En busca de la liberalismidad

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José Antonio Aguilar Rivera

La geometría y el mito.
Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970

México, Fondo de Cultura Económica, 2010, 151 pp.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(compilador)

La espada y la pluma. Libertad y liberalismo en México, 1821-2005

México, Fondo de Cultura Económica, 2011, 1086 pp.

 

José Antonio Aguilar Rivera es hoy uno de los expositores más lúcidos y exigentes de la historia de nuestras ideas políticas. En su recorrido por los debates institucionales del siglo XIX, en su examen de la vida intelectual mexicana en contraste con la de los Estados Unidos, en sus alegatos en contra de las persuasiones multiculturales, en su ficción sobre el viaje de Tocqueville a México, incluso en su recorrido de nuestras banquetas, ha esclarecido debates cruciales de nuestra vida pública. Lo ha hecho no solamente con rigor académico y elocuencia; también lo ha hecho con un apreciable beligerancia. José Antonio Aguilar ha emprendido un viaje por la historia y la filosofía política con ánimo de batalla: para dar pelea en el México de hoy en contra de las diversas seducciones antiliberales. Ha publicado recientemente dos obras importantes para entender el camino liberal y sus extravíos en México. Dos volúmenes que se complementan. El primero es un ensayo personal, delgado y penetrante sobre el liberalismo en México; el segundo, una compilación voluminosa de textos clásicos.

En el polemista leemos algo más que una cátedra sobre nuestra vida intelectual: encontramos a un combatiente. El primer impulso para pensar con seriedad la tradición liberal en México le vino a Aguilar Rivera con la rebelión zapatista. Un programa eminentemente antiliberal seducía a la opinión pública y a amplias franjas de la intelectualidad mexicana. Antiliberalismo profundo. Desde entonces, José Antonio Aguilar se ha dedicado a pensar críticamente la tradición liberal mexicana. Ha detectado la marginalidad, la superficialidad del argumento liberal en la práctica política y en las convicciones públicas. Aunque todo mundo se asumiera como liberal y rindiera tributo a su vocabulario, ser liberal en el México postrevolucionario era una rareza, casi una locura. Solo en la imaginación literaria había espacio para el liberalismo: en el terreno de las ideas políticas había fraseología liberal, no ideas.

José Antonio Aguilar ve el liberalismo como una ideología (es él quien emplea la palabra ideología) orgullosa y triunfante. Un paquete compacto de convicciones de utilidad universal. Siguiendo a Stephen Holmes, recoge las siguientes notas del orden liberal: tolerancia y libertad de discusión, restricciones al poder público, división de poderes, transparencia y una economía abierta a la participación de los particulares. A juicio de Aguilar, este orden tiene tres enemigos. El primero es su transformación en mito. El liberalismo se nulificó al convertirse en leyenda. Así, volteó la mirada hacia una fantasía que estaba atrás para convertirse en museo, cuento de historia patria, canción de escuela, monumento, ceremonia de poder. Nuestro liberalismo abandonó su vocación de futuro. Por otro lado, los abogados secuestraron la idea liberal y la redujeron al discurso de la constitución. La manía constitucional “puso en segundo lugar –o desapareció del todo– otras preocupaciones de índole filosófica y económica. Hizo que el liberalismo adoptara un carácter excesivamente legalista y formal. La tradición liberal latinoamericana es rica en constituciones y pobre en ideas”. Finalmente, nuestro liberalismo ha sido poco curioso y aún menos imaginativo. Una doctrina por imitación que despega los ojos de la realidad inmediata y se contenta con calca. “Los liberales latinoamericanos fueron lectores, no pensadores.”

El ensayo sobre la libertad y el liberalismo empieza con un extraordinario retrato de Mora y de Alamán. Más que militantes de bandos opuestos, representaron dos ángulos del liberalismo nutridos de la lectura compartida de dos antirrevolucionarios: Burke y Constant. Se trata de un recuento de pincel fino que atiende las peculiaridades de sus argumentos y, sobre todo, a la transformación de sus ideas. Siguiendo a Hale, Aguilar Rivera señala el momento en que el liberalismo se extravió al mutar en positivismo. Observa la Revolución mexicana como un surtidor de inspiración antiliberal para todo el continente localizando, apenas en los márgenes de la vida pública, en la literatura y en la poesía, la sobrevivencia del espíritu liberal. Hay algunos agujeros en el recorrido que no entiendo del todo. Mariano Otero, por ejemplo. El liberalismo de Otero no es de citador, sino de pensador auténtico. Fue Otero, ese gran lector de Toc- queville, quien se dispuso a pensar a México en clave propia. Si el francés había visto la igualdad de condiciones como el hecho fundador de una sociedad nueva, Otero veía en su país el paisaje contrario: desigualdad marcada por la distribución de la riqueza. La propiedad vista como el hecho generador de la sociedad mexicana. En Otero también se observan las dificultades para construir un orden político. Sabía bien que no bastaba una constitución feliz: la política económica era clave para lograr la integración nacional. Y sí: Otero fue capaz de pronunciar con soltura esa palabra que a los liberales resulta tan difícil pronunciar: nosotros. Apunto, de este modo, a una idea no nacionalista de la nación mexicana.

Me parece que Luis Cabrera no es aquilatado en este trabajo como el estratega que tuvo que enfrentar el peor de los escenarios para un liberal: la revolución. Su sentido de realidad no lo confundió. Entendía que la revolución exigía medidas extremas pero no admitió nunca la lógica corporativa:

La voluntad de las multitudes –decía Cabrera en La revolución de entonces– es siempre en el fondo la voluntad de los caudillos o líderes que las encabezan o dirigen, solo que la dictadura de las masas es menos franca que la dictadura de un tirano, porque en el tirano existe una responsabilidad histórica, mientras que en la dictadura de las masas los verdaderos tiranos eluden una responsabilidad.

Para José Antonio Aguilar, Antonio Caso no fue un liberal. En efecto, para el autor de La geometría y el mito, Caso, el  autor de ese ampuloso pero perspicaz ensayo sobre la persona humana, el héroe de la libertad de cátedra no es un verdadero liberal. Desde luego, su juicio no es una ocurrencia. Documenta que, para Caso, las libertades eran “meros corolarios de nuestra personalidad”. Caso creía que habíamos nacido para ser buenos, no para ser libres. La defensa de la libertad en Caso fue meramente instrumental. Pero también se pueden aportar argumentos en sentido contrario. En su reflexión sobre la persona y el Estado totalitario, Caso defiende al individuo sin ambages. La contundencia con la que Aguilar Rivera expulsa a Caso de la familia de los liberales ilustra mi distancia con  su enfoque. En lugar de calificar el liberalismo de Caso con un adjetivo preciso, le niega pedigrí liberal. Caso no está a la altura de la geometría y por lo tanto no es, propiamente, un liberal. Es que el liberalismo de Aguilar Rivera es un liberalismo de frasco: un liberalismo contenido en una botella perfectamente sellada, después de haber pasado la estricta prueba del farmacéutico. Su examen del liberalismo mexicano termina siendo por ello, la búsqueda del Liberalismo Auténtico y una condena a todos los liberalismos adulterados. Como si el liberalismo no fuera una cuerda de distintas fibras, Aguilar Rivera admite en su vasija solo lo que él llama el liberalismo geométrico. Más que una historia del liberalismo: una búsqueda de la liberalismidad.

La liberalismidad se entiende así como una sustancia purísima, herméticamente cerrada, a salvo de cualquier idea contaminante. En el frasco reposan derechos que no aromatiza ninguna idea del bien; los intereses hierven despojados de cualquier ilusión de virtud, y son los individuos –no las colectividades– los que nadan dentro. Esa exigente decantación química empobrece nuestra comprensión del liberalismo.

El título del libro anticipa que el gran adversario del liberalismo auténtico es el romanticismo. La clave es la desconfianza de Octavio Paz a los diagramas de organización humana. El poeta aseguraba en El laberintoque el liberalismo era una ideología que ignoraba la mitad del hombre: puede ser un saludable pacto de convivencia pero nada más. Las ideas liberales de Europa, apuntaba entonces,“eran ideas de una hermosura precisa, estéril, y a la postre, vacía. La geometría no sustituye a los mitos”. Planteado el debate en esos términos, Aguilar Rivera no duda en reivindicar una geometría sin complejos. El liberalismo, en efecto, ha renunciado a la comunión, pero esa renuncia no lo disminuye, sino que lo engrandece. Así, su ensayo es una defensa de la política euclidiana:

La geometría no es un plano árido de la existencia. Ofrece las coordenadas básicas que permiten ordenar al mundo. Es la pendiente de un tejado la que impide que nuestras casas se inunden. Rousseau creía, con Paz, que  el deseo de calcular la superficie  que habitamos no podía sino deberse a un innoble deseo de acumular. Eso es un error. La regularidad nos libera de la tiranía del detalle, de la incertidumbre de los límites, de las controversias producidas por la curva que invade los linderos de los otros. La fe del liberalismo en la ciencia, en el poder emancipador de la razón, no se basa en una concepción disminuida, adelgazada de la naturaleza humana, sino en la certeza de que podemos transformar nuestro mundo. Tiene razón Paz: para el liberalismo cuenta más la libertad y la igualdad que el consuelo. En cierta forma, ha renunciado a la comunión. Afirma la voluntad de los seres humanos de no comulgar, de no ser miembros de un organismo, sino de ser en sí y para sí. Tal vez no sea posible reemplazar a los mitos con la geometría: la pregunta es si es posible emanciparnos de ellos.

La pareja de libros que Aguilar Rivera ha publicado con el Fondo de Cultura Económica tiene por ello el cuidado de advertir que su reflexión distingue los  diversos alegatos por la libertad de  los argumentos propiamente liberales. El libro flaco y el gordo subrayan de esa manera que no todos los argumentos sobre la libertad son propiamente liberales. Si Skinner ha hablado de la libertad antesdel liberalismo, Aguilar Rivera comenta los argumentos de la libertad fueradel liberalismo.

La voluminosa antología sigue esta distinción: textos sobre la libertad y textos propiamente liberales. Más de un millar de páginas en donde desfilan Mora, Zavala, Gómez Farías, Otero, Vallarta, Sierra, Rabasa, Flores Magón, Luis Cabrera, Cuesta, Gómez Morin, Reyes Heroles, Cosío Villegas, Paz, Zaid, Krauze. La compilación refuerza el mensaje del ensayo: necesitamos conocer los argumentos para trascender la fraseología. El liberalismo no puede ser lo que pretende la ideología oficial: símbolo de cohesión orgánica, emblema de unidad nacional. La espada y la pluma no es una antología ortodoxa. Incluye, por ejemplo, al gigante que tradicionalmente se ubica en el bando contrario. Lucas Alamán aparece en el álbum de familia como uno de los pensadores más perspicaces de nuestra historia que no se dedicó a citar sino que se atrevió a pensar.

El siglo XIX es el siglo más intenso, el siglo más vivo del liberalismo mexicano. Así se refleja en el ensayo y en el compendio de Aguilar Rivera que tienen su núcleo en las primeras décadas del México independiente. La vitalidad de aquel liberalismo se expresa en su convicción y en el ánimo de imponerse por vía del argumento. En esa tradición se inscribe el trabajo de José Antonio Aguilar al reivindicar la tradición liberal como una viva tradición de combate. ~

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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