Diáspora de doce puntas

Desde hace veinticinco años Cataluña acoge el éxodo de los cristianos egipcios, una comunidad que se remonta al siglo I de nuestra era y que posee lengua, cultura e historia propias. La siguiente es una visita a la cotidianidad de los coptos, sus tensiones con los musulmanes y su lucha por conservar su identidad en Occidente.
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Marcos tiene quince años, los ojos negros, rotundos, sin matices. Y esos azabaches llenos de misterio están fijos en la celebración. Sobre el labio superior una pelusa anuncia un bigote que no quiere disimular. En su comunidad muchos han lucido y lucen un bozo fino. Y él ya se siente un adulto. En la muñeca lleva tatuada la cruz de doce puntas que ha identificado a los de su Iglesia desde antes de la invasión musulmana. Cuando termine la misa de tres horas, Marcos, que tiene como primera lengua el catalán aprendido en el colegio y como segunda el árabe, explicará con pasión que los coptos son los verdaderos egipcios, que copto es una palabra griega, Aigyptos, que tradujo un vocablo de la época de los faraones. La liturgia, en su mayor parte cantada, se celebra en árabe, español y la vieja lengua. El copto es la última etapa del idioma de los antiguos egipcios. Primero se representó con la escritura jeroglífica, luego con la hierática y al final con la demótica. Marcos no la entiende: mira la traducción en una pantalla moderna.

Su padre le ha puesto el nombre de Marcos para que el primer patriarca lo proteja y para que, en el mundo difícil en que le ha tocado vivir, no pierda la fe. Cuando formaba parte de la minoría cristiana en Egipto, la vida era complicada para su familia. Sigue siéndolo ahora.

Detrás del cancel, el Abuna Rewis, un monje de cuarenta años que estudió ingeniería y que ha llegado hace unos meses a Cataluña, celebra de espaldas. La comunidad de coptos de Lleida es una de las que han tenido mayor crecimiento en España durante los últimos veinticinco años. Es difícil saber el número exacto de miembros porque ellos mismos se cuentan por familias y algunas están en situación irregular. Hay doscientas en toda España. Veinte en Lleida, cuarenta en el pueblo de Cervera, cuarenta y cinco en Barcelona, cinco en Tarragona, veinte en Madrid, veinte en Valencia. Y otras dispersas en diferentes localidades.

Marcos, su padre, su madre y su hermana están en la Rambla de Ferrán los días de fiesta. Desde la Rambla no se ve el agua tranquila del río Segre, ni las tracerías que hacen volar la piedra de la Catedral Vieja. Pero, en las horas tempranas del domingo, el musulmán de barba larga que se viste con el kameez pakistaní hasta las rodillas y se cubre la cabeza con el taqiyah del ritual, la familia rumana que sale de la misa ortodoxa y el catalán que desayuna fuera de casa, sienten todos el aliento húmedo del afluente del Ebro. Y todos saben que los vigilan, solitarias, la torre y las naves de Santa María la Antigua. Antes hubo allí una mezquita que fue construida sobre una iglesia visigoda para la cual se utilizaron piedras de un templo romano que se asentó sobre las devociones de los íberos de la Tarraconense. El mestizaje siempre regresa incluso a esta tierra obsesionada durante siglos con la limpieza de sangre.

En la Rambla de Ferrán, en el barrio de la estación, los plátanos tienen sus muñones tristes por una reciente poda. En la mañana de domingo la ciudad no ha acabado de desperezarse. Hay ese silencio de los días de fiesta que teme romper algo. Y las palabras en árabe, rumano y catalán salen bajito, suenan quedas, casi como un murmullo.

Junto a la parroquia de Nuestra Señora del Carmen un cartel oscuro anuncia la entrada al hogar parroquial. Un par de mendigos se han tomado el letrero al pie de la letra y han pasado la noche en el primer rellano. Descansan sobre el suelo de años de despechos. Las caras, curtidas por el aire de un mundo que los dejó de lado. Les acompaña una botella de vino a esas horas ya terciada. Sobre sus cabezas una indicación con los caracteres del alifato hace suponer que hay que seguir escaleras arriba.

Al llegar al cuarto piso y cruzar una puerta de madera desvencijada se atraviesan muchos siglos de historia. El padre Juan, el párroco de Nuestra Señora del Carmen, les ha prestado a sus amigos egipcios un local para las celebraciones. Y ellos lo han transformado en una kenisa, que es como los árabes cristianos conocen a sus iglesias. Con materiales pobres han reproducido símbolos del tiempo de los faraones y que recuerdan el encuentro entre lo mejor de la filosofía griega y el primer cristianismo. Dos filas de bancos –los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda– conducen hasta el cancel, al que algunos llaman iconostasio por lo mucho que se le parece. Pero el iconostasio es propio de los bizantinos y los egipcios nunca se llevaron bien con ellos, eran los imperiales, los fuertes. El muro es de contrachapado blanco. Muchos se han descalzado. Por la alfombra roja que cubre todo el suelo hay diseminadas zapatillas de deporte y calzado barato. Las ventanas están veladas. Parece buscarse un aire pesado a propósito.

Diáspora reciente

España no ha sido un destino habitual de la diáspora copta. Fouad y Barbara Ibrahim, autores de Integrating into a Multicultural Society: The Case of the Copts in the U.S. (2010), estiman que la población de coptos que ha emigrado a Estados Unidos es de un millón. En Egipto viven alrededor de diez millones. La cifra de los Ibrahim puede estar inflada. Otros cálculos realizados por la Universidad de Georgetown señalan que entre Estados Unidos, Canadá, Australia y Reino Unido (los cuatro países con más inmigrantes) el número asciende a 533.000. A diferencia de los armenios, los maronitas y los judíos, el exilio de coptos es muy reciente. “Los coptos emigran poco y no hay diáspora”, escribía Edward Wakin en A Lonely Minority. The Modern Story of Egypt’s Copts (1963).

Durante la segunda parte del régimen de Gamal Abdel Nasser, presidente de Egipto entre 1956 y 1970, el país experimentó un éxodo de cristianos de clase alta que se habían visto afectados por las medidas de nacionalización socialista y la supresión del pluralismo político. La llegada de Anwar el-Sadat, presidente entre 1970 y 1981, solo aceleró el proceso. Según Tewfik Aclimandos, investigador asociado a la cátedra de historia contemporánea del mundo árabe en el Collège de France, Sadat “quiso recobrar el Sinaí (en manos de Israel) y romper con Rusia. Para eso necesitaba a Arabia Saudí en el exterior y a los islamistas radicales en el interior”. Las víctimas fueron los cristianos. En 1972 se quemó la primera iglesia.

Los coptos ricos se instalaron en Chipre y los pobres, en gran medida, buscaron fortuna en Georgia. La estancia en Estados Unidos obligó a los inmigrantes a reformular su identidad. La U.S. Copts Association ha defendido, por ejemplo, que los cristianos egipcios son una nación porque tienen una cultura, una historia y un lenguaje propio. Las autoridades eclesiásticas que viven fuera de Egipto han recomendado a sus seguidores que si alguien pregunta por su raza respondan que son coptos y no árabes. Tampoco los coptos que se han quedado en su país aceptan definirse como árabes, pero rechazan el nacionalismo religioso, el panarabismo y el panislamismo. Defienden que su nación es Egipto. Youssef Sidhom, director del semanario Watani –que publican los cristianos de El Cairo–, explica que la identidad de la nación egipcia es “la acumulación del pasado de los faraones, de los griegos, de los primeros cristianos de Alejandría, de las invasiones árabes y de un largo etcétera”. No quieren saber nada de la identificación entre religión y nación.

Limpieza de sangre

El Abuna Rewis se pone ahora de frente para iniciar el largo rito de la comunión. Primero con pan, luego con el vino que bebe de una cuchara pequeña. Comulgan todos, hasta los niños de pecho. Las mujeres, cubiertas con un pañuelo blanco en la cabeza, lo hacen delante del cancel, los hombres dentro. Se reparte el pan bendito y luego, en el mismo local, se disfruta de una comida fraterna. Un grupo de mujeres se afana en la cocina y sobre dos mesas de formica van apareciendo bocadillos de mortadela, dulces industriales con mucho chocolate y ensalada de tomate. Luego llegarán las naranjas y el té verde. El almuerzo no tiene nada de ritual, muchos de los fieles sobreviven con los cuatrocientos euros de ayuda extraordinaria una vez que se ha agotado el subsidio de desempleo y con algunos trabajos ocasionales. No conviene desaprovechar una comida gratis. La iglesia es algo más que un lugar de culto, es el sitio al cual acudir para encontrar trabajo, para ser acogido cuando no se tiene techo, para aprender la tradición que se hereda de padres a hijos.

Y empieza la conversación. Los más activos, los jóvenes. Makrina tiene dieciséis años. Acaba de llegar de El Cairo con sus padres, solo lleva unos meses en Zaragoza. Ha madrugado para coger el tren de alta velocidad y llegar a misa. No habla todavía español y se acelera al contar su historia: “Todos en el colegio piensan que como eres egipcia eres musulmana, se lo tratas de explicar pero es difícil.” Miriam, de doce años, casi no guarda recuerdos de su vida en Egipto. Tiene unos ojos que sonríen con discreción y una belleza a la que se asoman recuerdos nilóticos. “Mis compañeros de colegio –cuenta– se enteraron de que era copta porque un día en el patio no me comí un bocadillo de chocolate. Nosotros tenemos muchos ayunos, no me acuerdo de todos. Más de cuarenta días en Navidad, más de cincuenta días antes de la Pascua, sin carne ni pescado y quince días antes de la Virgen de Agosto.” ¿Les resulta difícil seguir su religión en un país como España, donde hay mucha libertad? Miriam salta: “Aquí una niña como yo puede beber alcohol. Eso no es libertad. La libertad es respetar, ser abierto, ser independiente. No importa el sitio donde estés, Dios está en todas partes.” Sara, estudiante de farmacia, tercia: “El ambiente de Egipto para las mujeres es asfixiante, no puedes hablar tranquilamente con un hombre sin que piensen que estás haciendo algo malo. Aunque las mujeres cristianas somos más abiertas, también es difícil para nosotras. Aquí es otra cosa.” Una mujer a la que llamaré Fátima es marroquí, conversa del islam. Nació en una familia liberal y su vida ha estado marcada por la búsqueda. “En Marruecos mi familia no me ponía en problemas, era muy abierta. Leí mucho, me enamoré del que es mi marido y me convertí al cristianismo. No creas que la iglesia copta me la puso fácil, tuve que esperar cuatro años. Ahora estoy muy contenta. No pienso que mi libertad sea menor.” ¿Se casarían con un hombre que no fuera copto? “No, no están permitidos los matrimonios mixtos”, responden al unísono. Algunas quieren elegir por sí mismas, otras aceptan que sea el padre el que decida. Pero ninguna se muestra dispuesta a aceptar a un hombre que no sea de su religión.

“Primero Dios, luego la familia y después todo lo demás”, la frase se repite entre jóvenes y mayores. ¿Y el amor? “El amor viene más tarde, con el tiempo”, responden varias jóvenes. Sara prefiere casarse enamorada. La familia y la iglesia son dos ejes fundamentales de su vida. La familia está al servicio del pueblo, se forma para preservarlo. Los jóvenes que llevan un tiempo en España “bajan” a Egipto para buscar novia. El divorcio o la anulación del matrimonio solo se admite en casos muy excepcionales.

Los pioneros

Cervera, a sesenta kilómetros de Lleida, sigue siendo el pueblo en la colina, en el collado de las sabinas. Un testimonio en piedra de la Reconquista. La iglesia románica de Sant Pere el Gros, a las afueras, y el gótico de Santa María, en el centro, retratan el paso de esos siglos –que van del xii al xv– tan decisivos para la Corona de Aragón. Cervera amurallada, sede de las Cortes Catalanas, ciudad universitaria, fue el primer destino de Magdy –la voz suave, la barba de un par de días y la mirada dulce–. Magdy –uno de los padres fundadores– llegó hace veintitrés años y trabaja en las granjas de pollos. A primera hora de la tarde espera en casa la llamada de teléfono que le diga dónde son necesarios sus servicios. Recoge a su cuadrilla y hace dos o tres horas de viaje. Llega al caer el día, cuando las aves están más sosegadas. Las apila vivas en los contenedores de los camiones y después las lleva al matadero. Acostumbra terminar entre las tres y las cinco de la mañana.

El primer plan de Magdy era irse a Grecia con su hermano, pero no consiguió el visado para aquel país y sí para España. “Nosotros, cuando pensamos en viajar a Europa, nos vamos a la iglesia más cercana para preguntar si hay alguien del país de destino al que podamos pedir ayuda. Así lo hice. Quería marcharme porque quería vivir mejor. Esperé a terminar el servicio militar por si quería volver”, explica. Los tiempos en el Ejército no fueron fáciles, porque Magdy sentía que le exigían más que a sus compañeros. “No sé si porque era cristiano, no quería pensarlo, porque si lo piensas te pones nervioso.” No sabía nada de España. Buscó algún apoyo entre sus vecinos del barrio de Alejandría y alguien le dijo que un compañero de colegio se había instalado en un pueblo del norte. Consiguió su dirección, le escribió y su conocido le mandó una carta con las instrucciones para viajar desde Madrid a Cervera. Magdy, a pesar de no saber más que árabe, consiguió llegar sin dificultades. “Mi compañero de la infancia me acogió en su casa –recuerda–. Vivía con el primer grupo que había llegado al pueblo. Se había venido solo. Al principio todo era muy duro. No sabía nada del idioma. Me acompañaban para salir a la calle, escuchaba las noticias para intentar aprender. Pensé en regresar cuanto antes. Pero me dijeron que aguantara. Creía que si Dios me acompañaba no tenía nada que temer.” Perseveró y terminó por acostumbrarse al trabajo.

Pronto llegaron muchos más coptos. “A final de 1992 ya estábamos muy preocupados porque no teníamos iglesia. No podíamos vivir así. Muchos de los que llegaron esos años se marcharon porque no teníamos templo. Hablamos con el párroco y nos ofreció una iglesia, la de san Cristóbal. Sin embargo, los vecinos se opusieron porque pensaban que éramos moros.”

La comunidad de coptos recibió finalmente otra iglesia que permanecía cerrada tras haberse incendiado durante la Guerra Civil Española. Un fin de semana tras otro se dedicaron a limpiarla, a ponerle luz, a buscar bancos. Todos los que llegaban de Egipto traían algo para decorar la kenisa de san Moisés el Negro y san Barsum, que es como la bautizaron. La imagen de los dos santos coptos del siglo iv está estampada sobre la cortina central del cancel. En cuanto tuvo un trabajo estable, Magdy “bajó” a Egipto para casarse. Fue a buscar a Mariam, una compañera de juegos, a quien le preguntó si quería irse a vivir a España. Mariam tiene una licenciatura en administración de empresas. Intentó trabajar pero no lo ha conseguido debido a sus dificultades para hablar el catalán.

Tras la crisis de los noventa, una nueva regularización extraordinaria de inmigrantes, impulsada en 1996 por el entonces presidente del gobierno José María Aznar, provocó más arribos. La comunidad creció. “Estoy contento en España, ya es mi país –asegura Magdy–. No me gustaría volver a Egipto. Aunque aquí lo que me molesta es la falta de religiosidad. Siempre he dado gracias a Dios por lo que me ha permitido conseguir. Solo no podría haberlo hecho. Uno de mis jefes me dijo una vez que lo había obtenido por mí mismo, pero no es verdad. Ha sido un milagro.”

En un mundo LAICO

El Abuna Rewis es un hombre jovial. De su rostro apenas se distinguen los ojos –que destacan vivaces entre el kolonsowa, el gorro negro de los monjes– y la barba. El Abuna Rewis lleva en su nombre el del monasterio donde ha vivido más de veinte años: Abuna Rewis Anba Pola, Padre Rewis del monasterio de San Pablo, que se encuentra en medio del desierto, muy cerca del Mar Rojo. El monje que tiene a su cargo la comunidad de Cataluña me recibe en una terraza. La noche ya se ha venido encima y charlamos al aire libre, protegidos por un chamizo de cañas. Mientras conversamos van apareciendo hombres de mediana edad, algunos de los cuales se sientan con nosotros e intervienen en el diálogo. Otros presentan sus respetos al Abuna, no dicen nada y al rato se marchan.

El Abuna Rewis viste entero de negro, con sotana, fajín y cruz pectoral. Usa el hábito de Antonio, el fundador de la vida eremítica que se marchó al desierto y que recibió, según la tradición, su indumentaria de los ángeles. “Llevamos siempre el kolonsowa –explica–. Tiene trece cruces. Representan a los doce apóstoles, la decimotercera que está en la nuca es la que simboliza a Cristo. La tenemos ahí para que nos proteja los pensamientos. En medio tiene una raya blanca que recuerda el momento en el que el demonio intentó quitarle a Antonio su hábito y se lo rompió. Así recordamos aquel combate.”

El pastor de los coptos catalanes está convencido de que la modernidad no supone una amenaza para sus fieles. “No tenemos el problema de la secularización porque la gente de mi comunidad ha venido de Egipto y son árboles con buenas raíces.” ¿No tienen problemas como los católicos para transmitir su religión a las nuevas generaciones? “No los tenemos porque la familia protege la fe.” Las enseñanzas y cuidados de Abuna Rewis van más allá de lo religioso. Habla con unos y con otros constantemente para ofrecerles consejos. Está convencido de que un buen copto es un buen ciudadano. “Quiero ayudar a que los coptos sean buenos chicos, amen este país y lo sirvan, que sean gente que trabaje duro y sean sinceros”, explica. Los coptos han sido minoría desde la invasión musulmana en Egipto. Siempre han querido evitar el gueto, colaborar con el proyecto nacional. También ahora en España. Eso sí, aspiran a que su pertenencia a la ciudad común no esté en conflicto con su fuerte identidad.

Con los bizantinos tuvieron problemas y los conflictos fueron in crescendo. El dominio primero de los omeyas (siglos VII-VIII) y después de la dinastía fatimí (siglos X-XII) les dificultó la vida. Según la tradición islámica, Mahoma tenía como concubina a la copta Mayra, pero eso no evitó los abusos cometidos contra la comunidad. Ya desde el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah (985-1021) empezó la destrucción de iglesias, la prohibición de llevar ropa diferente y la imposición de un tributo especial, que luego sería la yizia. Cuando en la época de Saladino (1138-1193) llegaron los cruzados, los cristianos prefirieron ponerse del lado del califa para procurarse algún mérito que les permitiera sobrevivir. Y lo obtuvieron, como también lo consiguieron de los mamelucos (1250-1517). El sometimiento del imperio otomano en el xvi supuso la vuelta a la represión. El número de cristianos fue disminuyendo y en el sigloXVIII ya solo representaban el diez por ciento de la población. La emancipación copta se puso en marcha en el siglo XIX con la dinastía de Mehmet Alí. Tradicionalmente se ha explicado que el alzamiento antibritánico en 1919 y la creación del partido nacionalista Wafd, en el que fraternizan cristianos y musulmanes, es un momento dorado. Los derechos de la minoría fueron reconocidos; de hecho, en la Constitución de 1923 la nueva monarquía favoreció la convivencia. Sin embargo esta visión ha sido recientemente puesta en duda por Laure Guirguis (Les coptes d’Égypte, 2012), que señala cómo debajo de la concordia había mucha ambigüedad. Guirguis sostiene que la sociedad egipcia se ha construido sobre el principio de exclusión.

La discriminación del siglo XX es diferente a las anteriores porque es el resultado de un cambio en los modos de vida del islam egipcio y en unas instituciones que aplican una ideología de la identidad. Es el Estado el que en este caso rechaza al otro. ¿Han resuelto este problema los coptos que han emigrado?

En Las Mil y Una Noches

Las Mil y Una Noches es un híbrido entre bar español y pub sofisticado. Tiene estética de los años setenta. La luz es tenue y se filtra a través de unas pequeñas lámparas rojas que cuelgan del techo. Por eso todo parece algo irreal en el estrecho y largo local. Pegados a la pared, una fila de sofás, que imitan con éxito la piel negra, dan reposo a subsaharianos y magrebíes que siguen un partido de fútbol en dos grandes pantallas. Las cervezas se beben directamente de la botella. Y cuando acaba el espectáculo deportivo muchos se marchan de forma ordenada. A la entrada, bajo una pipa de agua que sirve de decoración, Friz descansa las dos manos en un cayado como si vigilara un gran rebaño. Tiene el gesto del hombre todavía trashumante, el de sus ancestros, da igual que sean nilóticos o cananeos. Con esa mirada hacia un horizonte, que en este caso es simbólico, y con las dos manos sobre el bastón, pastorea siglos. En cualquier momento puede aparecer la caravana de los hermanos de José en busca de la ayuda del faraón o algún funcionario de Tebas reclamando los impuestos de las reses. Friz fue campeón de lucha libre cuando era joven y ahora envejece al borde del tiempo en un país extraño cuyo idioma no entiende. Solo comprende el árabe, y si está escrito, porque se ha quedado casi sordo. Cumple con una norma que sería incomprensible en un café de El Cairo: de vez en vez sale a la calle a fumar un pitillo, como si quisiera dejar claro que está integrado. Sus hijos pusieron en marcha Las Mil y una Noches donde se bebe lo habitual y se come pizza. No les va mal.

A los clientes los atiende Tomás. Roza los cuarenta. Estudió derecho en Egipto pero se marchó. “En el carnet de identidad ponen tu religión y si estás estudiando y eres cristiano te bajan la nota. Si quieres ser funcionario tienes las cosas muy difíciles. Me fui porque no quería más presión por parte de los musulmanes.” Tomás interrumpe a menudo su relato para atender a la clientela. Le gusta hablar de política y recuerda que en Egipto durante los primeros años de la dictadura de Mubarak los coptos gozaron de cierta seguridad, aunque no de una libertad plena. A partir de 2003 el islamismo ganó base social y el rais dejó de ser una garantía contra la violencia sectaria. Tewfik Aclimandos ha confirmado que tras el 11 de septiembre el Estado empezó a mirar para otro lado: “Los enfrentamientos desde ese momento dejaron de ser el atributo de algunos fanáticos, ahora cualquier pelea entre vecinos puede descontrolarse y provocar altercados.”

Tomás vino buscando menos presión del islam pero se ha instalado en una de las zonas con más presencia musulmana de España. Según datos del Observatorio Andalusí de la ucide, en toda la provincia –con un censo total de algo más de 400.000 habitantes– viven casi 34.000 musulmanes. La presencia no ha estado exenta de polémicas. En 2011 se clausuró una mezquita, por exceso de aforo, en la que el polémico imán Houzim defendía un acercamiento a los independistas para conseguir la expansión del islamismo. En mayo de 2010 el Ayuntamiento de Lleida prohibió el uso del burka en los edificios públicos, pero el veto fue levantado por el Tribunal Supremo tres años más tarde. “En el bar hemos tenido problemas muchas veces porque hay musulmanes que vienen a insultarnos. Dicen que, como somos cristianos, somos españoles. Nos hemos visto obligados a llamar a la policía. En España no se sabe lo que piensan y lo que quieren los barbudos, pero nosotros sí porque entendemos su lengua”, dice Tomás. No compara a España con Egipto aunque de sus palabras se intuye que espera de las autoridades más inteligencia, más decisión para frenar la amenaza del extremismo que conoce bien.

Vuelve a ser domingo en la Rambla de Ferrán. Pero esta vez el Abuna no oficia misa, está en Barcelona. Toca escuela dominical. Dos grupos de niños separados por edades escuchan una catequesis en la que hay pocos conceptos abstractos y muchos relatos. “Un abuelo vivía con la familia de su hijo y como ya estaba muy mayor y era torpe –cuenta Magdy a diez niños casi preadolescentes– el abuelo rompió varias veces los platos a la hora del almuerzo. Lo pusieron a comer aparte y le hicieron un plato de madera. Estaba triste y solo. Un día el padre de la casa se encontró a su hijo tallando unas ramas y le preguntó sobre lo que estaba haciendo. ‘Preparo el plato de madera para cuando seáis mayores’, respondió. El padre, entristecido, reflexionó y volvió a sentar al abuelo en la mesa familiar.” Los discípulos de Magdy han entendido por qué es importante honrar a los padres. El cuento es parte de una tradición árabe antigua y así ha sido recogido por Hasan M. El-Shamy en Folk Traditions of the Arab World. A Guide to Motif Classification (1995). Pero también lo menciona Maxime Chevalier como cuento español del Siglo de Oro. Hay versiones en catalán, gallego, vasco y una que utilizaban los judíos de Tánger. El mestizaje, al menos el que se da entre historias parece inevitable, una ley de vida. La tutela de una ciudadanía con identidades diversas, por lo que dicen los coptos de Lleida, requiere sin embargo una clara decisión. ~

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Es periodista desde hace 25 años. Trabaja en prensa escrita, radio y televisión. Fue uno de los creadores de la cadena CNN+. Es autor de varios libros.


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