Lengua calcinada, poesía viva

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Clarisse Nicoïdski

El color del tiempo. Poemas completos

Traducción de Ernesto Kavi

México-Madrid, Sexto Piso, 2014, 115 pp.

De Clarisse Nicoïdski (Francia, 1938-1996) supe por primera vez (y creo que supimos todos) en Las ínsulas extrañas, la antología de poesía en lengua española publicada en 2002 por José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna, Eduardo Milán y Blanca Varela. Allí aparecían unos poemas, breves y delicados, escritos en una lengua exótica, que ya solo hablan un puñado de comunidades judías esparcidas por el mundo, pero que sonaba extrañamente familiar –y que la antología consideraba española–: el sefardí. Nicoïdski fue una notable escritora en francés –publicó teatro, ensayo, biografía, poesía y novela erótica; hermana y esposa de pintores, dedicó mucha atención a la pintura–, pero reservó un espacio de su creatividad para una de las lenguas de su familia, quizá la más íntima. Como en el caso de Elias Canetti y de muchas otras familias judías de la diáspora, en su casa se habían allegado tantos idiomas como personas: el italiano de su madre, que era triestina; el serbocroata de su padre, de Sarajevo (ambos, por cierto, se conocieron en Barcelona, al principio de la Guerra Civil); el francés del país en el que se habían establecido; y el “spaniol muestru”, que provenía de los abuelos, refugiados en el “Ottoman turco” cuando fueron expulsados de España –por la Inquisición, precisa Nicoïdski–. La poeta nació en Lyon –ella lo dice de otra forma, acaso mejor: “en Lyon me nací”– y sobrevivió con sus padres y hermano a la ocupación nazi y a los horrores de la persecución de su pueblo. No así el resto de su familia, que se había quedado en Yugoslavia y fue exterminada por la ustacha, los aliados croatas de Hitler. Junto a su obra en francés, y sobreponiéndose al sentimiento de que aquella otra lengua de su infancia era solo una parla doméstica, “del ‘secreto’, del susto y –quisas– de la vergüenza”, Nicoïdski dio dos libros en sefardí: Lus ojus Las manus La boca, en 1978, y Caminus di palavras, en 1980, que ahora se recogen en este solo volumen, con la airosa traducción de Ernesto Kavi.

La poesía de Nicoïdski es depurada y esencial. No contiene adornos. Sus versos, escuetos, desnudos, frágiles hasta lo quebradizo, transmiten sentimientos capitales, pero pulimentados hasta la extenuación, como láminas de vidrio, que irradian sutiles irisaciones. Lo que aparece en los poemas son realidades elementales: los ojos, las manos, la boca, la voz, los árboles, la sangre, la luna, el vino, el mar. Y las acciones que describen son, asimismo, las acciones radicales de la existencia, las más próximas al núcleo de nuestro ser: tener miedo, dormir, sentirse solo, recordar, olvidar, querer. Este esencialismo se imprime en los modos expresivos de Nicoïdski, y en su estructura retórica, siempre muy sobria. Las repeticiones –a menudo, anafóricas– son su principal forma de articulación: “se rasgaron los ojos / para ver / el velo colorado que nos ciega / se rasgaron los ojos / como tela / que esconde la verdad // se rasgaron”, leemos en un poema de Los ojos Las manos La boca. A las repeticiones se suman las enumeraciones: “abrió la puerta / con sus manos / encendió un fuego de espanto / tomó el pan / con sus manos / comió / una comida de espanto / tomó el agua / en sus manos / bebió / un agua de espanto / y cuando abrió las manos / leyó en ellas / una mancha de espanto”, dice otro. Esta sencillez en la dicción obedece, en parte, a la propia naturaleza del instrumento lingüístico empleado, el sefardí, que no ha seguido la evolución natural del castellano, sino que ha quedado varado en las formas habladas en España el siglo XV. El mundo, pues, al que alude –y al que puede aludir– el judeoespañol de Nicoïdski es un mundo ceñido, circular, interior, ajeno a muchas amplitudes y a muchas flexibilidades, pero sabroso y denso en su arcaísmo, pleno en su desolada individualidad. En El color del tiempo, por ejemplo, no hay lámparas, sino candiles; la sangre no es roja, sino colorada; los agujeros son buracos; las fábulas, consejas; y muchas palabras, como jarro, pensar o vergüenza, presentan vacilaciones ortográficas: “dxaru”, “djaru”; “penser”, “pinser”; “verguenza”, “vringüensa”. La sencillez de las fórmulas utilizadas por Nicoïdski no excluye la complejidad emocional; antes bien, la subraya. En este torbellino de sentimientos, uno destaca por encima de los demás: el miedo. Un miedo que es expresión de un dolor histórico –el de los pogromos y expulsiones, de los que la propia familia de la poeta había sido víctima–, pero también de un desconsuelo individual, de una devastadora conciencia de la soledad, de lo perecedero o imposible del amor. Nicoïdski habla de “estos pozos sin fondo / donde mi alma se ahoga”; de “mis manos / dos pájaros asesinados”; de la boca, “abierta / como un pozo / donde me podía arrojar / cerrada / como una puerta / cuando asesinaban en la calle”; del grito que sale “como un cuchillo / […] un grito para matar”. Los ojos Las manos La boca denuncia la violencia, física y metafísica, del mundo: la poeta se refiere a menudo al espanto, y a la muerte, y a lo rojo, símbolo de la sangre y, por lo tanto, también de la herida, de la vida que se escapa. Es muy revelador –y muy coherente– que su última sección sea una elegía a Federico García Lorca, con el subtítulo “Cuéntame la fábula ensangrentada que abrirá las puertas cerradas”: cinco poemas, trufados de vocabulario lorquiano –el caballo, la luna–, que recuerdan su asesinato: “Cayeron las estrellas cuando / la sangre escurriendo de tu boca escribió palabras en la arena”, dice el poema III.

El segundo libro de Nicoïdski, Caminos de palabras, un canto de amor, transforma el miedo en esperanza y en unión jubilosa. La violencia y sus metáforas son las mismas, pero ahora ya no se asocian con los tormentos e iniquidades de los victimarios, sino con los deleitosos embates de la pasión: “te daré el calor del espanto”, leemos, por ejemplo; o “colorada sangre de hojas sin vergüenza”; o “dame el temblor de un ala muerta / dame / el temblor de tu locura desgarrada / el pozo / seco de agua ida”. La pasión documentada en Caminos de palabras sigue siendo delicada, como todo en la obra de Nicoïdski. La perfilan los símbolos tradicionales de la mística amorosa –el vino, los labios, la mañana que llega, la quemadura, la locura– y desemboca en un frenesí de daciones, fruto de la entrega mutua: la mano, las alas, el poder, la nada. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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