Paisajes negros de una República atenazada

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Ramón J. Sender

Viaje a la aldea del crimen

Barcelona, Libros del Asteroide, 2016, 212 pp.

“La República está hoy en una tenaza: los monárquicos y los anarquistas. Los ataques de uno y otro bando son violentísimos, según el modo de cada cual.” Preocupado por la presión que amenazaba la estabilidad del régimen republicano y ponía en riesgo su gobierno, el 15 de enero de 1933 Manuel Azaña apuntaba en su diario: “¿Es que España no puede vivir en democracia y con ley? ¿Nadie quiere obedecer si no es por la fuerza?”

1933 había comenzado con una amenaza de levantamiento anarquista en nombre del comunismo libertario. Meses después de superar el golpe monárquico encabezado por el general Sanjurjo, el gobierno republicano-socialista debía sortear otro empujón, esta vez, desde la izquierda. La amenaza se plasmó en una serie de incidentes por todo el país cuyo objetivo era abolir el gobierno central y colectivizar la economía. Varias aldeas aragonesas y andaluzas quemaron sus ayuntamientos. Obreros y fuerzas de seguridad se enfrentaron en Barcelona… Según la prensa, la oleada de violencia se saldó con treinta y siete muertos, trescientos heridos y un episodio que dejó helada a la opinión pública: los sucesos de Casas Viejas.

Tras declarar el comunismo libertario, los habitantes de este pequeño pueblo de Cádiz intentaron sitiar sin éxito a la guardia civil. Reforzados por un grupo de guardias de asalto, las fuerzas de seguridad redujeron a los anarquistas rebeldes en casa de su líder. La choza terminó incendiada y sus ocupantes, muertos por los disparos de los guardias. Rojas, el capitán al mando, ordenó acabar con otros catorce prisioneros a sangre fría. En la investigación posterior, el militar acusó al director general de seguridad de haberle indicado que no dejase heridos ni prisioneros y puso en boca de Azaña una frase cruel: “los tiros, a la barriga”. Aunque tanto las Cortes como el proceso judicial exoneraron al gobierno, la presión hizo que cayese en el mes de septiembre.

La sombra de esta tragedia nunca abandonó a Azaña. En ello tuvo mucho que ver el relato de la prensa, que mostró a sus lectores un paisaje de desesperación donde las reformas iban demasiado lentas para la paciencia de un estómago hambriento. Entender esta premisa era necesario para entender el levantamiento de Casas Viejas. Así lo vio Sender y así lo contó tanto en la serie de reportajes que escribió para La Libertad como, un año después, en Viaje a la aldea del crimen, que reedita Libros del Asteroide. Sender tira de frase corta, punzante, para dibujar con precisión el escenario. No abusa de los adjetivos, aunque su tono es menos desnudo de lo que aparenta. Ese rasgo acompañó al autor a lo largo de su obra: un estilo depurado y alejado de artificios que, sin embargo, esconde tras su sencillez estudiada una construcción compleja que no deja ninguna pieza al azar. Las páginas encadenan acción y descripción en un reportaje que se asemeja a una novela, que a su vez resulta tan visual que podría parecer el guion de un documental.

La atmósfera gris, hambrienta y desesperada que nos ofrece recuerda al paisaje personal de Las uvas de la ira. Seres humanos que viven bajo condiciones tan extremas que las reglas de lo justo e injusto parecen fuera de lugar, propias de un mundo ajeno de barrigas llenas que al enfrentarse a las coordenadas que traza el narrador se vuelven irreales e incómodas. “Después de ver a estos hombres, da vergüenza comer”, comenta un compañero al periodista. Y a esa vergüenza, entre la empatía y la denuncia, expone Ramón J. Sender a su lector casi sin descanso desde que aterriza en Casas Viejas. Su apego al lenguaje del lugar, transcrito de manera literal, apuntando con mimo seseos, palabras recortadas, giros propios y expresiones incorrectas, apuntala la sensación de realismo. En la reconstrucción del levantamiento no hay tregua sentimental: la miseria, el dolor, el deseo de venganza, la frialdad de la espera de quien ataca sin nada que perder, y pese a todo, la esperanza, la fe ingenua y convencida que se apodera del pueblo. Tras ella, de nuevo el choque con la realidad. Y la decepción, la persecución implacable, el encierro asfixiante y la crueldad que arrasa con todo.

El relato es realista, aunque no real. Contado al día, pero escrito cuando todo ha pasado ya. Reinventa diálogos en los que resulta muy difícil separar reconstrucción de invención. Sender, apegado al drama, lo cuenta con respeto pero desde la óptica de quien ha abandonado con decepción el credo republicano y se va inclinando hacia la visión revolucionaria. Eso lo hace ser injusto en sus formas y acusar a un gobierno que ya ha sido excusado. No solo deja implícita su convicción de la culpabilidad de Azaña y los suyos en el devenir de los acontecimientos, sino que muestra su repugnancia por el parlamentarismo, que ya juzga inútil. Así, para él, el debate en Cortes sobre Casas Viejas no es sino “una disputa entre verdugos ante los cadáveres aún calientes de sus víctimas”. Paradójicamente, su denuncia contribuyó a construir la leyenda negra de la República, la misma que servirá al franquismo para denunciar el “caos republicano”

Viaje a la aldea del crimen reúne la triple cualidad de ser una descripción magnífica, un relato injusto y una lectura recomendable, que ayuda a entender la realidad desolada de los años treinta y las difíciles circunstancias con las que hubo de bregar la República “atenazada”. ~

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(Vigo, 1978) es historiadora y especialista en la Segunda República


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