El viejo de El viejo y el mar

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Cojimar es un pueblaco cubano que queda a un viaje en taxi de La Habana, o a un viaje en DVD si es que se tiene la película El viejo y el mar, que fue rodada ahí en 1958, unos meses antes de la Revolución Cubana, bajo la dirección de John Sturges y estelarizada por Spencer Tracy y un elenco de actores desconocidos fuera de los límites del mismo Cojimar. Ernest Hemingway, que escribió la novela y dio al guión el visto bueno, exigió, a punta de razones altamente sentimentales, que la película se rodara en aquel pueblo y con su gente, porque ahí se había disparado su novela y también porque en uno de sus bohíos vivía Gregorio Fuentes, el capitán de la lancha donde el escritor salía a pescar mientras leía, o a pescar y a leer mientras bebía cubatas o ron solo y sin paliativos “en una tacita de metal”. Lo de la tacita de metal me lo reveló el mismo Gregorio un día que, confundido en un grupo de prensa que cubría la visita del santo papa a la isla, llegué a Cojimar, y mientras mis colegas sin pescar ni leer estrictamente bebían, yo me escabullí a la casa del amigo de Hemingway y ahí me contó cosas mientras bebíamos el ron que había robado del grupo en una tacita compartida de metal. Aquella tarde, que terminó en noche muy entrada porque mis colegas insistían, con verdadera compulsión, en no pescar y en no leer, Gregorio contó una sarta de verdades que podrían haber sido tomadas, por alguien muy ingenuo, por mentiras. Contó que nació en las Canarias y que sobre los once años emigró a Cuba pero antes de llegar, ya con la isla dentro de su campo visual, cayó al agua de un mal paso en cubierta y mientras nadaba hacia el puerto se había liado con un tiburón hambriento y confianzudo al que había abatido de un certero puñetazo en el hocico. Luego me contó que a Hemingway lo había conocido una noche, cuando él perseguía un pez vela por los cayos de Florida y el escritor se hallaba inmóvil en su barco, con tres de sus amigos, sin combustible en las máquinas. Gregorio les ayudó y entonces Ernest, que todavía no era escritor famoso, le prometió que algún día iría a Cojimar a buscarlo para hacerlo capitán de su barco, cosa que cumplió cabalmente cuando ya era muy famoso y decidió fincar su residencia en Cuba, en la Finca Vigía, donde recaló con su esposa Mary Welsh, luego de un periplo que incluía la Guerra Civil española, muchos safaris, una infinidad de corridas de toros, varias novias y esposas y dos piropos que aquí anoto, no tanto por ellos mismos como por las bocas que los pronunciaron: “eres más grande de lo que había imaginado” (Lauren Bacall al contemplar, por cierto en España, su brutal constitución); “si hubiera más amigos como Ernest, el mundo necesitaría menos psicoanalistas” (Marlene Dietrich, más científica que lúbrica).
     El viejo y el mar, por si alguno no lo sabe, es la historia del viejo Santiago que sale a pescar de madrugada, como lo ha hecho toda su vida, el día que llevaba 84 sin pescar nada: estaba “salado”, como anota el escritor en castellano dentro de su prosa en inglés. Pero ese día de novela se le quitará lo “salado” y pescará un marlin enorme que arrastrará su lancha de remos mar adentro durante cien páginas magistrales. Santiago ama a los peces, los conoce y los comprende y sin embargo sale todos los días con la intención de cargarse alguno y ese día de novela en altamar, ya encariñado con el marlin que ha mordido el anzuelo y que lo arrastra, dice: “fish, I love you and respect you very much. But I will kill you dead before this day ends”, y tres páginas más adelante dice, o más bien Hemingway escribe: “he is my brother. But I must kill him”, como era natural decir y hacer hace unas cuantas décadas, cuando ni las lechugas, ni el cereal integral que sabe a cartón, ni el desbordado amor por cualquier cosa que esté viva, despertaban legiones furibundas, y ciertamente saludables, de fanáticos.
     En la película de John Sturges, además de Spencer Tracy en el papel de viejo, actúa de coestelar Felipe Pazos, un muchacho de catorce años hijo de un economista homónimo que entraría con Castro a La Habana unos meses después. La carrera cinematográfica del muchacho Pazos fue meteórica: llegó a coestelar con Spencer Tracy en su primera oportunidad y después ya no actuó en ninguna otra. Lo mismo le pasó al actor secundario Richard Alameda, que aparece en los créditos como gambler, y a Tony Rosa y Robert Alderette, que también actuaron de gamblers, aunque luego el primero hizo un par de capítulos de la serie televisiva The Rifleman, y el segundo tuvo oportunidad de participar en Fun in Acapulco, la película que selló su retiro pero también su consagración como actor de escenas con el mar en los tobillos.
     Aquella tarde, mientras el santo papa intentaba inútilmente competir con el espíritu santero de la isla, don Gregorio Fuentes me contó el origen de El viejo y el mar, un origen que contó a decenas de curiosos, aunque lo mío era otra cosa pues tomábamos ron robado en la tacita metálica de papa Hemingway. El escritor y Gregorio salían cada madrugada a bordo de El Pilar, tal era el nombre de su bote, a navegar mar adentro hasta el atardecer. Hemingway, según dijo Gregorio, tiraba su caña al mar y se acomodaba en su silla a leer y a beber ron con Coca Cola, o sin ella, según el clima, el humor del mar o la intensidad de la resaca que acompañara a ese maestro que interrumpía su lectura exclusivamente para sacar del agua un pez o para apuntar ideas en tarjetas que iba echando en un cofre de madera. Un día se encontraron con un viejo que había pescado un marlin tan grande y tan fuerte que iba remolcando, a buena velocidad, su lancha de remos. Hemingway quitó los ojos del libro que iba leyendo para ponerlos en ese acontecimiento digno de escribirse. Gregorio me contó que el escritor le pidió que se acercara a la lancha para ofrecerle ayuda. El viejo que iba siendo remolcado por el marlin se enfureció y les gritó que se largaran, que ese marlin era de él. Antes de alejarse, y sin que el viejo se diera cuenta, Gregorio, obedeciendo una orden de papa Hemingway, depositó en la lancha una canasta con las provisiones que llevaban para comer. El viejo se alejó remolcado por el marlin y ellos se fueron en dirección contraria. Entonces Hemingway hizo un apunte en una de sus tarjetas y la guardó en el cofre de madera, y luego siguió pescando y leyendo mientras bebía su ron sin paliativos.
     Dentro del casting de la película de Sturges, como parte del elenco de actores de una sola película y en el papel de tourist, aparece Mary Welsh, que ya para entonces era Mary Hemingway por haberse casado con el escritor, apellido que a lo largo de su viudez fue aprovechando para escribir libros de citas (suyas) y de reflexiones (de ella misma) no muy brillantes. Miren ustedes ésta, de su obra Mary Hemingway´s Quotes: “Si algo está mal arréglalo si puedes, pero trata de no preocuparte: preocuparse nunca arregla nada”. Madre mía.
     Al final de aquella conversación, ya bien entrada la noche cálida y cubana, con mis colegas del grupo de prensa desaforados, descamisados, descoyuntados y algunos hasta desmayados de tanto no pescar y no leer, don Gregorio puso, en su viejo televisor, el vídeo de la película El viejo y el mar, de John Sturges, para explicarme algunos detalles que yo no atendí por estarme asombrando ante ese viejo en quien, sin duda, se habían inspirado Spencer Tracy, John Sturges y el mismo papa Hemingway para concebir, cada uno en su nivel, el personaje de El viejo y el mar. A ese vídeo que veíamos en Cojimar, en la misma locación y dentro de una choza idéntica a la que aparece en la película, se fueron sumando los vecinos; muchos de ellos habían actuado ahí mismo en 1958 y acudían, como probablemente pasaba cada vez que don Gregorio exhibía el vídeo, a contemplarse una vez más en la película. Un grupo de personas cuyos personajes eran idénticos a ellos mismos: el que se ganaba la vida fileteando pescados sobre una tabla en la playa, aparecía en el rol de fileteador de pescados sobre una tabla en la playa; lo mismo sucedía con los que manipulaban las redes de pesca, o con los gamblers que bebían cerveza en una mesa desvencijada, o con las meseras del restaurante, ahí estaban casi todos viendo el vídeo de Gregorio, cuarenta años después, risueños y desdentados y mucho más viejos que en la pantalla, disfrutando nuevamente de esa hora y media de eternidad. –

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