Fotografía: Raphael Alves

Brasil para no turistas

En la víspera de la Copa del Mundo, Brasil batalló para alejar a los cárteles de drogas de la vista de los turistas. Pero, al igual que México, la nación más grande de Latinoamérica tiene profundos problemas con la violencia, la pobreza y el crimen organizado, que son difíciles de esconder.  
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¡Cocaína!”, grita un adolescente flaco, parado sobre una mesa cubierta de bolsas de plástico transparente rellenas de dosis de polvo blanco y apiladas junto a etiquetas de precios en la sucia calle del barrio. Además de la cocaína, hay bolsas de mariguana comprimida y piedras de crack, que se venden a un flujo constante de clientes. A unos doce metros, un joven en motocicleta tiene un rifle AR-15 colgado en la espalda, y no hace el menor intento de ocultarlo. La policía solo viene a este barrio, conocido en Brasil como una favela, en convoyes armados, lo cual con regularidad les da tiempo a los traficantes para huir… o disparar.

Esta escena surrealista en la favela de Antares, en el límite de la expansión urbana de Río de Janeiro, es un lado de Brasil que el gobierno no quiere mostrar a los turistas cuando lleguen en masa para el Mundial. Desde 2008 (un año después de que la FIFA nombró a Brasil como sede) la policía en Río ha desplegado una ofensiva conocida como “pacificación”, en la que entra a las favelas en gran número, con el apoyo de tanques y helicópteros. Una vez adentro, los oficiales instalan unidades permanentes para demostrar que es el gobierno quien manda en esas áreas y no las bandas de narcotraficantes. La criminalidad flagrante descrita líneas arriba ha sido expulsada de las favelas cercanas al centro, como Pavão-Pavãozinho, la cual serpentea en las colinas de la ciudad, a tiro de piedra de la playa Copacabana, conocida por sus bañistas en tanga.

Pero los problemas de violencia, drogas y pobreza de Brasil son demasiado profundos como para esconderlos fácilmente. Las favelas, o barrios erigidos de manera ilegal, son el hogar de once millones de personas en Brasil, y de más de un millón en Río, la segunda ciudad más grande del país. Desde la década de los ochenta, grupos del crimen organizado como el Comando Rojo o Comando Vermelho han usado las favelas de Río para vender drogas y han librado una guerra con la policía que ha cobrado la vida de decenas de miles de personas. Cuando los oficiales asaltan una favela e instalan una Unidad de Policía Pacificadora (upp), los hombres armados pueden simplemente huir hacia otra, como Antares, donde yo observé a los narcotraficantes vender bolsas de cocaína como si fueran tortas.

Algunas favelas datan del siglo XIX y fueron fundadas por antiguos esclavos de ascendencia africana. (Brasil abolió la esclavitud en 1888, siendo uno de los últimos países en hacerlo.) Otras fueron fundadas en la década de 1970, cuando la población rural llegó a las ciudades en busca de una vida mejor. Antares es una de las comunidades más recientes y más pobres. A diferencia de las favelas más antiguas, que se asientan en las colinas de la ciudad, está situada en una tierra plana y árida cercana a una estación de trenes.

Antares es territorio del Comando Rojo. Su presencia es obvia apenas me acerco a la entrada en un auto, junto con un periodista estadounidense y un productor brasileño. Grupos de jóvenes resguardan todos los caminos de la favela hablando por radio. El control del comando, y la ausencia del Estado, es evidente.

Primero nos presentamos con el jefe de la asociación de residentes de Antares, para explicar que somos periodistas. A él no le preocupa que hayamos venido a documentar la descarada criminalidad de la zona, y le pide a un joven en un mototaxi que nos acompañe. Nuestro guía nos lleva directo a los puntos de venta de droga, conocidos como bocas. Es un nombre curioso, y me pregunto si se refiere a la boca que alimenta las necesidades de quienes consumen drogas o a la boca que alimenta a la favela con dinero.

Los traficantes mexicanos se convirtieron en millonarios gracias al contrabando a Estados Unidos, pero el comercio de drogas en Brasil se enfoca en el mercado local. La cocaína que llegó al país desde Europa encontró un río de consumidores entre sus doscientos millones de habitantes y Brasil es ahora el segundo mayor consumidor de cocaína en el mundo, después de Estados Unidos. Los brasileños fuman o aspiran más de noventa toneladas del polvo al año, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En sus intentos por convertirse en un país de primer mundo, Brasil se ha transformado en una nación de consumo, tanto de autos como de cocaína.

El Comando Rojo, la organización de narcotráfico más grande del país, tuvo en sus comienzos aspiraciones cuasi políticas y estuvo formada por reos de la prisión Ilha Grande bajo la dictadura militar. El régimen encarceló a prisioneros políticos de clase media con ladrones de bancos de las favelas, pensando que los rebeldes izquierdistas perderían sus convicciones a golpes. Pero lo que sucedió fue que los criminales del gueto absorbieron la retórica y las habilidades de los prisioneros políticos; así nació el Comando Rojo en 1980. El grupo se propagó de la cárcel a las favelas conforme los presos eran liberados y reclutó a miles de miembros. Tres decenios de venta de cocaína después, el comando tiene poca agenda política, pero algunos de sus miembros aún se ven a sí mismos como bandidos sociales.

En la boca, los productos del Comando Rojo son exhibidos en una mesa, con los precios: bolsas de cuatro, ocho y dieciséis dólares. Una línea de clientes entrega arrugados billetes de reales a cambio de dosis de crack, cocaína y mariguana. He visto cómo se vende la cocaína en Londres, Madrid y la ciudad de México, pero nunca tan abiertamente como aquí. Existen varias bocas alrededor de la favela y los traficantes suelen ofrecer sus productos a través de una cerca que da a la plataforma de la estación de tren, para que los ciudadanos de clase media puedan llegar por tren y comprar cocaína sin aventurarse dentro de la favela.

Un grupo de adolescentes emocionados gritan los precios y muestran las bolsas con hierba y polvo. Les explico que soy un periodista británico y un hombre adulto que está dirigiendo la tienda de drogas se presenta como Lucas. Me parece que los residentes de Río, conocidos como cariocas, se encuentran entre las personas más carismáticas y amigables del mundo, y los narcotraficantes no son la excepción. Le pregunto a Lucas sobre el Mundial y me dice que quiere mostrarme algo. Se aleja, y regresa con su celular, el cual tiene una foto de él con el brazo alrededor de uno de los jugadores de la selección nacional. “Es mi amigo, creció cerca de aquí”, me dice Lucas con orgullo.

Trabajar como narcotraficante

Lucas me dice que no quiere ser traficante. Siempre soñó con ser portero profesional, pero las circunstancias lo rezagaron. Me cuenta esto mientras tomamos refresco en vasos de plástico, en un bar cercano a la boca. Acaba de terminar un turno de veinticuatro horas supervisando el punto de venta y está exhausto.

“Este trabajo puede parecer fácil, pero es cansado y estresante. Trabajo veinticuatro horas y descanso veinticuatro horas. Tienes que permanecer alerta, siempre cuidando el dinero, cuidando las drogas, a los clientes, a los vendedores. Por eso me veo viejo. Solo tengo veintiocho pero parece que tengo más de treinta.”

No creo que Lucas se vea tan mal para su edad. Tiene una constitución atlética y facciones afiladas que reflejan la mezcla racial entre África, Europa y los pueblos indígenas de Brasil. Como muchos otros narcotraficantes, usa camisetas de diseñador, tenis y joyería ostentosa al estilo de los ochenta, incluyendo gruesas cadenas de oro, medallones y anillos.

Lucas nació en Antares y no tiene lazos con el exterior. Las favelas solían ser sitios a los que las personas llegaban en busca de algo mejor, pero ahora son lugares donde la gente vive y muere, muy a menudo, de forma violenta. Su padre trabajó un tiempo en los servicios públicos de agua potable, pero cuando el narcotráfico creció en los ochenta se involucró en la venta de drogas. Lucas es uno de los quince hijos que su padre tuvo con varias mujeres.

Desde que Lucas nació el Comando Rojo ha controlado Antares y desde que puede recordar la favela ha estado en guerra. Por un lado, lucha contra otra favela controlada por un grupo rival, Terceiro Comando. Por otro, pelea contra las milicias vigilantes, organizaciones de exoficiales de policía que han formado turbios grupos armados para combatir al narco. Pero las batallas más comunes son contra la policía que de modo habitual asalta la favela.

A pesar de los inmensos riesgos, Lucas se enlistó en el comando cuando tenía doce años. “En esa época quería fama. Nunca tenía miedo, los disparos no me asustaban. Amo la adrenalina.”

Lucas conoció el combate a los catorce, cuando narcotraficantes de Antares fueron llamados a apoyar al Comando Rojo, en otra favela, en su lucha contra el Terceiro Comando. Su primer trabajo fue entregar municiones a un compañero que usaba una ametralladora, pero cuando la batalla se alargó por días comenzó a pelear. “Me gané respeto por mi forma de luchar y me convertí en un soldado.”

Desde su sangrienta iniciación, Lucas ha estado en más batallas armadas de las que puede recordar. Describe con orgullo que usa un fusil automático para rociar de balas a la policía cuando entra a la favela. “La policía es mierda. Si dejas que la policía entre a tu casa, te mata. Matan a niños. Matan a cualquiera.” Esta fuerte postura contra la policía se ajusta a la retórica cuasi política del Comando Rojo. Se ven a ellos mismos como opositores de un sistema opresivo.

Esta violencia le ha dado a Brasil una cifra trágica de muertos. En 2012, el último año del que se tienen datos completos, más de 47,000 personas fueron asesinadas en el país. La tasa de homicidios por cada cien mil habitantes fue de 23.5, ligeramente arriba de la cifra mexicana de veintidós por cada cien mil.

Lucas usa a menudo un chaleco antibalas en los enfrentamientos armados, pero me muestra una herida de bala de cuando le dispararon en la pierna. A diferencia de muchos narcotraficantes, él no ha pasado tiempo en prisión, por lo que todavía tiene alguna esperanza de obtener un trabajo normal. Dejó el comando por varios años y pudo ganar algún dinero como portero para un equipo de segunda división. Pero sufrió algunas lesiones y luchó para mantenerse a flote. La gota que colmó el vaso fue una pelea con un jugador de un equipo rival, que pertenecía a una milicia vigilante. El hombre lo amenazó de muerte y Lucas regresó al Comando Rojo por protección.

En la boca, Lucas supervisa miles de dólares en ventas todos los días, pero solo gana un pequeño porcentaje. Dice que continúa traficando para mantener a su esposa y a su hija de seis años, pero está determinado a encontrar un trabajo formal. “Sé que puedo hacerlo. Si te quedas en el comando, las únicas dos opciones son acabar en la cárcel o en el cementerio.”

¿Un narcoestado alternativo?

Según Lucas, el Comando Rojo permite que sus miembros lo abandonen, siempre y cuando no deban dinero. También es menos abusivo que muchos cárteles en México, como los brutales Zetas. El Comando no extorsiona empresas ni secuestra personas; se limita a vender drogas.

Pero en definitiva comete asesinatos. Si un miembro del grupo roba dinero, el comando lo convierte en un ejemplo. Lucas describe cómo un amigo suyo, adicto al crack, robó dinero de un punto de venta. El comando le ordenó que devolviera el dinero, pero él no lo hizo. “Traté de ayudarlo pero no pude”, me dice Lucas. “Lo cubrieron con gasolina y lo quemaron vivo.”

El comando también castiga a quienes cometen “crímenes sociales” en la favela, como violación o robos. Si alguien es acusado de este tipo de acciones, la comunidad lo lleva con la cabeza del comando en la favela, quien decide si debe ser golpeado, exiliado o asesinado. Esta puede parecer una forma brutal y primitiva de justicia, pero para muchos en la favela es más efectiva que denunciar con la policía.

La práctica de este sistema alterno de justicia en las favelas de Río ha llevado a que algunos argumenten que los narcotraficantes son un Estado alterno. “El comando es un poder absoluto en esas comunidades”, dice André Fernandes, un periodista brasileño que encabeza una red de noticias sobre las favelas. “Ellos son los árbitros de la vida y la muerte. Ellos deciden todo.”

Por otro lado, el comando ofrece una suerte de beneficios sociales a los residentes. Si alguien necesita medicina puede llevar su receta médica a los narcotraficantes, quienes por lo general se hacen cargo de comprarla, dice Lucas. También pagaron por un rudimentario sistema de desagüe en Antares. “La ciudad no hace nada por nosotros. Así que lo hacemos nosotros mismos.”

El comando gana popularidad pagando por fiestas callejeras gratuitas, y regresamos a Antares una noche de viernes para ver una. Conocida como “baile funk”, la fiesta tiene lugar en una cuadra de tierra en el centro de la favela. Una enorme pila de bocinas, de diez metros de alto por veinte de ancho, emite música electrónica a todo volumen. Viejos y jóvenes mueven el cuerpo, y compran cervezas en una tienda o cocaína y mariguana en una boca cercana.

Los miembros del Comando Rojo cargan abiertamente sus rifles de asalto en la fiesta. Algunos están parados junto a la muchedumbre, mientras que otros están en el corazón de la pista, sujetando sus armas mientras se mueven al ritmo de la música. Comienza una canción cuya letra apoya a los narcotraficantes, la versión brasileña de un narcocorrido. Los hombres armados levantan sus rifles en el aire, gritando el coro: “Comando Rojo, Comando Rojo, Comando Rojo.”

Patrullando una zona de guerra

Para conocer el otro lado de la moneda, visito a la unidad élite de policía de Río, que irrumpe en favelas como Antares para arrestar, y con frecuencia disparar, a estos narcotraficantes. La Coordinación de Recursos Especiales (Coordenadoria de Recursos Especiais, core) es un poco como el equipo swat de Estados Unidos, pero ha visto mucha más acción. Su logotipo es una calavera atravesada por un cuchillo y sus oficiales tienen la complexión de luchadores, con marcados músculos. Están de verdad endurecidos por el combate. El comandante Rodrigo Oliveira tiene una bala incrustada en la parte trasera de la cabeza, producto de un operativo en la favela: “Se atascó en mi cabeza y los doctores no pudieron sacarla. Estuve en el hospital dos días y una semana después ya estaba en el trabajo”, me dice. “La razón es que si paras vas a tener miedo la próxima vez. No puedes parar.”

Hijo de un abogado fiscalista de Río, Oliveira dice que soñó con ser un policía desde la infancia. Sin embargo, primero se unió al ejército, donde pasó cuatro años. Por paradójico que parezca, no vio combate en el ejército, pero ha visto cientos, quizá miles, de tiroteos en sus dos décadas con la policía.

“Ya perdí la cuenta. Cada día que estamos en las favelas somos atacados. Ahora los del ejército vienen a entrenar con nosotros. En lugar de que la policía entrene con los militares, es al revés. En este momento tenemos a miembros de los Navy seals de Estados Unidos aprendiendo nuestras tácticas. Tenemos un laboratorio muy particular.”

Las fuerzas especiales de Estados Unidos están interesadas en los oficiales de policía de Río porque son algunos de los más experimentados en el mundo en cierto tipo de combate: pelear una guerra urbana en espacios muy reducidos. Las favelas tienen calles estrechas que obligan a la policía a abandonar sus vehículos y caminar, a veces en filas de uno tras otro. Las altas colinas también hacen que encontrarse con hombres armados en un terreno más alto sea un peligro constante.

Estas condiciones hacen riesgosa la labor de los policías: ciento veintiún oficiales fueron baleados en Río en los primeros meses de 2014, y treinta murieron. Aun así, defensores de los derechos humanos afirman que son ellos quienes disparan con demasiada facilidad. Según Amnistía Internacional, la policía de Brasil mata a un promedio de dos mil personas cada año bajo el supuesto de resistencia al arresto. Un oficial en Río fue detenido hace poco por una matanza extrajudicial, y salió a la luz que, desde el año 2000, había sido parte de incidentes donde murieron 62 civiles.

“Estamos en una guerra”, asegura Oliveira. “Los cárteles compiten en una carrera armamentista y traen armamento de guerra a la ciudad. La población queda en medio de este combate.”

La clave de la estrategia de la policía, dice Oliveira, es tratar de quitarles a los narcotraficantes sus armas. Muchas de ellas, explica, han sido robadas de los ejércitos de Bolivia y Paraguay, y han llegado a Brasil debido a la porosidad de sus fronteras. Los narcotraficantes también usan explosivos caseros que son peligrosamente impredecibles y que a menudo les vuelan los dedos o las extremidades a miembros de la unidad de bombas de la core. Aun así, Oliveira admite que las misiones para confiscar armas casi siempre acaban en tiroteos.

“Es una guerra que no terminará, porque los narcotraficantes están en medio de las comunidades.”

¿Favelas pacificadas?

El programa de pacificación fue diseñado para romper este bloqueo. En lugar de que la policía simplemente llegue a las favelas, pelee con los narcotraficantes y se vaya, los oficiales se quedan adentro, a fin de representar el brazo de la ley. Cuando la policía pacifica una favela, anuncia su llegada por radio y televisión, ofreciendo de manera deliberada la opción de fuga a los criminales. Después, los oficiales llegan con toda su fuerza, respaldados por soldados y el cuerpo de Marina, e instalan las unidades pacificadoras.

Voy a la favela Pavão-Pavãozinho para conocer la pacificación. El esquema ha evitado que los narcotraficantes caminen sin restricciones con rifles o vendan drogas como en Antares. La policía está ahí, viendo juegos de futbol, y da la impresión de que es un barrio urbano más normal, en un área que puede ser visitada a pie desde Copacabana. Lo más importante es que el nivel de homicidios en las favelas pacificadas ha disminuido un 65%, según el gobierno estatal de Río. Al mismo tiempo, algunas favelas pacificadas han perdido a sus habitantes originales con la llegada de bohemios extranjeros y nacionales que compraron propiedades en su interior o en los alrededores.

El comandante Oliveira acepta que este esquema tiene deficiencias. Aunque ha limpiado el centro para los turistas, la mayoría de las favelas de la creciente ciudad no han sido pacificadas. “Solo transfieres el problema de un área a otra. Si le digo a un criminal que voy a ir a su casa mañana, ¿se va a quedar ahí? Claro que no. Y eso es lo que ha pasado. Ahora el problema pasó del centro de la ciudad a la periferia.”

También hay tensión en los territorios pacificados, donde la policía ha sido acusada de asesinar a los mismos residentes a los que debería proteger. En abril, el conocido bailarín Douglas Rafael da Silva fue muerto a tiros en Pavão-Pavãozinho. A diferencia de otras víctimas en las favelas, Da Silva bailaba en un popular programa de televisión y su muerte provocó protestas que se convirtieron en disturbios.

Visito el punto en el que Da Silva fue asesinado. Le dispararon en el techo de un edificio y después cayó veinte metros hacia una guardería. La policía afirma que estaba respondiendo el ataque iniciado por narcotraficantes y que no sabe de dónde provino la bala que impactó en Da Silva. Pero los testigos con los que hablo aseguran que los oficiales les dispararon a jóvenes desarmados, porque estaban fumando mariguana, y le dieron al bailarín.

“La policía no está preparada para trabajar con esta comunidad”, afirma Paulo dos Santos, un vecino y actor que había trabajado con Da Silva. “Son la ley, pero no la respetan. No queremos a esta clase de policías.”

Este rechazo a la policía no es generalizado. Leandro Matus, dueño de un taller de bicicletas ubicado junto al lugar donde cayó Da Silva, dice que prefiere a la policía que a los narcotraficantes, a pesar de las muertes de civiles. “Al menos ha disminuido el número de gángsters con armas”, dice Matus. “No confío en los policías, pero son el menor de dos males.”

Aun así, la desconfianza en las fuerzas de seguridad de Brasil es un gran obstáculo que las autoridades deben superar si quieren quitarles a los narcotraficantes el control de los barrios. Oliveira, el comandante de policía endurecido por las balas, dice que el gobierno debe ganarse el corazón y la mente de los habitantes de las favelas con zanahorias, no solo con garrotes. Asegura que el gobierno debe invertir más en programas sociales para que la pacificación funcione.

“Los comandos llenan un espacio que debería pertenecer al Estado –considera Oliveira–. La única parte del Estado que entra a estas áreas es la policía. Otras partes tienen que entrar también. Necesitamos inversión en educación y salud. Pero no está sucediendo. Solo hay oficiales de policía. Así no vamos a ganar esta guerra.” ~

Traducción de María José Evia Herrero.

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(Brighton, Reino Unido) es periodista, escritor y productor de televisión. Su primer libro es El narco. En el corazón de la insurgencia criminal mexicana (Urano, 2012).


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