El basurero antropófago

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Pedro Casariego Córdoba

La voz de Mallick

Valladolid, Ediciones Tansonville, 2012, 60 pp.

 

Pedro Casariego Córdoba (Madrid, 1955-1993) pasó con fugacidad por la vida, y más fugazmente aún por la poesía: solo escribió versos entre 1977 y 1987; luego, se recluyó en el dibujo y la pintura. El destino de los siete libros que compuso durante ese periodo fue dispar: algunos permanecieron inéditos; otros se publicaron póstumamente; y el conjunto de su obra poética no vio la luz hasta 2003, con Poemas encadenados (1977-1987), publicado por Seix Barral. La exquisita editorial Tansonville lleva años recuperando cada uno de esos poemarios, y entrega ahora La voz de Mallick, quizá el volumen más celebrado –fue accésit del Premio Juan Ramón Jiménez en 1989– de Casariego Córdoba.

Se trata de un libro raro, perturbador. Admite una síntesis narrativa –o, más bien, cinematográfica–, compuesta, no obstante, por escenas de escurridiza inteligibilidad. El autor del volumen llega a la ciudad de Ookunohari, habitada por esclavos negros que trabajan en los campos de algodón. Hay sacerdotes armados con carabinas, que no solo vigilan a los esclavos, sino que también organizan cacerías de mendigos. En las calles de Ookunohari, el autor oye una voz “muy pura”: pertenece a Mallick, un basurero encerrado en una celda, que invoca a su amada, Wataksi, y que, a lo largo de su estremecido apóstrofe, desgrana una serie de motivos fabulosos, como el del cometa que, semejante a un carro de fuego divino, se estrella contra una colina y abrasa a un indio kikapoo. La voz de Mallick no solo ofrece un andamiaje argumental, sino también una ilación constructiva. Casariego Córdoba actualiza, en primer lugar, el antiguo tópico de la autoría ajena y atribuye el poemario al propio Mallick, cuya voz se ha limitado a recoger con una equipo de grabación de sonido: “el autor de este libro no es su verdadero autor”, dice el poeta, revelando ya uno de sus conflictos fundamentales, el conflicto de la identidad, rota, inaprensible. Después, engarza los poemas mediante un código identificativo –todos están numerados, entre corchetes, con la inicial del protagonista y el ordinal correspondiente– y los dispone en la página con unas mismas pautas formales: composiciones breves, con sangrados que les imprimen un perfil oblicuo, y salpicadas de quebraduras tipográficas, que dibujan, con frecuencia, siniestros caligramas. Por fin, los traba mediante la repetición de símbolos, temas o sintagmas, que son el deshilachamiento de una obsesión, pero hebras de un tapiz; recurrencias del delirio, pero recurrencias, al fin y al cabo. Interesa consignar esta trama de elementos cohesivos para subrayar una de las principales paradojas de Casariego Córdoba. El aparente afán informativo –sus poemas, además de articulados, abundan en hechos, en datos– no obedece a ninguna voluntad clarificadora, sino a la efusión del desconcierto; no constituye un acto de comunicación, sino la afirmación de la imposibilidad de comunicarse.

Los poemas de La voz de Mallick, despojados, recorridos por una extraña impersonalidad, por una quemante abstracción, parecen artefactos construidos por la inteligencia –y lo son, sin duda–, pero no nos transmiten un conocimiento racional, sino una bruma compuesta por fogonazos y tinieblas, por enceguecedoras estocadas expresivas y morosas incurvaciones de la dicción, que no desembocan en ningún objeto, en ninguna certidumbre. En realidad, esta temblorosa construcción, mezcla de lápida y latido, se cimenta en un profundo sentimiento de soledad. El motor de su funcionamiento es existencial –una experiencia medular del dolor y del lenguaje con el que se da curso a la agonía–, y sus manifestaciones revelan esa ingeniería atormentada. El encierro, por ejemplo, metáfora de la separación irreparable de los placeres y turbulencias del mundo, se plasma en La voz de Mallick en la reclusión de su protagonista –de su autor– en una cárcel, y en esos detalles espeluznantes que vuelven orgánico su aislamiento: la ventana de su celda es el ojo de un cíclope, por el que el condenado mira un mundo habitado por asesinos y esclavos.

Todo el poemario está animado por una violencia subterránea, que se vuelve explícita a menudo. Las imágenes desgarradas, entre las que destacan aquellas que comunican la presencia de algo espantoso en el interior de la persona –nubes de murciélagos que anidan en el espíritu, tribus de pirañas que moran en el estómago–, y la deflagración de las paradojas dan cuenta, plásticamente, de esa violencia; pero más aún la refleja el tortuoso zumbido del dolor, la sumisión y la muerte, que zarandea a todos los personajes del libro: a los esclavos negros –símbolo de la masa sumidos en una servidumbre emasculadora, pero contumaces adoradores de Dios–, a los clérigos asesinos de indigentes y sojuzgadores de personas, a Wataksi –la amada japonesa, destinataria del formidable canto de amor que es La voz de Mallick, pero también ejecutora cruel: “te quiero / porque llevas / la toalla / al toallero / y el cuchillo / al corazón del enemigo”– y al propio Mallick, un basurero antropófago que ha cazado y comido mendigos, y que acaricia la idea del suicidio por el sobrecogedor procedimiento de devorarse a sí mismo. Sobre todos ellos se despliega un cielo plagado de fenómenos astrales, tan hipnóticos u ominosos como los que se desarrollan en la Tierra, alguno de los cuales le permite establecer a Casariego Córdoba críticas asociaciones con la divinidad y con sus representantes mundanos. Así, el cometa que irrumpe en el poemario en “[M. 57]”, y que indica la meta de la “salvaje peregrinación por la nada más vacía” emprendida por Mallick, es un verdugo del Señor: de quien creó el sufrimiento, de quien hiere a los esclavos negros “con dardos y saliva y gemidos y muerte”. La ironía, una ironía descarnada, a veces negra, no abandona, ni siquiera en estos pasajes, los versos abrasados de La voz de Mallick: “el Señor / apuesta / en las carreras de ángeles / nosotros / apostamos / en las carreras de galgos / he aquí / la principal diferencia / entre / el Señor / y los hombres”, escribe el poeta en “[M. 75]”. La simbología religiosa –bíblica y litúrgica–, muy presente en el poemario, supone tanto una mirada a lo ultraterreno o transubstanciador, como esperanza de resarcimiento o salvación, siempre refutada por la fatalidad, cuanto una denuncia, acibarada por la impotencia, de la vida que nos es impuesta.

Pedro Casariego Córdoba, enfermo, vivió una buena parte de la suya en la casa familiar, cuidando el jardín, escribiendo poemas y pintando; Mallick participa en una cárcel de ese aislamiento lacerante. Pedro Casariego Córdoba se suicidó el 8 de enero de 1993; Mallick sobrelleva una vida muerta, ansiosa de amor, pero condenada a la imposibilidad, que solo aspira a corroborar su extinción. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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