La otra industria del terrorismo

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Uno de los principales efectos secundarios de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos fue el establecimiento de una enorme burocracia dependiente del miedo al terrorismo, de la presunta amenaza existencial del mundo civilizado y del “odio a nuestras libertades”. El terrorismo solo es exitoso si logra generar pánico e inseguridad, si puede incrustarse en nuestros hábitos y transformar la manera en que se destinan los presupuestos y se modifica el discurso público. El terrorismo se nutre más de nuestra imaginación que del auténtico potencial de los terroristas. Luchar contra el terrorismo es en gran medida perseguir fantasmas, dar vuelo a la paranoia, asestar golpes preventivos (a menudo ciegos) y rodearse de protecciones que la mayoría de las veces serán absurdas, redundantes y costosas. El peligro obviamente existe, basta considerar los ataques diarios en Afganistán, Pakistán, Siria, Iraq y Yemen, entre otros, así como en la redacción de Charlie Hebdo en París. Es absurdo ignorar estas realidades, sin embargo es grave que el sensacionalismo mediático domine desproporcionadamente el imaginario occidental.

El documental (T)error, de Lyric R. Cabral y David Felix Sutcliffe, es una interesante demostración de que los métodos empleados por el fbi en su lucha contra el terrorismo han logrado producir terroristas en lugar de detectarlos. En su desesperada búsqueda de resultados el fbi no se limita a enviar a personal infiltrado con el propósito de obtener información sobre redes de individuos peligrosos. Es claro que un informante debe entrar en los círculos de los sospechosos, ganarse la confianza de los blancos señalados por el fbi, convertirse en su amigo y obtener sus secretos. Sin embargo, los informantes actuales, especialmente los que operan en las comunidades islámicas, se dedican a fomentar la enajenación, estimular la rabia, ofrecer ideas de represalias contra el gobierno, prometer armas y explosivos, así como dinero e incluso empujar al blanco para que se decida a cometer un acto terrorista y justo en ese momento atraparlo en redadas escandalosas con las que el fbi justifica su presupuesto y asegura que vivimos en un tiempo de grandes peligros.

Cabral era vecina de Saeed Torres alias Shariff, quien un día le confesó que era informante del fbi. Cabral lo convenció de hacer una película, la cual dirigiría con Sutcliffe. En el transcurso de la filmación descubrieron que los blancos de estas investigaciones son casi exclusivamente jóvenes musulmanes de entre quince y 35 años, de bajos recursos, marginados y frustrados por lo que perciben como un sistema injusto y a menudo racista. Mientras que los informantes son casi siempre hombres con historial criminal, “sociópatas”, como dice el propio Saeed, que pueden ganar hasta 100,000 dólares y bonos extras si tienen éxito en mandar a prisión a su blanco. Sin embargo, si los informantes no obtienen resultados apenas reciben el equivalente al salario mínimo. Prácticamente todos los presuntos terroristas atrapados antes de cometer un ataque han sido víctimas de la instigación de algunos de los más de 15,000 informantes activos del fbi, en programas que cuestan a los contribuyentes alrededor de 1.2 mil millones de dólares anuales, según información de Cabral y Sutcliffe.

Durante la primera hora de la película los cineastas siguen a Saeed, quien no informó a sus superiores del fbi que estaba siendo filmado. La cámara captura su rutina doméstica, mientras cocina para su hijo, habla de su pasado como activista y militante, se queja de los agentes del fbi, con quienes textea todo el tiempo. Saeed habla de uno de sus blancos anteriores, Tarik Shah, un joven bajista y karateca a quien, a pesar de que lo consideraba su amigo, envió a prisión. El crimen de Shah fue decir que podría entrenar a militantes de Al Qaeda en artes marciales, algo que nunca hizo. Este caso permite a los cineastas explorar la conciencia atormentada y la condición de paria de Saeed: un hombre solitario, despreciado por sus amigos y su comunidad. Hasta ahí el resultado es un trabajo interesante pero relativamente convencional, de ninguna manera a la altura de documentales más elocuentes, dinámicos y elegantes como The Newburgh sting (Kate Davis y David Heilbroner, 2014).

Sin embargo, cuando a Saeed le asignan un nuevo blanco, Khalifa al Akili, un joven de Pittsburgh convertido al islam que se viste con ropas tradicionales y postea en Facebook frases incendiarias de admiración a Osama bin Laden y los yihadistas, Cabral y Sutcliffe optan por una estrategia distinta y peligrosa: comienzan a filmar y entrevistar también a Khalifa, sin revelar a ninguno de los dos su plan. Esto pone a los documentalistas en peligro de ser acusados de interferir con una investigación en curso y desde el punto de vista creativo también amenaza la imparcialidad e integridad del filme. Sin embargo, esta osadía se convierte en una poderosa herramienta para denunciar la nula ética del programa de infiltrados.

Buena parte de la fascinación del documental radica en el delicado juego que crean los cineastas al situarse al borde del conflicto de intereses. Por otro lado, su estrategia llega a ser similar a la de los informantes, ya que ellos también establecen relaciones de confianza con los sujetos a quienes filman sin revelarles sus auténticos propósitos. El filme parece desarticulado y demasiado emocional y, sin embargo, en eso radica su fuerza. Cabral y Sutcliffe ponen en evidencia que el informante es también una víctima de un sistema retorcido, siniestro y cobarde. Resulta muy difícil ver (T)error sin pensar en El proceso de Kafka o en 1984 de Orwell. En un mundo obsesionado con el terrorismo los crímenes del pensamiento son sancionados con severidad, la vigilancia permanente e implacable es la norma y ciertos sujetos son culpables simplemente porque las autoridades están convencidas de que deben serlo. ~

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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