Cómo fundar un partido político y no morir en el intento

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Mª Teresa Giménez Barbat

Citileaks. Los españolistas de la Plaza Real

Prólogo de Ignacio Vidal-Folch, Málaga, Sepha, 2012, 324 pp.

 

Hacia octubre de 2004, un grupo de amigos comenzó a reunirse en fechas más o menos fijas, cada dos meses, para compartir cena y charlas en un restaurante de la Plaza Real de Barcelona. Al comienzo eran unos diez, pero con el tiempo el grupo se fue ampliando, sin que en ningún caso llegase a rozar la veintena. Tenían en común tres cosas: eran, por profesión, cualquier cosa salvo políticos, habían nacido o vivido en Cataluña, y estaban preocupados por el nacionalismo rampante de los partidos políticos y gobiernos catalanes. Sobre lo primero, hay que decir que algunos encajaban en esa categoría perversa, a la vez imprecisa y prejuiciosa, de “intelectuales” –que en la realidad de nuestras sociedades mediáticas es casi indistinguible ya de las más faranduleras de “famosillos” y “celebridades”–. Era el caso, sin duda, de Albert Boadella, Félix de Azúa o Arcadi Espada, y en el ámbito catalán, de Francesc de Carreras o Iván Tubau. Y sobre lo esencial, que era el motivo de aquellas cenas, desde luego no se trataba de ninguna novedad: desde 1980, el gobierno regional de Cataluña había estado en manos de un mismo partido, Convergència i Unió, caracterizado por gobernar con una de las armas favoritas de los corporativismos populistas: el marcaje y exclusión social del discrepante a su línea ideológica. Esa línea era y es el tradicional y decimonónico nacionalismo esencialista: catalanes y Cataluña como esencia inmutable en la historia (es decir, a pesar y contra la historia, que si algo es, es mutabilidad y cambio), en también invariable lucha contra sus eternos enemigos (los españoles, también vistos, claro, como pétreo destino en lo universal), avanzando hacia el alba esplendorosa de una Cataluña míticamente tersa. Esto, bien que lo sabían aquellos tertulianos de cena, casi todos activos desde hacía años en movimientos e iniciativas de una sociedad civil que, desde la Asociación por la Tolerancia hasta el Foro Babel, en repetidas ocasiones se habían opuesto a leyes y disposiciones con las que los sucesivos gobiernos de CiU imponían aquel marcaje y exclusión, sobre todo las Leyes de Política Lingüística y su desarrollo desde la administración pública.

El lector de buena fe, desconocedor de los vericuetos de la política catalana, y debido al poco espacio del que dispongo aquí, podrá hacerse una somera idea con el siguiente guion de política-ficción. Imagine, por ejemplo, el venezolano que sus gobernantes deciden que su principal –por no decir única labor– consiste en restaurar la Venezuela pura y auténtica, que no es otra que la de los caribes, y para ello obligan a todos sus habitantes a utilizar en sus comunicaciones, desde las aulas y los ministerios hasta los hospitales, la lengua taína. Es más, a comerciantes y empresarios se les obliga a anunciarse en esta lengua, y quien lo hiciere en la del enemigo (¿qué otra?, el español, claro) será acosado y multado. Algunos pensarán que exagero, que el catalán no es una lengua extinta, etc.; pero basta un mínimo de conciencia civil para ver que se trata de lo mismo: de partir de la postulación de una realidad mítica, para decretar que en esta hay que hacer encajar, por la coacción y la fuerza si es preciso, la realmente existente. Último dato, para quienes lo ignoren: la sociedad catalana es bilingüe, pero en ella los que tienen al castellano o español como lengua materna son mayoría (un 54%).

Ante ese estado de cosas, el grupo de amigos se decía que algo había que hacer. Máxime al comprobar que, con el traspaso del gobierno de CiU a los socialistas catalanes en las elecciones autonómicas de 2003, ya estaba claro no solo que nada de eso iba a cambiar, sino que seguramente empeoraría: Pasqual Maragall, flamante presidente de la Generalitat gracias a una coalición de partidos de izquierda y nacionalistas, lo primero que hizo fue anunciar que Cataluña tenía un solo problema que resolver: arrancar más autogobierno al malvado gobierno central español, y una sola ocupación digna de su clase política: la redacción de un nuevo Estatuto de Autonomía.

Los amigos, de cena en cena, acabaron comprendiendo que había pasado la hora de redactar manifiestos y recoger prestigiosas firmas y organizar actos públicos para alertar a sus conciudadanos, y que lo único que cabía era abrir un proceso constituyente de un nuevo partido político. Que lo fuera por su rechazo del nacionalismo, pero también y sobre todo por su abierta y firme defensa de los valores de igualdad de todos los ciudadanos en el marco de la Constitución española de 1978, una norma equiparable a las constituciones liberales y democráticas del entorno europeo de España. Eso sí, como buenos intelectuales al cabo, redactaron un manifiesto y lo presentaron en sendos actos a la prensa y al público. Por descontado, recibieron el esperado chaparrón de insultos (“españolistas”, “fachas”) y amenazas (incluso una de muerte, que hubo que responder con una demanda), pero en menos de un año existía un partido político: Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Que tres meses después, en las primeras elecciones autonómicas catalanas tras su fundación, “envió”, como dicen los ingleses, al Parlamento local a tres de sus miembros, elegidos diputados.

De las cenas y discusiones y del revuelo considerable que supuso en Cataluña la formación de ese partido (que sigue contando hoy con representación parlamentaria local) se habían escrito análisis y recogido testimonios, pero ahora tenemos, por primera vez, una crónica de primera mano escrita por uno de aquellos comensales que acabaron convirtiéndose en los quince firmantes del manifiesto y fundadores e impulsores del nuevo partido. O mejor dicho, una: María Teresa Giménez Barbat, en Citileaks. Los españolistas de la Plaza Real, narra en una prosa clara, sin políticas retóricas y con no pocas dosis de humor, su experiencia como una de las dos mujeres que participaron en el proceso previo y posterior al lanzamiento del manifiesto fundacional del partido, una de las dos mujeres que quedaron subsumidas en la etiqueta de “los quince intelectuales”, como los medios nacionalistas –que en Cataluña son todos– pretendieron hacer mofa de ellos, lo que revela únicamente la alta idea que la Cataluña bienpensante se hace de la inteligencia.

Los argumentos ad hominem y pro domo sua son despreciables, pero perdóneseme que, por una vez, me valga de uno para recomendar la lectura del libro de Giménez Barbat. Quien se asome a él, sea o no catalán y maneje o no todas las claves locales, se hará una idea de lo extraordinariamente difícil que es la acción política en su manifestación más formal y civilizada, que solo proporciona un partido político (para cualquier otra forma de acción política, basta con encontrar a un pillo y ponerlo al frente de una turbamulta). La democracia sin partidos puede parecer más fácil, de entrada, pero a la larga, como en el Capricho 43 de Goya, solo produce monstruos.

Ah, lo olvidaba: yo soy la otra mujer de aquel grupo de los quince, y a pesar de seguir profesando el sano y necesario espíritu de discrepancia y contradicción sin el cual no habríamos sido capaces de fundar el partido, me alegro de que mi compañera de armas (y de armas tomar) nos regale su verídica y deleitosa crónica. ~

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(Caracas, 1957) es escritora y editora. En 2002 publicó el libro de poemas Sextinario (Plaza & Janés).


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