La pandilla cósmica, de Sergio González Rodríguez

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Resulta extraño empezar la nota sobre un magnífico libro con un reclamo a la editorial que lo cobijó, pero este caso lo amerita. Hay que decirlo de una vez: además de ser muy lamentable, la ilustración elegida para la cubierta de La pandilla cósmica, cuarta novela de Sergio González Rodríguez (1950) –quinta si contamos El plan Schreber, nouvelle conceptual-conjetural según el propio autor–, constituye una trampa diseñada para lectores incautos en busca de literatura infantil y/o juvenil. Los responsables de Sudamericana deben haber creído que al optar por una portada frívola, caricaturesca, harían más atractivo al público un libro que es todo menos cómico y trivial ya que aborda, en pocas palabras, la violencia y la impunidad que campean en México como asuntos con un obvio filón metafísico: estrategia creada por González Rodríguez desde La noche oculta, su primera incursión novelística aparecida en 1990 y relanzada, junto con El momento preciso y Luna, Luna, en El triángulo imperfecto (Era, 2003). Contrario a lo que sucede con la del autor, la estrategia de los editores fracasa porque intenta dar gato por liebre al lector potencial, y de paso arruina –aunque sólo superficialmente– un libro que merece una mejor fortuna. Lástima: corren tiempos en que las leyes de la mala mercadotecnia se imponen a las de la buena literatura.

Y hasta aquí el reclamo. Apenas traspuesto el umbral de La pandilla cósmica, título equívoco donde los haya, González Rodríguez comienza a desconcertar con la siguiente advertencia: “La mitad de lo que está narrado en estas páginas es verdad; la otra mitad, ficción. Saber cuál es cuál atañe al lector o la lectora en turno, si bien esto suscita una pregunta no del todo capciosa: ¿tiene una importancia suprema la ficción expuesta como realidad o, por el contrario, tal rango corresponde a los hechos inscritos en tanto ficción?” Esta indicación inicial halla un eco inquietante en un par de frases localizadas hacia el final de la novela: “La ficción es un exceso de realidad. La fe en lo real tiende a desbordarse ante peripecias o signos excesivos, y transforma lo existente en algo irreal.” Surge entonces la duda: ¿frente a qué estamos exactamente? Un término acuñado por el autor contribuye a despejar el panorama: ficción fáctica. O lo que es lo mismo: La pandilla cósmica es un anfibio que se mueve entre la tierra insegura de la ficción y las aguas procelosas –o más bien cenagosas– de la realidad, generando un desasosiego acorde con la experiencia de vivir en el país en que vivimos, “el país de la tenebra que une el poder y el crimen”. Fiel a su noción de la literatura como una caja de resonancias donde convergen diversos fenómenos no sólo culturales sino sociales, González Rodríguez echa mano de un abanico de recursos narrativos –la crónica y el reportaje, el documento pericial y el relato en primera y tercera persona– para tratar de esclarecer(se) la curiosa red de circunstancias urdida en torno de un hecho verídico llamado “el Incidente”: el asalto con lujo de crueldad sufrido el 15 de junio de 1999 a bordo de un taxi en el DF, evento que el autor desecha como fortuito y vincula con razón a la labor periodística de varios años que derivaría en Huesos en el desierto (2002), valiosa investigación sobre la ola de feminicidios en Ciudad Juárez que se relanzará en una edición actualizada.

¿Casualidad o causalidad? Ése es el interruptor secreto que pone en marcha los motores de La pandilla... Dividida en seis bloques (“Entrada”, “Versiones”, “Mujer de table-dance”, “Informe legal sobre una muerte”, “Breve epílogo para un largo adiós” y “Coda”), cifra que denota una voluntad digamos cabalística subrayada por múltiples alusiones a lo esotérico, la novela constata la habilidad de González Rodríguez a la hora de “acomodar lo disperso”.

El segundo de los bloques, “Ver-siones”, se divide a su vez en cuatro segmentos que, pese a contar con voces narrativas claramente diferenciadas, se intercalarán en un ars combinatoria al modo de Rayuela, cuyo arranque es parafraseado al inicio de “Breve epílogo para un largo adiós”: “¿Encontraría al asesino?” El primer segmento de “Versiones” comprende un diálogo entre dos interlocutores que no son más que el autor y su conciencia; diálogo durante el que el Incidente pasa por un vasto tamiz en el que se entrecruzan las teorías conspiratorias y los Hombres de Negro detectados por Jacques Bergier y asociados con las visitas extraterrestres, el contacto con los difuntos preconizado por Nikola Tesla y la tradición hermética representada por Mircea Eliade y Julius Evola, los experimentos psiquiátricos perpetrados por figuras como Ewen Cameron y José María R. Delgado y el Factor Krabbé –en honor a Tim Krabbé–, “el acontecimiento exacto que une contingencias dispersas hasta desafiar la ley de las probabilidades”. El segundo segmento es el perturbador relato en primera persona del periodista Sergio, que refiere el asalto a bordo de un taxi defeño y sus secuelas pa-vorosas (la pérdida de la memoria en corto, tipificada como Síndrome de Korsokoff, y la intervención quirúrgica de emergencia); el tercero implica la narración –en primera persona– de Lucrecio, alias el Inte o Inteligente, miembro de una banda de facinerosos liderada por un ex policía judicial y dedicada “a todo, asalto a mano armada, robo de automóviles, protección, secuestro, drogas y hasta la fabricación de muertitos por encargo”; el cuarto y último ofrece la historia en tercera persona de María Luisa Rodríguez Plasencia, Mary, joven que “bailaba y modelaba para ganarse la vida, pero para buscarse a sí misma también”, y que bajo el nombre de Mara protagoniza “Mujer de table-dance”: reportaje que en 1995 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez y que González Rodríguez, al igual que Martin Amis en Perro callejero, incorpora como material novelístico.

Me he detenido en el segundo bloque de La pandilla cósmica no sólo por ser el más extenso sino para ilustrar la estimulante complejidad con que el autor suele construir sus tramas, tan lejos de los moldes literarios en boga en nuestro país y no obstante tan cerca de ese cúmulo de impulsos sin duda diseminados que define a la cultura contemporánea: “En un mundo promiscuo el signo de lo diferente se vuelve centrífugo: combate la idolatría de la pureza, de lo unilineal.” La contaminación de géneros planteada por el libro se acentúa en los tres bloques finales, que acuden lo mismo a informes policiacos y judiciales que a la técnica periodística y al fulgor poético para organizar, en la tónica del James Ellroy de Mis rincones oscuros, una suerte de réquiem por Mary/Mara/María Luisa, fallecida el 3 de noviembre de 1996 en un misterioso accidente ocurrido en la carretera Sabinas-Parás (Nuevo León), tras el que se insinúa la sombra del narcotráfico: “El mundo es una arquitectura de sucesos que no pueden acontecer y que, sin embargo, acontecen.” Y acontecen y están relacionados a pesar de la gente de Porlock: figura inspirada en el célebre vecino de ese pueblo del suroeste inglés que interrumpe la redacción de “Kubla Khan” –el poema dictado a Coleridge durante un sueño de opio– y que anuncia de algún modo a los Hombres de Negro, empeñados en impedir la unión de contingencias dispersas y por ende el acceso a un conocimiento profundo: “La gente de Porlock […] encarna más que una amenaza o una maldición, es una pandilla cósmica que transita de la realidad a la literatura. Y viceversa. Hay que saber contenerla.” La barrera de contención que González Rodríguez erige con esta novela resulta eficaz en términos tanto escriturales como existenciales, ya que, sí, “ayuda a combatir la barbarie. Y a resistir, a prevalecer contra la adversidad”. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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