Highsmith revisitada

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En sus no muy memorables memorias sobre su romance con Patricia Highsmith, Marijane Meakern (Highsmith, a Romance in the 1950’s) hace una descripción de su díscola admirada que es de una precisión conmovedora: “Era alta y delgada, con un pelo oscuro hasta el comienzo de los hombros y unos brillantes y oscuros ojos marrones que la hacían parecer una mezcla entre el príncipe valiente y Rudolf Nureyev.” Tal vez no sea inapropiado mantener de Highsmith esa imagen de arrebatada violencia juvenil más, o mucho más, que esa otra –tan literaria– de la alcóholica misántropa y rodeada de fantasmas, acorralada en su jaula dorada de Suiza en la que murió a mediados de los años noventa. Al fin y al cabo se había cumplido, muy literariamente en este caso, y palabra por palabra el brindis profético que la propia Marijane recordaba haber escuchado a la autora en la noche de fin de año de 1947: “Brindo por todos los demonios, por todas las lujurias, pasiones, avaricias, envidias, amores, odios, extraños deseos, enemigos reales e irreales, por todos los ejércitos de recuerdos contra los que lucho, para que nunca me dejen descansar.”

Siempre que se habla de Highsmith se comienza por un alambicado –y tedioso cuando ya se han leído varios libros y artículos sobre el tema– ejercicio biográfico. Se comienza hablando de su insana relación de amor-odio por su madre; se pasa por una más que pantanosa descripción de cómo la autora despreciaba sus propias tendencias homosexuales y destruía a sus amantes; se describe con pelos y señales su obsesión por el dinero y el éxito, su exacerbada misantropía, su preferencia por los gatos antes que por las personas, su miedo a los negros y su antisemitismo confeso, su alcoholismo crónico y su endiablada afición por destruir a quienes amaba. Todo ese ejercicio –tanto más infructuoso cuanto que la propia Highsmith se encargó concienzudamente de llenar su vida de pistas falsas– termina por convertir a la autora (al igual que Scott Fitzgerald) en una especie de mal personaje de sus propias novelas. Uno especialmente chusco precisamente porque todo se intenta cuadrar y justificar en ella, y su vida se hace previsible, justo lo opuesto a la de su brillante alter ego y máxima creación: el siempre imprevisible Ripley. Otra tentación infructuosa a la que nadie parece resistirse (ni siquiera la propia Joan Schenkar, quien por otra parte ha sabido escribir el mejor estudio sobre la autora: Talented Miss Highsmith) es la de preguntarse si la propia Highsmith era o no una asesina en potencia que sublimó sus sádicos apetitos con la escritura compulsiva de, si no me fallan los cálculos, 22 novelas, siete libros de relatos y más de 8.000 páginas de diarios aún sin editar.

Mucho se ha discutido también y la pregunta comienza aquí a ser más pertinente, sobre si Patricia Highsmith era, o no, realmente una buena escritora. La disparidad y el entusiasmo con el que los críticos se despachan en opiniones radicalmente opuestas es signo, sin duda, de que el caso Highsmith está, en cierta medida, sin resolver. Tan pronto se la empareja con los mejores escritores del siglo como se la ningunea como una simple escritora de género superventas, y resulta no menos interesante –y hasta conmovedor– comprobar que tal vez el asunto no hubiese sido resuelto del todo por la misma autora, al menos por lo que se colige al leer sus textos sobre escritura (Plotting and writing suspense fiction, traducido en español como Suspense*). Una cosa queda clara: el epicúreo carácter de la autora: no hay más vara de medir para Highsmith que el placer, tanto en la literatura como en la vida, (por eso Ripley prefiere el cuadro falso de Derwatt al verdadero Picasso, porque le produce más placer). Habría que añadir también que Highsmith es tanto menos eficiente –por utilizar sus propios términos– cuanto más literaria trata de ser y tanto más seductora y convincente cuando se desliza hacia esa prosa rápida, no siempre cuidada, pero impresionantemente lúcida desde el punto de vista psicológico, hacia esas frases secas y aparentemente neutras en las que de pronto nos vemos descritos con una especie de alucinada sorpresa. Highsmith era sin duda, cito a Graham Greene, “una poeta de la aprehensión, alguien que fue capaz de crear un mundo totalmente propio, claustrofóbico e irracional, en el que uno siempre entraba con una especie de temor a ser herido en lo más íntimo”.

Queda fuera de toda discusión, eso sí, que Highsmith es una de las grandes damas del género aunque a veces se arguyan, para corroborarlo, argumentos esencialmente falsos. La propia autora llegó a decir en una ocasión que cualquiera de nosotros “si nos viésemos acuciados por unos motivos lo suficientemente poderosos nos convertiríamos en Ripley”, cosa que me parece estar muy lejos de ser cierta. Lo más probable es que nos convirtiéramos en Trevanny (el hacedor de marcos que se ve obligado a asesinar para la mafia para costear su cara enfermedad) o en Frank Pearson (el parricida constantemente asediado por los remordimientos al que Ripley trata de “reeducar”). Lo que convierte a Ripley en un personaje verdaderamente prodigioso y fascinante es más su imprevisibilidad que su amoralidad, más su capacidad para la brillante improvisación que su condición de asesino (siempre accidental en realidad, porque sólo asesina cuando se ve obligado a ello), más sus máscaras que su rostro, por eso cuanto más se define el personaje en la saga de las cinco novelas en las que se desarrolla, menos interesante resulta, y las últimas entregas de la serie terminan por ser, con mucho, las peores.

Pero uno sólo combate los prejuicios que comparte y, en ese sentido, el caso Highsmith no parece una excepción. La autora llegó a decir –para defender a Ripley de sus moralistas detractores– que estaba más que aburrida de escuchar que su personaje debería ser castigado. “El arte no tiene nada que ver ni con la moral, ni con lo que el público se empeña en llamar justicia.” Y sin embargo son precisamente la moral y la justicia los pilares basales de la narrativa de Highstmith. En un emocionante episodio de El talento de Mr. Ripley, durante una conversación con Dickie Greenleaf, nuestro héroe se despacha con una declaración sorprendente y misteriosa: “lo que da miedo pensar no es que la vida sea injusta, sino que lo sea, lo que de verdad es aterrador es pensar que todos los hombres tienen exactamente la vida que merecen” y en cuanto a lo moral la autora sólo parece conocer una conciencia: la del vampirismo de los afectos. Desde su primera novela Extraños en un tren en 1950 (edulcoradamente llevada a la gran pantalla por Hitchcock) hasta su amable versión lésbica de Small g: un idilio de verano de 1995 (que retoma el tema de la homosexualidad entre mujeres de The price of salt que en 1952 no se atrevió a firmar con su nombre) toda la conciencia afectiva de Highsmith parece girar maniáticamente alrededor del hecho irresoluble de que dos personas, en determinado momento, se encuentran y hacen del otro el objeto obsesivo de su existencia. Y no sólo eso: hacen de él su espejo, generando así un constante intercambio de voces, máscaras, vestidos más parecido a las constantes entradas y salidas de la Comedia dell’arte que a una novela de suspense propiamente dicha. El amor se convierte en un selvático ejercicio de ingestión de la persona amada, una destrucción inevitable y carnívora en la que el éxito sólo queda culminado en la asunción del carácter ajeno, aunque no sea posible saber si como máscara o como una naturaleza más de las múltiples que nos componen.

No es extraño que una vida aguijoneada por decenas de apariciones casuales y devastadores acabara generando una fijación maniática con el tema del encuentro ni que Highsmith asesinara en sus novelas (como comenta Meakern) “a la gente a la que amaba en la vida real”, pero basta una sola mirada a cualquiera de sus retratos de juventud para darse cuenta de inmediato de que tras esa sonrisa encantadora había una bomba de relojería. ~

 

 

 

 

 

* En el sello Mosaico ha emprendido la reedición de la obra completa de Highsmith en bolsillo. Suspense es uno de los seis títulos ya publicados

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