La turista de los muros

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Vivian Abenshushan

Escritos para desocupados

México, Sur+, 2013, 300 pp.

Una defensa del ocio en su acepción original: escuela. Del intellectus, entendido como la capacidad del espíritu para recibir lo que el mundo nos ofrece. De la vida contemplativa y el ejercicio de las facultades de la mente. De las alegrías del juego y la lectura. Del derecho a escribir lo que a uno se le pegue la gana, sin considerar las exigencias del departamento de ventas. Esto y más encontrará el lector en Escritos para desocupados.

Con este libro lúcido y subversivo Vivian Abenshushan (ciudad de México, 1972) añade su nombre a la nómina de los cada vez más necesarios apólogos del ocio, pues como profetizó Paul Lafargue hace casi un siglo (y podemos comprobarlo haciendo un recuento de nuestras preocupaciones), el trabajo se ha convertido en una religión que exige el sacrificio, a veces absoluto, de sus esforzados devotos. En el mundo globalizado la idea de la producción ha desbordado los límites impuestos por la división tradicional del día de trabajo: ahora, la filosofía del consumo o de labores forzadas que rige el planeta ha colonizado la vida privada, nuestros deseos, fantasías y aspiraciones. Las recompensas que dicha religión promete (todas materiales) están casi al alcance de la mano: pero siempre casi. El sueldo no debe alcanzar nunca, porque allí, nos explica Abenshushan, está la cuestión.

Escritos para desocupados comienza con una narración autobiográfica en la que la autora describe, con un estilo diáfano e inteligente, la forma en que el exceso de trabajo fue deteriorando progresivamente su capacidad de alegrarse, descansar –esta paradoja es brillantemente analizada en el ensayo “El mal del tiempo libre”–, reflexionar y, finalmente, escribir. Entonces, con poco dinero, huyó a Buenos Aires. Allá se dedicó a leer, pensar y vagar, en el orden que dictara el día. Las calles de la ciudad le ofrecieron el remedio que necesitaba para curarse. Las paredes exhibían esténciles que proclamaban la necesidad urgente de librarse de la tiranía de la rat race y ella, convertida en “una turista de los muros”, les tomaba fotos, hasta que dio con uno que la electrizó: sobre la cabeza de Burns, el arquetipo del explotador capitalista, jefe de Homero Simpson, un letrero: “Mate a su jefe”. Bajo la cara del dibujo: “Renuncie”.

En una variación jocoseria de la reacción que muchos lectores hemos tenido después de leer “Torso arcaico de Apolo” de Rainer Maria Rilke, Abenshushan obedeció el mandato de cambiar su vida. Regresó a México, renunció, asumió los riesgos que conlleva el no tener empleo fijo y volvió a la escritura. Escritos para desocupados cierra un ciclo de reflexiones surgidas de esta experiencia. A partir de ese momento, el tono del libro se va adensando y se hace más urgente. La narración logra, sin embargo, mantener un estilo sardónico logrado con observaciones mordaces que exigen una sonrisa.

“El exceso de trabajo genera exceso de mercancías. ¿Y qué vamos a hacer con todas ellas? ¡Expandir los mercados! Es decir, descubrir consumidores, excitar sus apetitos, crearles necesidades ficticias (¡y hacerlos trabajar el doble!)”, escribe en el ensayo titulado “Dimisiones”. Existe una palabra para denominar la muerte por exceso de trabajo. La palabra es karoshi y fue acuñada en Japón después de que se reportaran una docena de infartos en las oficinas que causaron la muerte de empleados jóvenes que gozaban de cabal salud hasta el momento de su muerte. Sin embargo, que la palabra tenga vigencia no fue obstáculo para que el ministro Taro Aso declarara a principios del año pasado que los viejos de su país debían “apurarse a morir”, ya que su falta de productividad representaba un lastre para la economía.

A este frenesí laboral, la autora opone la estampa de un fenómeno igualmente mortífero: el suicidio por no encontrar trabajo. Cuenta que la policía japonesa encontró en años recientes, en los bosques de Aokigahara, 73 cuerpos de jóvenes que se habían matado por no tener empleo o haber sido despedidos y añade: “Pienso en ese bosque de cadáveres al pie del majestuoso monte Fuji y recuerdo aquella frase de Morand: ‘La velocidad es una ruta sembrada de muertos, una sed perpetua que nada sacia, un suplicio omitido por Dante’.”

Si la libertad es la posibilidad de decidir sobre lo que la vida nos ofrece, la celeridad sin pausa en la que vivimos, al no permitirnos reflexionar, coarta nuestro ser. El mercado y el ego nos esclavizan: nos tientan, nos castigan. El futuro, ese fantasma, es dueño de nuestro presente.

Abenshushan advierte con agria lucidez en el ensayo titulado “Cámara de escritores desocupados” que “…el libro destinado a perdurar es desplazado a diario por el libro del día después”. Una mirada rápida a la mesa de novedades en cualquier librería le da la razón: los escritores de éxito escriben sin pausa, los ganchos publicitarios son cada vez más zafios y los cintillos de los libros proclaman leyendas cada día más estridentes. A un título exitoso se adherirán mil rémoras semejantes. Y esta extenuación de las ideas irá vistosamente enmascarada: es la moda, lo que hay que adquirir.

Sin idealizar la marginación o la pobreza elegida, Abenshushan denuncia la esclavitud del consumo, la “domesticación de la literatura” y la promoción de la lectura como un acto profiláctico nimbado por un halo santurrón. El mercado busca libros que no apabullen al lector, escritores que no midan sus fuerzas con el lenguaje. Requiere cheap thrills y narraciones hueras que conviertan la lectura en un consumible perecedero.

Solo la novedad cuenta, aunque el celofán abarque solo vacío. El escritor que quiera insertarse en el mercado debe asumirlo: la escritura y la materia literaria serán lo de menos. Lo que cuenta es la visibilidad, la sumisión a las estrategias de marketing. Tarde o temprano los escritores se transformarán en “edecanes de su obra” y para eso el autor se sujetará a las exigencias de la televisión, donde ocupará, siempre, el último escalón: debajo del peor de los actores de la más inmunda telenovela.

¿Qué hacer si todo se opone a la libertad? En este “libro de sublevación personal” hay pocas recetas, pero una idea lo recorre: el dinero no es moneda para comprar la vida. ~

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