias décadas y que presentaba al sueño americano en su versión más pura y atroz. ¿Qué había pasado con él? Preguntarme por su muerte era el paso previo a preguntarme por su existencia. Así que hice unos llamados, saqué un pasaje, metí una revista Rolling Stone en la maleta, y aquí estoy: es febrero de 2014 y en unos minutos viajo a la isla. Abraham –o su familia– está esperando.

República Dominicana es una isla del Caribe. Hacia el oeste comparte tierra con Haití, pero el resto de los puntos cardinales está lleno de agua y promesas. Puerto Rico está a 135 kilómetros, cruzando el Canal de la Mona, el estrecho tormentoso en el que se unen las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico. Y Estados Unidos está a unos quinientos kilómetros: una distancia que, sumada a la pequeñez económica de República Dominicana –y de muchos otros países de la región–, no hace más que multiplicar los sueños de salvación.

Los registros oficiales aseguran que el 10% de la población dominicana vive fuera del país, y los académicos encargados de analizar estos datos aseguran a su vez que ese modelo migratorio no es el único en la zona. Más adelante, en Santo Domingo, la capital de República Dominicana, el sociólogo Wilfredo Lozano, director del Centro de Investigaciones y Estudios Sociales de la Universidad Iberoamericana, explicará todo este esquema –que es complejo– de una manera muy simple. Y dirá que toda el área del Caribe está signada por la transnacionalización, esto es: por un modo de abolir fronteras que está dado por el tráfico de gente y que, más allá de su legalidad, funciona con eficacia desde hace décadas. Cuba, por caso, tiene casi un 10% de su población en el exterior; Puerto Rico tiene más personas afuera (unos 5 millones) que adentro (3 millones 700 mil); Haití tiene emigrada tanto a su élite –que va a Francia o a Canadá– como a sus bases, que van a la Florida; y Jamaica repite el mismo esquema de Haití ya que las clases acomodadas van a Londres y las bajas, a Miami.

En cuanto a los dominicanos, se integraron fuertemente a este modelo tras la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien impuso su ley entre los años 1930 y 1961 y dejó tras de sí un país económica y socialmente diezmado. En la segunda mitad del siglo XX, hartos de la inflación y de los apagones energéticos de hasta veinte horas, varios millones de dominicanos buscaron suerte en otra parte y a cualquier precio: en su intento por irse, fueron y siguen siendo muchos los que mueren en tránsito. Algunos se lanzan en embarcaciones que no suelen resistir la fuerza del Canal de la Mona, y terminan entre tiburones. Otros se cuelan en el tren de aterrizaje de los aviones y mueren congelados o al aterrizar. Otros viajan hasta Honduras y de ahí intentan cruzar la frontera con Estados Unidos, aun a riesgo de ser encontrados y fusilados por los soldados. Y otros, como Abraham, se hacen polizones, equivocan el curso del barco y quedan expuestos a una muerte por hambre.

Abraham, de hecho, no había viajado solo aquella vez en la que llegó a Argentina. Lo había hecho junto a Andrés Toviejo, un amigo que no sobrevivió. Abraham contó la historia de ese viaje en el hospital de Ensenada en el que nos vimos por primera vez. Dijo que en la madrugada del 16 de junio de 2006, tanto él como Toviejo habían llegado a nado hasta el buque griego Kastelorizo –un petrolero que había atracado en el puerto de San Pedro de Macorís– convencidos de que el destino de ese barco era Estados Unidos. Pero el cálculo falló. Al cuarto día sin ver la tierra, Abraham y Toviejo empezaron a preocuparse. Hasta que, sin bebida y sin comida, Toviejo se desesperó y tomó agua del Atlántico. Esa fue su cruz. Horas más tarde, el muchacho empezó a vomitar y a perder líquido y fuerzas, y en algún momento no queda claro si resbaló o si se rindió: lo cierto es que Toviejo se fue al agua, donde estaba la hélice. Y que su cuerpo se hundió en un reverbero de burbujas encendidas de sangre.

Pero Abraham sobrevivió. Y dos semanas después llegó a La Plata, y allí se dio la secuencia de la que yo estaba al tanto: primero lo trasladaron al hospital; después llegaron los diarios; pronto su historia conmovió al país; luego apareció la familia, desde República Dominicana, diciendo “Dios te guarde la vida, Abraham”; semanas más tarde una mujer argentina se ofreció a adoptarlo; en algún momento Abraham se animó a hablar del futuro (“Quiero quedarme en La Plata”, “Me gustan los motores de auto: quiero ser mecánico en La Plata”) y finalmente la historia, como tantas otras, dejó de servir a los medios y pasó al olvido.

La segunda vez que vi a Abraham fue en un hospital psiquiátrico.

–Esta es su casa, amén. Abraham nos contó cómo lo trataron allá en Argentina; él la pasó muy bien pero también muy mal… metido en un lugar de locos malos pero también con gente buena como usted, entonces para nosotros usted es de la familia –dice Bienvenido Santos, el padre de Abraham, mientras me abraza con entusiasmo. Hace tres horas que llegué a República Dominicana y hace minutos que llegué a San Pedro de Macorís, la ciudad en la que nació y creció (y de la que escapó y a la que volvió) Marcos Abraham Villavicencio.

San Pedro de Macorís es una urbe ubicada en la costa sudeste de República Dominicana que a principios del siglo XX fue un importante puente económico para la isla y que en los últimos diez años se desplomó cuando la industria azucarera, uno de sus principales recursos, pasó a capitales extranjeros y dejó a media ciudad sin trabajo. En muy poco tiempo el índice de desocupación de San Pedro trepó al 30%, un número que, sumado a la cercanía geográfica con Estados Unidos, no hizo más que multiplicar los sueños de salvación. Buena parte de la población de San Pedro fantasea con cruzar el agua y cambiar de vida. Y todos hacen el intento una, dos, o tantas veces como haga falta. En el caso de Abraham, entre los trece y los diecisiete años trató de irse en once oportunidades. Pero la experiencia con la última, en Argentina, donde terminó en un hospital psiquiátrico, lo disuadió de seguir insistiendo.

No queda claro por qué razones el muchacho acabó en un loquero. Sí se sabe que el gobierno argentino le había negado el asilo porque no era perseguido por motivos de raza, religión, opinión política, nacionalidad o pertenencia a determinado grupo social. Y que de ahí en más, mientras se resolvía su repatriación, Abraham cayó en un limbo burocrático. Ya no dormía en el hospital sino en un hogar para niños de la calle, y algún día, aburrido de hacer nada, pidió permiso para pasear por La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, y se perdió. Lo que ocurrió después es un misterio: según la policía, Abraham se desorganizó y tuvo un brote psicótico. Según Abraham, él se desorientó, fue visto por la policía, lo molieron a golpes por ser negro y extranjero, y en el acta se fraguó un brote psicótico para justificar la golpiza. En cualquier caso, Abraham fue derivado al hospital Alejandro Korn, más conocido como “el Melchor Romero”: uno de los psiquiátricos más lesivos que hay en Argentina.

La segunda vez que vi a Abraham, él estaba sentado en un banco desconchado, en un pasillo revestido de azulejos pálidos y cortinas viejas pero sobre todo sucias, en el pabellón de Enfermos Agudos, en el fondo de esa inmensa nave de locos que es el Melchor Romero. Era mediados de agosto. Hacía ya más de un mes que Abraham estaba allí, y aunque los médicos le habían dado el alta él no tenía adónde ir. Abraham estaba serio, o mejor dicho: drogado. Su hablar era lento y pastoso y su voz colgaba como esos jarabes que no terminan nunca de caer.

–Cuando llegó de Argentina estaba gordo fofo, una gordura de pastillas que no era su gordura natural… Él nos contó que estuvo en un lugar horrible. Un lugar donde caía granizo –dice Bienvenido ahora, mientras me hace pasar a la casa. ¿Granizo? Hago memoria y es cierto: en aquellos días de 2006 cayeron piedras en Buenos Aires, y todos padecimos aquel episodio pero Abraham directamente lo vivió como algo sobrenatural. Los polizones, dirá Wilfredo Lozano cuando lo vea en Santo Domingo, no suelen evaluar el factor climático de los lugares a los que viajan. Aún cuando esa circunstancia, más que la económica, es la que muchas veces los angustia y los hace sentir lejos de casa.

El hogar en el que creció Abraham es sencillo. Está ubicado en el México, un barrio de clase baja y calles angostas, y fue levantado sobre un terreno comprado –lo sabré después– por un miembro de la familia que logró llegar a Estados Unidos y que manda un dinero mensual para mantener al clan. Bienvenido construyó todo esto con sus propias manos; es carpintero y albañil, y enseñó el oficio a sus hijos. Abraham lo ayudaba desde los once años, y con el poco dinero que ganaba se compró un planisferio y se pagó un curso de inglés. Para ese entonces él ya quería ir a Nueva York y pasaba tardes enteras en el puerto de San Pedro a la espera de un golpe de gracia. La oportunidad llegó a los trece años. En 1999 logró subirse a un petrolero que, contra todo pronóstico, no lo dejó en Estados Unidos ni en Europa, sino en Jamaica, donde pronto fue descubierto y deportado. Su regreso a República Dominicana hizo un gran ruido mediático: al llegar lo esperaban las cámaras de Primer Impacto, un famoso noticiero sensacionalista que se refería a Abraham como “el Menor” –un apodo que le quedaría para siempre– y en el que Abraham apareció diciendo que se había fugado porque su familia era pobre y quería juntar dinero para ayudar a su madre: un relato épico que conmovió al país y que era estrictamente cierto. Tan cierto que seis meses después el chico se volvió a escapar.

De eso me habló Abraham las veces en las que nos vimos: de los infinitos viajes que hizo como polizón.

–El segundo viaje fue para Venezuela –contó en el Melchor Romero–. Ahí el barco fondeó muy lejos de tierra y me tuve que tirar al nado… y entonces me vio una lancha y me vio una mujer. Una mujer que me quiso adoptar.

–¿Y entonces?

–Y no. Yo le dije que no… porque no me quería quedar porque… Yo quería irme para Estados Unidos. Y eso era Venezuela. Y no quería estar en Venezuela. Es un país malo.

–¿Malo en qué sentido? ¿Te trataron mal?

–No, no. Venezuela tiene la economía baja.

–Y tú quieres un país pujante.

–Con una economía buena, sí.

–Y tú siempre piensas que estás yendo a Estados Unidos.

–Claro. Yo siempre voy para América.

Más tarde, luego de ser devuelto de Jamaica, de Trinidad y Tobago y de Haití, Abraham llegó, finalmente, a Estados Unidos. El barco había fondeado a quinientos metros de la tierra pero alguien lo vio segundos antes de que Abraham diera el salto hacia el agua. Lo encerraron en un camarote y lo único que supo, horas más tarde, era que había estado a quinientos metros de Miami o Nueva Orleans, aunque qué más da: para cuando se enteró de que finalmente había llegado a América, Abraham ya estaba en Haití.

–Trato de ir muy escondido, pero igual me ven… La segunda vez que llegué a Estados Unidos me denunció un remolcador. Y ahí me llevaron por tierra, esposado de pie y de mano: primero pasé por Nueva Orleán, después por Luisana, después por Miami.

–¿Qué te pareció Estados Unidos desde el auto?

–Liiindo. Graaande. Ese era el lugar en el que quería quedarme, sí… Conozco gente que ha escapado a la Florida y ahora está muy mejor.

El sueño americano terminó en la embajada de República Dominicana, donde se hicieron los trámites para que Abraham fuera, una vez más, devuelto a su país. En ese momento tenía dieciséis años. Y un resto físico y mental para seguir insistiendo. Meses más tarde, en 2005, volvió a meterse junto a dos amigos más en la grúa de un azucarero filipino. Creía que iba a Estados Unidos, pero el barco se dirigía a Holanda. Al cuarto día de viaje, cuando estaban en altamar, un filipino los descubrió y los subió a patadas a la popa. Los ataron de pies y manos, los molieron a golpes y los tiraron por la borda. Abraham fue el único sobreviviente: un barco ruso lo vio flotando y lo rescató tres días después. Desde entonces, la familia de Abraham intenta –sin suerte– llevar adelante un juicio contra los dueños del buque.

–Nosotros teníamos un abogado pero los del barco le pagaron un soborno y se cerró la causa –dice Bienvenido Santos. Está sentado en la sala de su casa: un espacio pequeño en el que hay un sillón, un par de sillas, un televisor inmenso y algún cuadro. Y gente. Aquí, me entero, viven once personas, aunque siempre parece que son más. El primero en acercarse fue Bienvenido pero ahora llega Dainés Santos Mota, la prima favorita de Abraham: una muchacha bella, joven y de ojos enormes que me acerca un refresco y se acomoda a mi lado.

–Pregunta tú –dice con delicadeza. Se hace un silencio. Todos tomamos aire. Se supone que ahora empieza una entrevista formal.

–¿Qué pasó con Abraham? –pregunto entonces.

Bienvenido mira a Dainés.

–Ella estaba –dice.

Dainés empieza a hablar. Cuenta que era diciembre de 2012 y que estaban en la casa celebrando el cumpleaños de Ana –otra prima que vive aquí– y que después ella (Dainés) y Abraham salieron en moto, ya borrachos, a seguir bebiendo por el malecón. Eran las dos de la mañana y buscaban locales abiertos donde comprar cerveza con los cinco dólares que les quedaban. Finalmente encontraron un lugar lleno de gente. Aparcaron la moto, entraron, compraron, y al salir Abraham avanzó primero y pensó que Dainés le seguía los pasos. Pero no era así. La chica tuvo un altercado entre el tumulto. Un muchacho le dio un empujón, Dainés le gritó, y en cuestión de segundos se armó una de esas peleas que siempre comienzan por motivos estúpidos. Cuando llegó a la moto y giró sobre sí mismo, Abraham vio a su prima rodeada por quince varones.

–Con mi prima no, qué pasa con la muchacha –gritó mientras quitaba el seguro a la moto. Puso un caño debajo de su ropa para hacer creer que tenía un revólver.

–Qué te pasa, mamahuevo –respondió alguien.

–Cómo así, te quieres tú comer a la chica, ¿eh? –dijo Abraham y empezó a acercarse, y en un santiamén comenzó la golpiza. Dainés se zafó y trató de pegar, pero era inútil. Eran demasiados. En algún momento llegó alguien con un cuchillo e intentó darle a Dainés, pero la chica logró echarse a un costado y el daño le llegó a Abraham, que estaba detrás. Abraham se quedó de pie, inmóvil. La primera puñalada le había quitado un pedazo de oreja. Entonces se acercó otro muchacho.

–Coño, tú no eres un hombre –le dijo a su amigo–, así es que se le da un hombre –concluyó, y apuñaló el corazón de Abraham.

–Ahí Abraham se desplomó –dice ahora Dainés–. Y yo le dije hey, Abraham, y me le tiré encima y él estaba vivo, yo sentía su latido pero lo tenía muy desgarrado eso ahí… Él llegó muerto al hospital; en el camino yo le hablaba y él abría los ojos, pero llegó muerto.

Dainés llora. Bienvenido también. La angustia de ambos es fresca, como si no hubiera pasado el tiempo o como si el tiempo hubiera perdido su compostura. Alguien, entre tanto, vocifera en una habitación contigua, separada del cuarto central por una cortina que oficia de puerta. Se trata de Bernarda Santos, la madre de Bienvenido, la abuela de Abraham. Bienvenido se seca los ojos y se pone de pie para ver qué quiere su madre, y entonces corre la cortina y se ve esto: un cúmulo de huesos finos y postrados en una cama. Bernarda tiene 96 años, una voz grave y, pronto lo sabré, una incapacidad para quedarse en silencio.

Bernarda crió a Abraham, pero aún nadie se atrevió a decirle que el muchacho está muerto. Desde hace un año que todos en la familia le dicen que simplemente no está, o que está muy atareado: un argumento verosímil pues Abraham solía estar ocupado. Para el momento de su muerte, Abraham tenía veinticuatro años, había hecho varios cursos de cocina, tenía tres hijos pequeños –con dos mujeres distintas con las que no había llegado a convivir– y estaba incursionando en la música con un proyecto de reggaetón y dembow con el que había sacado dos discos y había llegado a tocar con el Lápiz Conciente, conocido por ser el padre del rap dominicano.

–Luego de Argentina él nunca más pensó en irse –dice Bienvenido–. Él entendió que hay que estudiar, que hay que echarse p’alante, que ninguno de mis hijos tiene que tener la vida dura que yo tuve. Yo me fui en yola cinco veces para Puerto Rico y las cinco me deportaron, y la mamá de Abraham también se fue en yola varias veces, y eran viajes muy duros, la mamá de Abraham, que vive lejos de aquí, quedó mal de la cabeza de tanto viaje y yo le contaba eso a Abraham para que él no repitiera lo mal hecho. Pero el sueño de él en un comienzo era irse. Todos queremos abrirnos la mente y progresar. Entonces cada vez que la viejita –dice Bienvenido señalando a Bernarda, al otro lado de la cortina–escuchaba que sonaba la bocina de un barco ella decía “ay, se nos va Abraham”.

Teté, hermana de Bienvenido, tía de Abraham, acerca unos plátanos fritos con salami. Mientras como, Bernarda sigue voceando y Bienvenido y Dainés vuelven a llorar. Afuera, a través de las rejas –todo el barrio tiene rejas– se ve a los niños saliendo de la escuela y se ve un tronco de árbol echado sobre la acera. A veces Abraham se sentaba allí a pensar. Bienvenido siempre lo recuerda así: cavilando, hablando poco, tejiendo la trama de una historia que a todos, en un principio, se les hacía insondable. Abraham nunca dijo que soñaba con irse. Pero se empezó a ausentar de la casa y un día su abuela Bernarda le encontró una mochila con chocolates y un ancla.

–Abraham quiere irse de polizón –le dijo Bernarda a Bienvenido. No fue una frase estridente: muchos en la familia se habían ido de una u otra forma. De ahí en más, cada vez que Abraham desaparecía lo buscaban en el muelle y en general lo encontraban charlando con empleados del puerto.

–Abraham, tú le estás preguntando mucho a la gente de barco –llegó a decirle Bienvenido. Pero Abraham no respondía: solo sonreía y con esa sonrisa clausuraba cualquier pregunta nueva. Hasta que a los trece años al fin llegó el día en el que Abraham faltó definitivamente de la casa para volver al tiempo convertido, ante los ojos del país entero, en “el Menor”.

–Él se iba con poca cosa –dice Bienvenido–. Se llevaba unos chocolatitos, agua, un ancla y la Biblia. Le voy a mostrar la Biblia.

Bienvenido se pone de pie y trae la Biblia de Abraham. Está marcada. “Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere”, dice el Santiago 3, 4 que está subrayado.

–Él era un chico muy lector. Venga que aquí están sus cosas –dice Bienvenido y me lleva a su habitación. El cuarto de Bienvenido tiene una gran cama sobre la que el hombre va poniendo libros y películas. Las películas son previsibles: hay de acción, de terror, una de vudú en Haití, alguna porno. Pero los libros, no: hay varios cuadernos de inglés y hay un ensayo titulado Marx y los historiadores: ante la hacienda y la plantación esclavistas.

–¿Y esto?

–Ah, es que Abraham era un chico muy especial. Hay mucho para charlar y para mostrarle… –Bienvenido sale de su habitación, se asoma a un patio, mira hacia arriba–. Nosotros arriba tenemos un cuarto, puede quedarse acá para tener más tiempo y conversar mejor.

–¿No duerme nadie ahí arriba? –pregunto.

–Solo duerme Teté cuando viene a visitarnos.

–Pero Teté ahora está aquí. Me sirvió los plátanos.

–Ah no, esta es una Teté. Pero luego tengo otra hermana, otra Teté, la que vive en Estados Unidos.

Bienvenido cuenta entonces la historia de la otra Teté. La síntesis es que se fue en barcaza cinco veces a Puerto Rico y que en el último viaje, hace ya veintiséis años, el mismo oficial que la había devuelto en su anterior intento se hizo el distraído y la dejó pasar. Hoy Teté tiene la ciudadanía americana y, al igual que cientos de miles de dominicanos que viven afuera, manda todos los meses un dinero con el que la familia entera puede resolver apuros básicos. Unos días después, en su oficina en la universidad, Wilfredo Lozano dirá que las remesas son, luego del turismo, la segunda fuente de ingresos de República Dominicana: todos los años por esa vía entran 3,500 millones de dólares al país. Una parte imperceptible de esa cifra sale del bolsillo de Teté, a quien todos llaman –para diferenciar de la otra Teté– “Teté la grande”.

Llego al día siguiente con un bolso. Me recibe Teté con un abrazo y me sienta frente al televisor.

–Mira tú el noticiero, ponte cómoda –dice. Luego me acerca una olla pequeña con arroz, pollo y habichuelas–. Come.

Como el guiso acompañada por los gritos de Bernarda. Al rato termino y Teté se sienta a mi lado.

–Ahora vamos a ver la novela –dice. Nadie aquí trabaja afuera de la casa. En todo San Pedro, y en buena parte del país, la gente vive del chiripeo (los trabajos eventuales), los empleos precarios en las zonas francas, el turismo y las remesas del extranjero. Así que, bueno, todos estamos aquí mirando la novela. Un rato después, cuando ya vi dos programas distintos, se escucha la voz de Bienvenido en la sala.

–Sierva.

Parece que me habla a mí. Doy la vuelta y veo a Bienvenido: está guapísimo. Se ha bañado. Lleva pantalones negros de vestir, zapatos lustrados, y una camisa blanca que contrasta con la piel morena. Bienvenido quiere llevarme a conocer el puerto de San Pedro, el lugar al que iba a buscar a su hijo cuando desaparecía. Le digo que sí. Subimos a un mototaxi y partimos. La ciudad pasa a una velocidad cansina que permite ver detalles. Ahí están los edificios antiguos y venidos a menos; ahí están los negocios oscuros como cuevas en las que los hombres sudan un oficio. Respiro hondo: me gusta el olor del salitre en la cara.

Unos minutos después estamos en el puerto. Hay guardias escoltando la entrada a los muelles, y de modo inesperado alguien nos pide una autorización que no tenemos. Aún no lo sabemos, pero lo cierto es que nunca podremos traspasar esta entrada. Días más tarde Teddy Heinsen, presidente de la Asociación de Navieros de la República Dominicana, dirá en Santo Domingo que han tenido que intensificar los controles portuarios luego de que Estados Unidos pusiera en una lista negra a los navíos salidos de la isla.

–A Estados Unidos no le interesa tanto el inmigrante ilegal como el miedo a que llegue gente con drogas o dinero para lavado o terroristas. En la Asociación llevamos invertidos 25 millones de dólares en personal portuario, escáneres, detectores de mentiras y cámaras infrarrojas para identificar polizones que se cuelan en los barcos. Gracias a eso pudimos salir de la lista negra. Los ilegales ahora se van en yolas, pero ya no tanto en barcos.

Impedidos de entrar, entonces, con Bienvenido bordeamos a pie toda la zona de aduanas y entramos a un callejón que desemboca en el mar. La vista es bella. Recorremos el malecón y se ve la bruma, la espuma, la costura del horizonte. Días atrás, por e-mail, el poeta dominicano Frank Báez me dijo algo hermoso: “Una cosa es un pueblo de montaña y otra cosa es esto. Aquí solo puedes ver el mar. Aquí el horizonte solo te dice vámonos.”

Pienso en eso mientras miro el puerto. Se ve un buque inmenso, amarrado, tranquilo.

–¿Cree que Abraham fue un muchacho feliz?

–Bueno… –Bienvenido vacila–. Él comenzó a vivir una vida no tan desesperante a lo último… Pero antes él estaba desesperado por conocer otro mundo y no estaba feliz porque a veces uno tiene un sueño en la vida, ¿y cuándo uno es feliz? Cuando realiza ese sueño que uno tanto anheló.

Nos quedamos en la costanera hasta que cae la noche y volvemos a la casa. Subo a mi cuarto para darme un baño. En eso estoy cuando alguien toca la puerta.

–Luego sube Natalie para dormir con usted –grita Teté.

Natalie es una de las hijas de Ana y es una de las nietas de Teté. Así son las cosas. Pienso en eso y escucho los gritos de Bernarda, y empiezo a notar que esta será una noche larga. Bajo para la cena. Teté me espera con una silla frente al televisor.

–Aquí no tenemos mesa, así que comemos solos –dice Teté y me extiende un plato de arroz con frijoles–. Siéntate a ver la novela.

La novela de la noche se llama Novio de alquiler.

Detrás de su cortina, sobre la cama, postrada, Bernarda vocifera sin respiro:

–¡teté teté teté, maría maría maría, dónde está maría!

–¡María está en su casa, mamá, deja la bulla!

Así veo la novela. Teté me mira.

–Usted sabe que Natalie solo duerme con Bernarda.

–¿Cómo?

–Que ella solo puede dormir si está en la cama con su abuela.

–¿Y por qué va a dormir conmigo?

–Para acompañarla a usted.

–Ah, pero no necesito compañía.

–¿Usted no tiene miedo de dormir sola?

Le digo que no. Le pregunto cómo hace la niña para dormir con esos gritos.

–Creció durmiendo con Bernarda –Teté se encoge de hombros–. Natalie es la única que no siente sus gritos.

Va llegando gente a la sala. Ahora están Ana, la hija de Teté; Ñoño, hijo de María y hermano de Dainés; Humberto, hijo ya no sé de quién, y en fin: todo empieza a parecerse a esos pasajes del Génesis donde los nombres de los padres y los hijos se suceden hasta que el lector pierde el conocimiento. Me estoy mareando. Solo veo que las mujeres son hembrones con el culo izado como una bandera; y que los varones tienen todos unos cuerpos titánicos. Muchos de ellos se pasean recién bañados y con la toalla envuelta a la cintura. En vez de enviarme a Natalie podrían subir a Humberto o a Ñoño, pienso. Pero me callo. Y al rato me voy a dormir.

Me despiertan los gallos y los gritos de Bernarda. En cierto momento junto fuerzas, bajo y tomo un café. Miro a Teté y está exhausta. Duerme en el cuarto contiguo al de Bernarda y desde hace años que no concilia el sueño de un modo decente. Le ofrezco ir a buscar a María para que la reemplace. Salgo. Camino por un callejón angosto que da algunas curvas hasta dejarme en la casa de María, que es también la de Dainés y la de Esmeliana, su niña.

La casa es un lugar muy limpio y prolijo, con cortinas de tul rosado y un retrato enmarcado con las fotos de dos de los tres hijos de Abraham. Sin embargo no es eso lo que llama la atención (la casa de Bienvenido también es limpia y prolija) sino el silencio. Aquí hay silencio.

–Abraham huyó de eso –dice Dainés–. A él no le gustaba toda esa bulla. Cuando se fue no dijo ni la dirección donde vivía. Recién al tiempo me llevó a mí a conocer y la llevó a mi mamá, que era como una madre para él.

La madre biológica de Abraham se llama Mireya y está en Bayaguana, una localidad ubicada en el norte de la isla. Abraham nunca vivió con ella. Apenas nació, Mireya se fue en yola a Puerto Rico y dejó a Abraham al cuidado de su abuela Bernarda. En Puerto Rico, Mireya conoció a un dominicano llamado Marco Villavicencio que ya tenía la ciudadanía portorriqueña. Se casó con él y lo convenció –con el apoyo de Bienvenido– de reconocer a Abraham y darle el apellido. Luego regresó, pero se fue a vivir a otra parte del país.

–A Abraham le iba a servir más tener el apellido de un hombre de allá, así algún día le iba a ser más fácil irse. Uno tiene que ser generoso, tiene que pensar en el hijo –dijo ayer Bienvenido, sentado en el malecón. Por esa razón Abraham no lleva el apellido Santos sino el Villavicencio. Por lo demás, Abraham nunca vivió con su madre y el rol materno siempre estuvo repartido entre Bernarda y María.

María ahora está mirando fotos de Abraham. Las trajo para mostrármelas. Las más antiguas lo muestran pequeño, flaquito, niño; parecido al chico que languidecía en el hospital de Ensenada. Las últimas, en cambio, lo muestran desafiante y robusto, dueño de todos los tics estéticos de un músico de reggaetón.

–Todos en San Pedro conocen a Abraham como “el Menor” –dice Bienvenido tras de mí, mientras mira el afiche. Acaba de entrar a la casa de María. Vino a buscarme para volver al puerto y ver si nos dejan entrar. Esta vez, dice Bienvenido, el salvoconducto es su abogado, un tal Fernando que a la vez es director de aduanas. Fernando es el encargado de llevar la causa contra el barco filipino que arrojó a Abraham al mar. Bienvenido cuenta la historia mientras vamos caminando hacia el puerto. Según dice, eran cuatro los polizones que estaban en el barco. A los tres primeros, los filipinos les pegaron con fierros y luego los tiraron desvanecidos al agua. Pero con Abraham pasó algo distinto.

–¿Este no es Abraham, el que nos hace los mandados allá en San Pedro? –dijo uno.

–Sí, hombre, no le pegues. Solo amárralo y tíralo al mar.

Así fue que Abraham fue arrojado en pleno océano y debió afanarse por sobrevivir. Años atrás, en el loquero, Abraham lo contó de esta forma:

–Creo que sobreviví porque todavía creo en Dios –dijo–. Muy difícil… muy difícil. Todo era mar, mar…

–¿Y cómo hiciste?

–Flotaba. Las amarras se aflojaron con el agua y yo me las quité, y luego flotaba. Y rezaba.

Hasta que por la mañana salió el sol y un barco ruso lo vio flotando. Así se salvó.

–Como los barcos con polizones deben pagar multas altas, muchas veces la tripulación mata a los muchachos que encuentran –dice ahora Bienvenido–. Eso no pasa siempre. Muchos barcos los entregan a la justicia, pero los filipinos tienen mala fama. Esa vez murieron todos menos mi hijo. Dios tenía grandes planes con Abraham.

Bienvenido avanza con paso resuelto. Arriba hay un sol furioso del que hay que cuidarse: Bienvenido se cubre con una Biblia.

–¿Si Dios tenía grandes planes, entonces por qué Abraham está muerto?

–Marcos Abraham nos dejó una historia, cumplió su función. Y ahí terminó su vida.

Bienvenido se detiene antes de llegar al puerto. Hace comentarios vacuos sobre los edificios de Aduanas –sobre la arquitectura– pero noto que está llorando.

–¿Qué función cree que cumplió Abraham?

–Amén… Nos dio a nosotros como una forma de superación, tú me entiendes. Que uno no debe quedarse “con estoy aquí”, y ya. Todavía uno está vivo, uno tiene que hacer lo que ustedes están haciendo: descubrir las cosas, luchar por esas cosas.

Bienvenido se seca la cara. En ese pañuelo hay sudor, hay lágrimas, hay más de una cosa. Luego llega al puerto y pide entrar, pero una vez más nos niegan el paso –el abogado Fernando aún no llegó a su trabajo– y debemos irnos. Bienvenido decide entonces dar una nueva vuelta por el pueblo. En el camino saluda personas y señala lugares: la maternidad donde nació Abraham, el restaurante donde comieron con Abraham, un cementerio.

–¿Aquí está enterrado Abraham? –pregunto.

–No, este es el cementerio de los ricos. Marcos está en Santa Fe, más lejos de aquí. Lo velamos en mi casa y luego los muchachos, los otros hijos míos, decidieron llevarlo con su música.

Santa Fe no queda lejos; son veinte minutos en moto y le pido a Bienvenido que vayamos hasta allá. Accede. Subimos a la moto de un muchacho llamado Robin y salimos de la ciudad en poco tiempo. Antes del mediodía estamos en el cementerio. Es un predio grande y descampado; una suerte de pueblo chico con cielo inmenso. Entramos en moto y andamos entre las tumbas hasta llegar a una zona de lápidas precarias y pastizales crecidos. Ahí bajamos. Bienvenido camina entre pequeñas cruces blancas y algunas florecillas silvestres. Voy detrás. En un montículo de cemento gris, sin nombre, sin flores, está enterrado Marcos Abraham Villavicencio. Apoyo una mano en el cemento. Hay un sol tremendo pero el cemento está frío. No practico ningún culto pero por algún motivo pido a Bienvenido que haga una oración. Él se arrodilla, baja la cabeza, cierra los ojos. Ora.

–Amén.

Terminado todo me persigno como si diera las gracias, y cuando me pongo de pie siento un puntazo hondo en un dedo. Grito. Algo grande me picó, pero levanto el pie y no veo nada.

–¿Fue una hormiga? –pregunto, mirándome el dedo.

–Fue una hormiga –opina Robin, que está con nosotros.

–Es Abraham –dice Bienvenido, y sonríe.

Entonces pienso en Abraham como una hormiga –una hormiga rabiosa– y entiendo que esa es una buena metáfora. Y sonrío también. ~

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(Buenos Aires, 1976) es editora de la revista Orsai. Ha publicado los libros de no ficción, Los imprudentes y Los otros, y sus crónicas aparecen en varias antologías del género.


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