Telón de boca, de Juan Goytisolo

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Plantado, sin prisas y sin pausas, sin respiros conciliatorios, en un proceso de “resurrecciones” (afectivas, intelectuales, históricas, vocacionales) que se retuercen y se enroscan, Telón de boca representa, en el itinerario de Juan Goytisolo, una suerte de Temps retrouvé, de final de viaje. La reverberación proustiana, patente en la secuencia de instantáneas de personajes y situaciones emblemáticos que se engendran unos a otros, se alternan y se yuxtaponen, en un constante discurrir caviloso, se torna explícita en la última página del libro, cuando éste se cierra con esta cita:

Car il y a dans ce monde où tout s’use, où tout périt, une chose qui tombe en ruine, qui se détruit encore plus complètement, en laissant encore moins de vestiges que la Beauté: c’est le chagrin.

Chagrin: tristeza, congoja, pena, desazón, duelo, amargura, quebranto, aflicción, angustia, pesar… Una cadena larga de equivalencias para dar cuenta de una herida crepuscular, casi póstuma, que aqueja a un hombre viudo y viejo que se inclina sobre sí mismo y procede a un censo existencial en el que aspiran a gobernar por partes iguales la intensidad sensible y la lucidez meditativa. Estamos, como siempre en Goytisolo, ante una ficción narrativa escrita mayoritariamente en primera persona, ante un razonar de sesgos autobiográficos que mezcla las aguas en las que confluyen autor, narrador y géneros literarios. Y estamos, cómo no, una vez más, sin preámbulos preparatorios, y como conducidos por el arrastre de una voluntad inflexible, frente al incendio de una mitología personal que se vuelve polvo, humus cadavérico, al traspasar esos tamices supremos que son las mudanzas, la caducidad y, como colofón, el olvido —el horror por el olvido. De ahí que en este ars morendi de un agnóstico —en el que, por supuesto, señorea un activo sentido de la propia impermanencia y no hay promesa de sobrevida— las señales de identidad se disuelven y el sujeto histórico, muy dañado (y desengañado) por las agresiones de la realidad, descrea de la superchería de los escenarios referenciales y de un pasado poco menos que irreconocible, concluso. “No había continuidad alguna entre su pasado de niño, joven y adulto y el cuerpo cansino en el que se acomodaba a regañadientes. Su nombre y apellidos apenas le identificaban. Él ya no era él.” Con razón arguye Proust que “un livre est un grand cimetière”. En este libro de Goytisolo, en el que la literatura —como sucede en todos los de su estirpe apóstata— sustituye a la teología como dadora de significación (“El manuscrito es tu propia vida”), se desarrolla y crece, en efecto, una espectralidad que hala y agiganta “la flagrante impostura” de retumbos ultraterrenos, la ineluctable mentira que se genera y se acumula, incorregible, continua, sobre otra mentira; un color inhóspito y onírico, carroñoso, tiñe —como una onda expansiva despótica— estas “resurrecciones” convertidas en ritos sin nostalgia, en afantasmadas pérdidas y ausencias, hasta el punto de llevar a afirmar, con un ademán de desánimo incrédulo, que “él no era la suma de sus libros sino la resta de ellos”. Acaso a la inversa de lo que de restitutorio subyace en el ejemplo proustiano, donde el círculo mágico entre la realidad de la vida y la verdad del arte aún protege y sostiene la frágil relación entre el narrador y el héroe, aquí el narrador y sus sombras saben que no hay enigmas escatológicos redentores y que cuando se alce el telón de boca (ese que, recurrente, es cifra de una embaucadora oferta sin destino) se enfrentarán al definitivo y cancelador “vértigo del vacío”.
     Telón de boca gana su batalla porque su modo literario, y el ritmo que articula ese modo, organizan una relación dramática eficaz entre lo que se argumenta, la voz que habla y uno mismo como destinatario eventual. La fuerza de convicción que se exhibe, y que acaba por atraer al lector, proviene del fondo de verdad íntima que palpita en lo que se empeña en transmitir y de un estilo que no es sólo una manera de escribir sino una estrategia de compensaciones —trabajadas, deliberadas, porfiadas— entre una forma lacónica y un contenido hirviente. Por eso los reiterados sacudimientos interiores y la posibilidad de una reconciliación, siempre en suspenso entre la bifurcación de una trayectoria personal y la del universo mundo, instrumentan, en cada palabra que se elige, y en cada página y fragmento, un régimen de contigüidad que, por contaminación o contextualidad, agrega zozobra y tensión al conjunto. Nunca, en su trayectoria más adulta, Juan Goytisolo se pretendió un novelista canónico. Telón de boca no es, no podía ser dadas sus características, una excepción. La armadura ideológica de abstractos fundamentos intelectuales, una arquitectura literaria que sujeta más que libera a las criaturas pergeñadas, la mayor soltura expositiva que inviste para el autor una dialéctica planteada en términos de conocimiento intelectivo, asoman aquí y allá y algo sobredeterminan al libro. Más hay que insistir: la autenticidad tan real de la experiencia que se busca transferir y la constante conmoción semántica por la que se apuesta como recurso exutorio fertilizan una animosidad de signos viscerales, corrosivos, hueros de cualquier retórica sentimental consoladora. Aquí el creador avanza no para estrechar entre sus manos lo que de inaprehensible y fugitivo hay en los circuitos desafectos y a la vez paradójicamente seductores de la memoria y la imaginación, sino para escribir, una tras otra, finita y elocuentemente, discursivas cadencias encantatorias. Y aquí, en este gran cementerio, el muerto está de pie, y sobrevive. Que el propio Goytisolo se haya adelantado a afirmar que éste será su último libro de ficción no viene sino a confirmar su astillada confianza en la construcción de un artefacto en el que la muerte inminente de las cosas hable todavía con voz viva, resonadora, olímpica. Libre. ~

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(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).


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