Fotografía: Radio France Internationale

Francia atrapada por las utopías

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La política francesa ya no está en el centro de la historia de Occidente, pero sigue manteniendo una influencia y un significado que van más allá de sus fronteras nacionales. Desde el siglo XVIII, pasando por el papel épico de De Gaulle en la Segunda Guerra Mundial y la descolonización de África, hasta el “movimiento” estudiantil de mayo de 1968, Francia ha sido con frecuencia un laboratorio de profundos cambios sociales que afectarían a toda Europa. Es posible que lo mismo haya sucedido en la reciente elección presidencial: el idiosincrásico presidente Nicolas Sarkozy ha sido sustituido por el aburrido y burocrático François Hollande.

El nuevo presidente francés hizo saber a todos sus votantes, como parte de su atractivo de campaña, que él sería un presidente “normal”, en contraste con todos sus predecesores desde la fundación de la v República, en 1958. Esto puede ser una señal significativa de que las naciones democráticas han desarrollado cierto recelo a la posibilidad de ser lideradas por presidentes o primeros ministros extravagantes y carismáticos, a la manera de los ya retirados Sarkozy o Berlusconi. Si observamos el conjunto de Europa, ninguna democracia es liderada actualmente por una fuerte personalidad carismática: Europa no tiene en el timón a Sarkozy ni a Berlusconi, pero tampoco a Thatcher, Helmut Kohl o José María Aznar. En un momento en el que existe una percepción unánime de la crisis europea –una crisis económica e institucional–, todos los líderes europeos parecen, bueno, extremadamente normales. Los franceses, que solían enamorarse de líderes fuertes o al menos idiosincrásicos, se han vuelto normales, como cualquiera.

Después de todo, ¿no deberíamos celebrar la victoria de la normalidad sobre el carisma en los regímenes democráticos? La democracia consiste en ciudadanos normales que eligen candidatos normales por un período de tiempo limitado. Con todo, ¿y si no estamos en tiempos normales, como el propio Sarkozy le espetó a su normal adversario durante la campaña? La normalidad de la mayor parte de los líderes europeos coincide, lamentablemente, con una notoria ausencia de visión y estrategia a largo plazo. En caso de que alguno de estos líderes normales tenga una estrategia a largo plazo para Europa (¿tienen una Van Rompuy o Lady Ashton?), parecen extraordinariamente incapaces de transmitirla al pueblo europeo. En el significativo caso de François Hollande, los raros atisbos de una visión global que hasta el momento ha podido elaborar mandaban a Francia de vuelta a la socialdemocracia que fue popular y bastante exitosa en los años sesenta: un fuerte Estado del bienestar, construcción de infraestructuras para relanzar el crecimiento económico y crear puestos de trabajo. Hollande, de hecho, devuelve a los franceses a los idílicos sesenta, una época de rápido crecimiento, demografía dinámica, poca inmigración y falta de competidores, previa a la globalización.

La utopía de Hollande, que el nuevo presidente francés intentará compartir con los demás líderes europeos, nos devuelve a un mundo que ya no existe. Esta nostalgia por cosas pasadas es inquietante cuando, al mismo tiempo, Francia y otras democracias se enfrentan a los verdaderos retos contemporáneos y, más ominosamente, a utopías alternativas que surgen de la extrema izquierda y la extrema derecha. Retrospectivamente, las elecciones presidenciales francesas de 2012 podrían recordarse no tanto como las de la victoria de Hollande, sino como el principio de la Larga Marcha de los llamados partidos populistas hacia la toma del poder o, al menos, al ejercicio de una influencia decisiva en la política europea. En la primera vuelta de las elecciones francesas, la extrema izquierda –una variopinta colección de comunistas, anticapitalistas, trotskistas y ecologistas radicales– consiguió alrededor del 14% de los votos. En la extrema derecha, el Frente Nacional liderado por Marine Le Pen, lo más cercano que tenemos a la vieja ideología fascista, alcanzó su máximo histórico con un 18% de los votos. Sumados, han atraído a un tercio de los votantes franceses. ¿Es legítimo sumarlos cuando simulan ser enemigos acérrimos? Resulta que tienen mucho en común, en primer lugar por su oposición a la dirección general de las políticas mayoritarias francesa y europea: no al libre mercado, no a la Europa liberal, no al euro, al capitalismo, a la globalización. Ambos lados tienen sus raíces en un pasado idealizado: la Revolución francesa y su vena igualitaria en el caso de la extrema izquierda, y el Imperio francés y su dominio sobre la gente de color entre la extrema derecha. Ambos proponen soluciones irreales, como cerrar las fronteras a la competición extranjera, suprimir el capitalismo y los mercados financieros, o mandar a los inmigrantes de vuelta a sus países. Ambos son, de hecho, fuertemente nacionalistas, porque están persuadidos de que Francia debería actuar a solas, sin tener en cuenta el mundo exterior. La convergencia va más allá de la común irracionalidad de sus programas: tanto la extrema izquierda como la extrema derecha encuentran sus votantes fieles entre el gran número de franceses que se sienten desengañados de la política tradicional, que suelen ser pobres, con frecuencia desempleados o con un futuro desolador. Por lo tanto, las utopías, de extrema izquierda o de extrema derecha, atraen a un tercio de la nación que no percibe oportunidades para sí en una sociedad abierta.

La normalidad de Hollande puede parecer una respuesta pobre a esas masas populistas. Llamarles populistas no es un análisis satisfactorio, porque el malestar que expresan a través de esas aspiraciones utópicas se basa en miedos reales y legítimos. ¿Hasta qué punto reales y legítimos? A causa del lento crecimiento y la globalización, todas las sociedades europeas –y también, ciertamente, la estadounidense– se han dividido claramente en dos nuevas clases: el estrato superior puede prosperar gracias a una buena educación, trabajos relativamente buenos, buenas conexiones sociales y capital social. El estrato inferior sigue atrapado en trabajos menores, o carece de empleo. El estrato inferior es el que se enfrenta directamente a la competición de inmigrantes, legales e ilegales, procedentes de países africanos pobres.

Ningún líder europeo, y eso incluye a François Hollande, explica o siquiera menciona esta nueva división entre los que tienen y los que no: Hollande y Sarkozy eran representantes del estrato superior y ambos miraban por encima del hombro al estrato inferior, como una reserva de votantes a los que seducir, no como una nueva clase desamparados. Esta falta de análisis de lo que realmente significa el populismo convierte las elecciones francesas y lo que venga a continuación en un signo ominoso de la ceguera del liderazgo europeo. Volver a la vieja y conocida socialdemocracia de los años sesenta, tan querida por Hollande, parece un caso de nostalgia infantil cuando un peligro real amenaza el tejido de las sociedades europeas. ~

 

© Project Syndicate

Traducción de Ramón González Férriz

 

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(París, 1944) es economista, ensayista y editor. En español publicó recientemente 'La economía no miente' (Gota a Gota, 2008).


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