Octavio Paz en su siglo: Obra en marcha

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Christopher Domínguez Michael

Octavio paz en su siglo

México, Aguilar, 2014, 656 pp.

Octavio Paz en su siglo ocupa sin duda un lugar señalado en la bibliografía de Christopher Domínguez Michael. Menos exhaustiva y menos acabada que su formidable Vida de Fray Servando, esta segunda biografía –inevitable work in progress– es en cambio más apasionada y más comprometida. Lo dice desde las primeras páginas: “Este libro, lo acepto, bien puede ser considerado una apología: defiendo la virtud de un poeta y de su poética que, también, fue una política del espíritu y una política a secas.” La afirmación es problemática. Primero, porque no dice de qué defiende el libro la virtud del poeta, es decir, contra qué está escrito. Segundo, porque da a entender que la poética de ese poeta es una, cuando fue cambiante. No es difícil resolver la primera cuestión: Domínguez Michael escribe contra las tergiversaciones que la ignorancia y la mala fe o la mera estupidez han tejido sobre la intervención de Octavio Paz en la vida pública mexicana. En buena parte, su libro es una crítica de la crítica; es, como toda apología, un ejercicio polémico, y está escrito con generosidad, con enjundia, con informada inteligencia. Cualquiera que conozca la evolución política del propio Christopher Domínguez Michael (y él no deja de referirla oportunamente) entenderá la importancia personal de esa polémica. Con todo, tengo la impresión de que en el momento presente no es tanto la integridad política de Octavio Paz como la vigencia de su idea de la poesía lo que está a discusión en el medio literario mexicano, y es un tema que el libro no toca.

Octavio Paz en su siglo es naturalmente una empresa crítica, pero también un ejercicio de admiración, para usar la fórmula de Cioran, y un repaso autobiográfico que algo tiene de examen de conciencia. No es solo que el autor haya tratado a su biografiado durante un breve tramo decisivo y, como muchos de nosotros, haya frecuentado largamente su obra en un periodo de formación, sino que el biógrafo encuentra en su personaje un espejo que está ausente del Fray Servando. Esa identificación está reconocida en el título, que alude a un libro misceláneo de Octavio Paz, Hombres en su siglo, para acotar su acercamiento. La alusión es doble: ya Enrique Krauze había colocado su largo ensayo biográfico sobre Octavio Paz, en su galería de Redentores, en un capítulo titulado, precisamente, “Hombre en su siglo”. Y en efecto, esta biografía sigue una cuerda íntima ya trenzada por Krauze: el tránsito de la fe en la revolución como aurora de la historia al descubrimiento y la denuncia de los crímenes del régimen soviético, y de ahí a una especie de socialismo libertario, al paulatino convencimiento de que el totalitarismo no es una perversión sino un rasgo constitutivo del proyecto comunista y, finalmente, al acercamiento renuente –más renuente, en mi opinión, de lo que dicen sus biógrafos– a la tradición liberal. Pero aunque las deudas de Domínguez Michael con Krauze son muchas, y el libro las paga cumplidamente, su acercamiento es distinto. El telón de fondo es más amplio, la perspectiva tiene otro ángulo (en buena parte porque la cercanía de Domínguez Michael a la tradición francesa en la que se formó Paz, y a la que siempre fue fiel, es notoriamente mayor) y la interpretación es divergente. Un solo ejemplo, pero ilustrativo: mientras que para Krauze la afirmación, en Posdata, de que “el mexicano no es una esencia sino una historia” representa un sorpresivo cambio de punto de vista en Paz, a Domínguez Michael –como a mí– le parece que esa “es una idea que puede desprenderse de una lectura cuidadosa de El laberinto de la soledad”.

El de Enrique Krauze no es el único antecedente. Christopher Domínguez Michael, naturalmente, no parte de cero y aprovecha lo mismo el breviario de Alberto Ruy Sánchez y el retrato de Poeta con paisaje de Guillermo Sheridan, claramente ejercicios biográficos, que los ensayos de Armando González Torres, el excesivo y desaliñado pero valioso Octavio Paz y su círculo intelectual de Jaime Perales Contreras, el relato autobiográfico armado por Julio Hubard con citas del propio Paz, y una copiosa bibliografía y hemerografía. La fuente principal, sin embargo, está en Poeta con paisaje y páginas posteriores de Guillermo Sheridan. No podría ser de otro modo: Sheridan se ha empeñado más y mejor que nadie en seguir el rastro e interpretar el rostro de Paz y habría sido inconcebible ignorarlo. Pero compulsar las fuentes del propio Sheridan habría evitado algunos errores. Una visita al archivo diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores habría aclarado, por ejemplo, que la estancia en Japón no fue de “poco más de seis meses”, como dice Poeta con paisaje y repite Froylán Enciso, ni de siete, como recordaba Elena Garro, sino de menos de cinco. También habría mostrado que la descripción de las Memorias de Helena Paz Garro como “la verdad interior de una poeta” es demasiado benévola pues esa “verdad interior” es pródiga en mentiras. El error de fechar en 1952 la visita de Paz a la choza de Bashô en el Konpukuji de Kioto se habría evitado con una lectura más atenta de la correspondencia con Pere Gimferrer (y de Árbol adentro, que recoge el poema relativo).

Otros errores se deben sin duda a la premura con que se redactó la versión final del libro. El pasaje que da cuenta de la Anthologie de la poésie mexicaine preparada por Paz para la unesco en 1952 repite que “las traducciones al inglés las hizo […] Samuel Beckett”, pero Deirdre Bair, en la misma Beckett: A Biography citada en el párrafo siguiente, aclara que Beckett subcontrató a otro traductor. Más adelante, al narrar la llegada a Bombay en 1952, parece atribuírsele a Paz la observación de que el hotel Taj Mahal fue “edificado, por mala interpretación de los ingenieros indios, de espaldas al mar”. Pero la observación no es de Paz sino de un compañero de borda, el geólogo John Auden. La cita de la carta de renuncia de Paz a la embajada en 1968 está trunca. En más de una ocasión, en las citas de los poemas, los cortes de verso no corresponden al original…

Peccata minuta, pero estorban en una narración absorbente y distraen de una discusión apasionante. Porque la originalidad de Octavio Paz en su siglo está menos en la novedad de los datos aportados o los documentos examinados por el biógrafo (apenas hay algo que un lector enterado no conozca, y en cambio fuentes extrañamente no consultadas, como el archivo diplomático) que en la relectura de la obra de Paz que el crítico literario emprende para interpretar a su autor. Una de las gracias mayores del libro está en las observaciones al paso de ese crítico. A veces son iluminadoras, como cuando observa que “a Paz le contaban argumentos filosóficos como si fuesen los argumentos de Las mil y una noches, las Historias de Heródoto o las aventuras de su abuelo Ireneo en la guerra contra los franceses. Esa disposición, quizá, lo volvió un gran ensayista: contaba ideas”. Abundan también las descripciones y los retratos afortunados de un solo trazo (Corriente alterna como un libro “paradójicamente convencional”; Carlos Monsiváis como “falso outsider convertido en predicador peripatético”). Pero otras veces sus juicios desconciertan: ¿tiene mucho sentido describir “Semillas para un himno” como “primera idealización plena del jardín de la infancia”? Otras más se queda uno con ganas de más explicaciones: ¿por qué Salamandra es el libro de poemas que prefiere de Paz y en cambio piensa que Árbol adentro tal vez sea el mejor? Se trata, claro, de una biografía, no de un ensayo de crítica literaria, pero en más de un pasaje lamenta uno que el crítico, sencillamente, pase de largo. Me habría gustado, por ejemplo, que al citar in extenso la carta de Laura Helena Paz en 1968 se hubiera detenido a comentar la forma curiosa en que la sintaxis de la hija remeda la del padre. O que se detuviera más en el narrador de ¿Águila o sol?

Eso vuelve particularmente interesante el capítulo sobre El laberinto de la soledad, en el que el biógrafo cede la pluma al historiador de las ideas para trazar la génesis intelectual del libro y situarlo en una constelación intelectual que va de Freud, Unamuno y Ortega a Fanon y Martínez Estrada. La comparación con el Facundo de Sarmiento, curiosamente novedosa, es especialmente afortunada. El argumento de que en el ensayo de Paz el mito no se opone a la historia está bien planteado, pero en cambio la propuesta, incitante y fructífera, de ver el libro como una novela no es muy convincente. Tendría más sentido leer El laberinto de la soledad como lo que es: el relato de un mito –y recordar que todo relato de un mito, como decía Lévi-Strauss, se constituye a su vez en un mito–. Por esa vía, me parece, habría sido fácil advertir la solidaridad entre El laberinto de la soledad y otros relatos míticos más o menos contemporáneos: los de ¿Águila o sol? En ese sentido, quizá sea más justo Enrique Krauze al ver, en El poeta y la Revolución, el ensayo de Paz como un poema en prosa.

Pero no se trata de un ensayo literario sino de una biografía, la primera biografía íntegra de uno de los escritores hispanoamericanos con mayor conciencia del dibujo de su destino, que el biógrafo traza con puntualidad de principio a fin –desde la formación del carácter en la casa familiar hasta el funeral en el Palacio de Bellas Artes– en la tela de la sociedad mexicana e hispanoamericana contemporánea. No se trata, entonces, de una biografía íntima –al autor no le interesa hurgar en las notas de lavandería, aunque no deja de lavar alguna ropa sucia y tampoco oculta el polvo bajo la alfombra– ni de una biografía espiritual –ya la ha escrito con minucia Enrique Krauze– ni de una biografía poética –en esa se demora Guillermo Sheridan– ni de una biografía intelectual –la han esbozado muchos y está por escribirse–, aunque sea parcialmente y con diversa fortuna todo lo anterior, sino de una biografía política, en el sentido amplio del término. Es la vida de un hombre que entendió siempre su destino en el horizonte de su conciencia histórica y que, como apuntó Gabriel Zaid –en un ensayo disfrazado de ficha biográfica enciclopédica que es otro antecedente familiar de este libro–, “tuvo siempre el sentido de la polis. Se sintió responsable, no solo de su casa, sino de esa casa común que es la calle y la casa pública”. Octavio Paz en su siglo es Octavio Paz como sujeto histórico pero también Octavio Paz entre los otros. Es la vida de un poeta que fue además ensayista, periodista, polemista, editor de revistas y, para usar la expresión que Christopher Domínguez Michael toma del historiador argentino Francisco Romero, y que ya había empleado en sus Tiros en el concierto para describir a José Vasconcelos, jefe espiritual (no en el sentido, hay que entenderlo, de cabeza de una banda o una secta, sino en el de conciencia moral de sus contemporáneos).

El retrato no se limita por supuesto al hombre público y naturalmente explora los dramas familiares, las pasiones amorosas, el infierno conyugal y el dichoso ejercicio de la amistad. Solo echo de menos, en ese retrato, un recuento no de los puestos sino de las tareas diplomáticas de Paz y, sobre todo, un análisis de su labor como embajador de México en la India (quizá el periodo más ayuno de noticia en el libro). Sus informes diplomáticos en esa época no carecen de interés y ayudan a entender la metamorfosis de su pensamiento político. Pero con sus seiscientas y tantas apretadas páginas, que se leen de un tirón, Octavio Paz en su siglo es la biografía más completa de Octavio Paz hasta la fecha y una inevitable work in progress. ~

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