La sombra que completa

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Como una fruta tardía que sorprende por su madurez y hondo sabor. Así se apareció hace tres décadas a los lectores colombianos la poesía de José Manuel Arango (Carmen de Viboral, 1937-Medellín, 2002). El profesor universitario de filosofía y lógica simbólica, el delicado y, a la vez, personalísimo traductor de poesía norteamericana ofrecía en su primer libro, Este lugar de la noche (1973), una poesía dorada por un aliento sabio, modesto y firme. Con lentitud natural fueron apareciendo otros libros —Signos (1978), Cantiga (1987), Montañas (1995) y Poemas reunidos (1997)— que hicieron de su autor una referencia de la actual poesía colombiana. Simultáneamente, el poeta acrecentaba su presencia en el mundo literario de Colombia desarrollando junto con otros escritores colombianos una rica labor editorial desde las revistas Acuarimántima (1973-1983) y Deshora (desde 1998).
     En España, por el contrario, el desconocimiento de su obra es grande, incluso más del que impone la habitual estanqueidad de los panoramas literarios hispánicos. Afortunadamente, su valor no pasó desapercibido para la revista sevillana Palimpsesto, que, en principio, adelantó algunos poemas y en la primavera del 2002 editó una antología con textos escogidos por el propio poeta (La sombra de la mano en el muro). Asimismo, su inclusión en la reciente y comentadísima antología de poesía hispánica contemporánea Las ínsulas extrañas contribuirá, sin duda, al descubrimiento de la obra del poeta en el ámbito hispanoamericano. Lamentablemente, Arango falleció poco antes de ver estas amplificaciones de los límites editoriales de su obra. Pero, al menos, su figura y su poesía continúan siendo celebradas: en su país, con homenajes póstumos y con la edición de un poemario inédito, Tierra de nadie del sueño, acompañado de varios ensayos sobre la figura del poeta colombiano y su obra; y en España, con el sentido homenaje que la revista Palimpsesto, continuando al lado del poeta, le rinde en su último número.
     Precisamente, en el prólogo que Arango escribió para la antología La sombra de la mano en el muro reconoce el poeta la influencia de la poesía norteamericana que conoció durante su estancia en Estados Unidos. No la de los beat, sino la enraizada en Pound, en Wallace Stevens y en William Carlos Williams; no la poesía de la metáfora, en suma, sino la de la palabra que toma impulso en la objetualidad de la mirada, del entorno, disponiendo los objetos en una escenografía regida por la economía poética, esto es, con precisión y silencios. Es desde esta clave desde la que la poesía de Arango da con la palabra poética tal y como la entendía María Zambrano en su Filosofía y poesía: “la palabra que quiere fijar lo inexpresable, porque no se resigna a que cada ser sea solamente lo que aparece. Por encima del ser y del no ser, consigue la infinitud de cada cosa, su derecho a ser más allá de sus actuales límites”.
     En su obra poética José Manuel Arango consigue oficiar esa extraña ceremonia de la epifanía con sabia humildad poco frecuente. Los que conocieron al poeta hablan de su modestia y sus silencios prolongados. Y mucho de esto hay en sus versos. Por una parte, el poeta no olvida la humilde materialidad de la voz que nombra: ni la poética ni el hombre que la funda sobrevivirían lejos de la calidez del decir cotidiano. Esa música de la oralidad es la que, en la poesía de Arango, materializa la cercanía del cuerpo que nos habla y, con él, la dicción insistente y coloquial de la vida, su proximidad: “así se dan los días la fruta la boca/ se dan al tiempo/ tragón […] (quiero decir/ la voz de los amantes/ enronquecida…)”. Responde esta materialidad a la visión que de la poesía nos da el propio poeta colombiano en la presentación de sus versos al lector español: “Unas contadas palabras que serán reflexión, no del intelecto solamente, sino del ser todo de carne y hueso”. Virtud inestimable del poeta será que esta cercanía a la materialidad del decir no diluya la necesaria tersura ni la precisión ni la densidad de su palabra poética. Y de este lance sale victoriosa la poesía del escritor de Antioquia. Silencios prolongados y pausas rítmicas tensan los textos y la expresión contenida se adensa hasta romper por su propio peso la funda del silencio. Su palabra, pues, deja bien atrás la impotencia de la lengua común para extraer de las cosas su proyección, la dimensión que las completa: los patios traseros de las casas, la rama que tiembla tras el pájaro ya invisible, las aves que rodean la carroña o la niña que juega sobre una tumba como figurando adornos para su propia muerte. Lo fácilmente perceptible y su prolongación, que se vuelve activa en el poema gracias a la “oscura lengua/ que desvela el origen y la amenaza”. El título de la antología no parece, por tanto, casual: la sombra proyectada contra el muro es también esencia de la propia mano; la sombra se constituye en el color de la opacidad de los cuerpos y en la densidad del propio existir. La palabra atenta de Arango alcanza a registrar este “Declive suave de la calle que lleva que arrastra/ declive no advertido de la vida”. Si cada elemento poetizado trae aparejada su propia proyección en otros elementos y en otros espacios (ya conformando una sola realidad), es porque el autor escribe sabiéndose parte de un todo: “Sabe/ que una noche los ojos con que mira/ el girasol serán el girasol// que la lengua que canta es también parte/ del todo”. En buena medida, éste es el destino de todo poeta de la calidad de José Manuel Arango: ser nudo modesto que ata en el espacio del poema la dispersión empobrecedora del mundo.
     La muerte de José Manuel Arango en abril de 2002, a la vez que su poesía nos llegaba, es la triste y singular coincidencia que reclama la perfección de su obra, como la sombra completa la solidez del cuerpo. Pero, tal vez —como escribe el chileno Gonzalo Rojas—, “al morir escalera abajo venimos llegando”. Así pues, bienvenido. ~

— José María Castrillón
[Ver “Alegría de los sentidos”,
de José Manuel Arango, p.28]

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