Clásico y posmoderno

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D. T. Max

Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Biografía de David Foster Wallace

Traducción de María Serrano Giménez

Barcelona, Debate, 480 pp.

En muchos sentidos, David Foster Wallace fue un clásico intelectual estadounidense. Como tantos de ellos –de Twain a Sontag–, estuvo obsesionado con las expresiones de la cultura popular. Escribió un libro sobre el rap y memorables reportajes y ensayos sobre el ocio de masas: la televisión, el porno, los cruceros, el deporte. Pero como sus antecesores, se dedicó también a cosas serias: sus endemoniadas narraciones cortas y novelas son sin duda alta literatura que gira en torno a la cultura capitalista y el modo en que vivimos en ella: de la adicción al aburrimiento, de la tentación del fracaso y el miedo ante el fracaso al deseo de la fama y el pavor ante la fama, de la sobreabundancia de información a la incomunicación. Además de eso, estudió filosofía, se interesó por las matemáticas –publicó un libro divulgativo sobre la idea del infinito, ahora recuperado por la editorial rba– y fuera en sus obras de ficción o no ficción, dejó pocas cosas de la vida pública estadounidense contemporánea sin explorar. ¿Los impuestos? Les dedicó una novela. ¿Las campañas políticas? Uno de sus mejores reportajes. ¿La ingesta compulsiva de comida? Dos grandes piezas.

Todo esto es lo que cabría esperar de un gran intelectual clásico nacido en 1962 en una familia de académicos de clase media, formado en la cultura de campus estadounidense –ese raro universo en el que confluyen casi con la misma intensidad la cultura popular y la culta– y con una inmensa ambición solo anulada con demasiada frecuencia por sus adicciones al alcohol y las drogas y su recurrentes depresiones. Quizá lo más sorprendente, sin embargo, es que a diferencia de muchos otros intelectuales anteriores y contemporáneos, en contra de su propia imagen –la estética de un perfecto hombre anuncio posmoderno– y las habituales interpretaciones pop de su sofisticadísima obra, Wallace no fue ni remotamente un arquetipo, sino un hombre con una cantidad de contradicciones abrumadora. Fue sin duda un mujeriego y un heredero de la libertad moral surgida en los sesenta, pero al mismo tiempo un conservador que votó a Reagan, se esforzó por encontrar la fe religiosa y creyó en John McCain en el año 2000. Advirtió casi mejor que nadie los riesgos de la cultura capitalista contemporánea, pero decidió entenderlos y explicarlos a fondo en lugar de echarse en brazos de cualquier otra alternativa. En los últimos años de su vida, sin embargo, decidió convertirse en un activista: detestaba la política de Bush y apoyó con una intensidad que le sorprendió a él mismo la candidatura de Obama. El mundo era complejo. Su cerebro era complejo. Su vida y su escritura tenían que serlo.

Todas las historias de amor son historias de fantasmas es una biografía coral, extraordinaria y tristísima de ese hombre que puso patas arriba la literatura y el periodismo de revista estadounidenses. Sin embargo, como cuenta admirablemente D. T. Max, nada de eso fue fácil. Aunque empezó a publicar de muy joven tenía veinticinco años cuando apareció su primera novela, La escoba del sistema, traducida al español por la editorial Pálido Fuego, y veintisiete cuando apareció el libro de cuentos La chica del pelo raro, en Mondadori, como toda su obra excepto los dos libros anteriormente mencionados– y se ganó pronto una pequeña pero respetable admiración, su pelea con la escritura fue ardua. No solo estaban sus problemas laborales –era un profesor de escritura creativa devoto, pero no siempre constante ni capaz de transigir con la burocracia universitaria– y sus recaídas en la depresión, sino también las mujeres –le dijo a su amigo Jonathan Franzen que tal vez su único fin en esta vida fuera “meter el pene en tantas vaginas como sea posible”– y los mismos asuntos sobre los que escribía: podía pasarse días con los ojos pegados a la pantalla viendo malos programas o películas porno, o tratando de dejar algunas de las drogas legales e ilegales a las que en distintos momentos de su vida fue adicto, y que en cierta medida le llevaron al suicidio.

Sin embargo, a pesar de esta vida nada plácida, es indiscutible que Wallace triunfó como escritor. En 1996, con 33 años, publicó La broma infinita, una novela complejísima, modernista y posmoderna al mismo tiempo –“una obra maestra y un monstruo”, dijo el New York Times, aunque otros medios la consideraran una simple exageración sin pies ni cabeza–, que a pesar su dificultad tuvo un inmenso éxito y le convirtió en una especie de ídolo generacional.* Pero la reacción de Wallace a ese triunfo no fue de simple entusiasmo. “En abril [de 1996] Wallace había terminado de una vez por todas [con la gira de presentación]. Tuvo un éxito extraordinario, pero no estaba ni mucho menos seguro de que la experiencia hubiera sido agradable. Era demasiado consciente de sus debilidades como para no ver la paradoja de que su intento de condenar la seducción había resultado ser muy seductor […] ¿Se había convertido La broma infinita en otro crucero de ocio, luces brillantes en un mar vacío?” Como le escribió por aquel entonces a su admirado Don DeLillo, se había esforzado por atender a los periodistas, pero estos no querían hablar de la novela, sino de la locura que había desatado la novela. La mayoría de escritores estarían bastante satisfechos con eso, pero no él. El éxito de un libro que explicaba que el mundo estaba loco era una demostración de que, efectivamente, el mundo estaba loco.

Después de este triunfo indiscutible y desasosegante, Wallace publicó la primera de sus recopilaciones de artículos periodísticos, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, a mi modo de ver su mejor libro –creo, como muchos otros, que su no ficción es mejor que su ficción–, y el éxito se repitió. Sin embargo, “la libertad que le dio el éxito dejó intranquilo a Wallace; en su vida, se había esforzado por disminuir sus opciones, por darse una serie de sencillas instrucciones: no beber o fumar porros, no tratar de impresionar a los demás para así sentirse mejor. Pero en la página las cosas eran más complicadas. Sabía que tenía que escribir para sí mismo y no pensar en el lector, pero eso era más fácil de decir que de llevar a la práctica”. Wallace no tenía ni treinta y cinco años, era un escritor famoso y respetado, incluso tenía algo de dinero, pero no sabía hacia dónde ir. Pensó en dar más clases, en dejar de dar clases; temió haberse convertido en una estatua de escritor, le dio miedo fracasar en sus siguientes empresas. Aun así, escribió más cuentos –que formarían parte de Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999)– y reportajes –algunos de los cuales se recopilarían en Hablemos de langostas (2005)–, encontró una relativa tranquilidad emocional y escribió, pero no acabó de corregir, El rey pálido, que aparecería póstumamente en 2011, como lo haría otra recopilación de reportajes, En cuerpo y en lo otro, que publica en estos días Mondadori.

David Foster Wallace fue un novelista y cuentista posmoderno, y no puede decirse en absoluto que sus piezas periodísticas fueran convencionales, pero, como muestra esta biografía modélica, sus preocupaciones fueron las de un intelectual clásico, un hombre desbordado por la riqueza del mundo, que siempre sintió que nunca podría plasmarla por escrito y que, con una rara honestidad en el medio intelectual, aceptó que en la vida hay inevitablemente más dudas que certidumbres. Su imagen, su afición por la cultura pop y una inteligencia aplastante e insegura hicieron de él, en parte, un icono. No hagan caso. Fue un escritor arraigado en la gran tradición y que interpretó el mundo de una manera nueva y extraordinaria. ~

 

 

 

 

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*Para una valoración de la obra literaria de Wallace mucho mejor de la que yo podría hacer, vean este texto de Rodrigo Fresán publicado en Letras Libres en 2008: http://www.letraslibres.com/sites/default/files/files6/files/pdfs_articulos/pdf_art_13275_12083.pdf

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(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.


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