Bendita melancolía

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Jon Juaristi

Renta antigua

Madrid, Visor, 2012, 78 pp.

 

La adicción a los poemas de Jon Juaristi es un viejo vicio que a veces puede parecer hasta feo: se nutre de elementos muy heterogéneos y no basta un resumen veloz para determinar qué cosas activan sus poemas en la inteligencia y el sentimiento. La gasa del humor no rebaja la verdad (pero la amasa compasiva) y aunque la casa es ya vieja filtra bien la luz del día, y también la de la memoria. No olvido que es competente catedrático muy formal de literatura española, con algunos estudios centrales en la bibliografía reciente (y muy en marcha su biografía de Unamuno), ni olvido tampoco que ha jugado con una independencia de criterio político e ideológico que, a veces y a algunos amigos, nos ha dado más de un temblor, alguna jaqueca y hasta algún pasmo. Pero para quitarse de aprensiones, un ejercicio fértil es leerse sin prisa sus memorias ensayísticas Cambio de destino, y no perder de vista la cordura jocosa o la socarronería melancólica y lúcida de su poesía.

Casi siempre es juguetona y burlona porque es poesía escrita con otros poetas y poemas a partir del injerto raro que pone el propio Juaristi y que da el tono exacto de su voz. Casi ningún otro poeta de hoy hace tanto por dejar rastros evidentes en sus poemas de los poemas de otros, de las otras voces que han sido escudo o cataplasma, motivación y hasta envidia de poeta: un soneto de Quevedo rebosa en uno suyo, un título imponente de Ramón Pinilla cierra otro poema o decoran y alegran sus versos otros versos de Antonio Machado, de Gil de Biedma (o de Luis Alberto de Cuenca). Y por bien justas razones, la burla de la metapoesía salta a la fuerza mientras una rima esgrime una palabra rara para cerrar el verso.

Nace su tono de la melancolía irónica como única vía redentora de la decepción, del tiempo y de la edad, o incluso del pasado puro. Sin melancolía no habría Juaristi poeta, pero sin ironía tampoco, y la emulsión que logran los mejores poemas conduce a otro sitio: a una piedad civil y fría por sí mismo y por sus países que casi nadie más tiene hoy como poeta. Por eso algunos de los mejores versos de este libro están atravesados de memoria justa y de rencor desactivado, como en el presumiblemente malintencionado “Entre canes entrecanos”: “Que ya no se acuerden, me deja perplejo, / y aunque nunca exijo el ojo por ojo / y apenas me quejo / de que me vejaran por hijo de rojo, / me molesta su afán de hacer listas / como las que hacían sus padres franquistas.” Y por supuesto lo que pasa por las emociones patrióticas sigue siendo combustible del autor: su “Dos de mayo” tiende al aquelarre esperpéntico y quevedesco aunque la aguja de marear señala más de una vez, e inevitablemente, a la vasquidad armada y un gudari de 1968: “Y eso que soñabas / lo soñaron también en sus bucles / infernales de melancolía / taciturnos camaradas fúnebres.” Sus mejores afectos laten vivísimamente en otros poemas privados con burla cifrada, como “Deflación”, que no se para en barras: “Esta generación se desvanece: / veo / ensancharse el vacío, borrarse el horizonte.” Y antes de que caigamos en la sima desolada el quiebro de un último verso reparador: “Se escribió el Cohelet para estas ocasiones” y resignadamente así evocar el “vanidad de vanidades” del Eclesiastés.

Pero la renta antigua de esta casa no calla tampoco el desorden sentimental y la pena burlona –“Cuando tú te hayas ido, / me envolverán las sobras”–, entre otras cosas porque buena parte de la gracia del libro está en exhibir las canas y a lo mejor el sobrepeso, quizá también la sensación tibia de perder sin exagerar. Alguna vez recuerda la calidez lírica y racionalista de los poemas de Joan Margarit en su misteriosa vida feliz, como en “No es como lo temías”: ni el declive es sangriento ni el rencor se ha hecho dueño de uno mismo, ni los amigos han muerto todos ni tampoco acaba de ver uno el momento de dejarlos ir a casa. Por eso no es nada extraño que otra vertiente del libro sea la confidencia veraz y entre perpleja y gozosa por haber disfrutado de la amistad de algunos sabios, por supuesto tratados como sabios. Al libro llegan dos poemas que son dos homenajes veteados de afecto y gratitud: uno es para José-Carlos Mainer –y fue su contribución al libro que La Veleta organizó Para Mainer, de sus amigos y compañeros de viaje el año pasado– y el otro es para el más italiano de los castellanos, Francesco Ricco, con sobredosis risueña de aliteraciones y tétricos suspiros cerca del Retiro mientras pían “con sus arpadas lenguas las arpías”.

El teatro irónico de la melancolía no es teatro: es rumor lírico y verdadero en este poemario que pasito a pasito va “hacia el Vacío Rotundo / donde te vas a perder, / pobrecito, el Arroyito / tan Bonito, tan Bonito / del Ayer”. La broma macabra a lo mejor es barroca, pero a mí me parece que es la voz de un clásico que todavía bromea aunque ni él ni nadie esté para muchas bromas. ~

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(Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona. En 2011 publicó El intelectual melancólico. Un panfleto (Anagrama).


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