Presunto Récord

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Enseguida me vi como responsable de que unos atletas españoles –Marta Domínguez, vicepresidenta de la Federación Española de Atletismo, entre ellos– hubieran sido pillados trapicheando con sustancias dopantes, en una operación que la Guardia Civil había llamado “Galgo” con un evidente sentido del humor. Aunque Patricia Highsmith, que algo sabía de crímenes, afirmaba que se coge mucho antes a un cojo que a un mentiroso.

El 12 de septiembre, en el programa de radio de Montserrat Domínguez, A vivir que son dos días, uno de los contertulios (iba en un autobús hacia el aeropuerto de Alicante y no me pude quedar con su nombre) habló de la “razón” por la que se dopaban: la presión que ejercía el público para alcanzar siempre mejores marcas era muy grande, ineludible en más de un sentido. Al día siguiente Eugenio Fuentes esgrimía en El País un argumento más elaborado literariamente: el atleta “sabe que de él depende algo más que un simple resultado deportivo: según su actuación, entrarán en juego la alegría o la tristeza, la decepción o el orgullo, el entusiasmo o la frustración de la comunidad a la que representa”.

O sea, el atleta se dopa para cumplir con las expectativas de “la comunidad a la que representa”. Es, así, otra víctima más. Su responsabilidad es relativa, parcial, tiene que verse con comprensión…

Yo comprendo perfectamente el dóping. Estoy de acuerdo con él. Lástima que las autoridades deportivas, emulando a la gran mayoría de las autoridades gubernamentales del mundo respecto al consumo de drogas, consideren que el dóping está prohibido y debe de ser castigado: con medidas deportivas (exclusión de la competición, eliminación, anulación de marcas…) y con medidas penales de la justicia extradeportiva (cárcel, indemnizaciones, multas…).

En España, la justicia actúa contra quien facilita el dóping de la misma manera que lo hace contra un traficante de drogas: por delitos contra la salud pública, según la tipificación legal. Eufemiano Fuentes, médico implicado en esta operación Galgo, y que también se vio implicado en otra operación similar de dóping, se libró de las acusaciones que se le hicieron en el juicio alegando que él no había dañado la salud de los atletas administrándoles sustancias dopantes, sino que la había mejorado. Me extraña que ningún traficante, con posterioridad, haya seguido por esa senda argumentativa: quizá estaríamos en un nuevo momento en la política sobre drogas.

En Holanda, en las pasadas elecciones, cientos de personas, entre ellos el ex ministro de Defensa Frits Bolkestein, del Partido Popular por la Libertad y la Democracia, conservador liberal, y la ex ministra de Salud Els Borst Eilers, de los Demócratas 66, liberales de izquierda, presentaron una propuesta para legalizar todas las drogas en ese país: el argumento no tenía nada que ver con la libertad individual (según la propuesta ya clásica de Thomas Szasz), sino con las finanzas del país, que saldrían muy beneficiadas con la medida y acabarían con parte de la presión generada por la crisis económica.

Si los atletas que se dopan, o que suministran sustancias dopantes, son detenidos y su detención es tan relevante, no es porque ataquen “la salud pública”, que no la atacan, sino, más bien, porque atacan la decisión de los gobiernos (ayudados por la ciencia médica en muchas ocasiones) de convertir al deporte en el bien supremo, guardián de las buenas costumbres. Así, el deporte se ofrece como alternativa ante los “drogadictos” de verdad, los del hachís, la heroína y las pastillas; se ofrece como garantía de buena salud, frente a los excesos de la comida, del alcohol y del tabaco; es la actividad que tenemos que desarrollar para ser más sanos, y mejores ciudadanos y más longevos. El deporte es el sustituto que han elegido los gobiernos a la religión de Estado.

Esto no es nuevo, ya lo hicieron, durante años, los gobiernos comunistas: Jean Echenoz lo acaba de contar en un estupendo libro, Correr (Anagrama), sobre el atleta checo Emil Zátopek. Pero en las democracias occidentales son los atletas quienes aceptan libremente ese papel (y muy a menudo acaban desarrollando actividades políticas; tanta es la simbiosis entre gobierno y deporte). Aceptan las becas y los honores, y raramente se les oye discrepar del sistema deportivo.

A mí no me preocupa en absoluto que los atletas (y los no atletas) se droguen. Me preocupa que el deporte, gracias a la acción unidireccional de los gobiernos, se haya convertido en la única alternativa posible. En el currículum escolar hay más horas dedicadas al deporte (se llamaba “gimnasia” cuando yo era niño y ahora no sé cómo se llama) que a la lectura; más que a los idiomas; más que al cine; más que a la música; más que al arte (¿todavía enseñan arte?). Y en el currículum extraescolar el deporte también es la actividad más desarrollada.

El deporte es el rey y no se puede dejar que unos atletas ambiciosos dejen en mal lugar al presidente del gobierno (que es además “ministro” de la cosa deportiva en España) por meterse su propia sangre “reelaborada” y no se puede dejar que los pillen en un control antidóping (como le pasó recientemente al ciclista Alberto Contador) y manchen la reputación de los alcaldes y de los presidentes de comunidad que organizan los festejos.

Sería bueno que el deporte se desvinculara de la actividad política. Y sería mejor todavía que dejara de ser una religión de Estado. Y quienes hicieran trampas (en plenas facultades mentales y conscientemente) deberían ser sancionados, si en la competición está sancionado expresamente ese dóping, solamente con sanciones deportivas. ~

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(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.


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