El retorno de los brujos

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Harry Potter, el mayor fenómeno editorial de los últimos años, tiene ya su previsible lugar en las pantallas. En estas líneas, García se acerca a las vicisitudes de adaptación del primer libro de Rowling. El resultado: una película eficaz, con fuerza propia.
El fenómeno Harry Potter, insólito en una época de lectores que escasean más y más, abre el camino a interrogantes que deslumbran: ¿Qué pasará con esta generación de niños que reciben su primera saga en forma de libros?; ¿se mantendrán como lectores en el futuro? Aplíquese esa duda a una zona de desastre de las letras como es México. ¿Lo adoptará la generación de jóvenes adultos que giran en torno a Easton Ellis, Coupland y otros depresivos y que se han tenido que subir a la epopeya de sus inmediatos mayores, los fans de Star Wars?
     Desde que los cineastas estudiaron en la universidad a Joseph Campbell y El héroe de las mil caras, se sigue con puntualidad un esquema: héroe mítico de origen divino, crianza humillante como humano, descubrimiento de los poderes, amuleto, negra noche del alma donde se enfrenta la tentación maligna, superación de la prueba, rescate de la doncella, ascenso a la divinidad. Esa receta, a partir de los relatos religiosos, había permeado la cultura de masas (los héroes de historietas) antes de que Spielberg la desarrollara en la serie de Indiana Jones y Lucas en la trilogía original de Star Wars. Y aun antes: ya está en El señor de los anillos, cuyo nuevo paso al cine mata de una pedrada los dos pájaros de la reivindicación de la obra que dio origen a todo este lío y su presentación a las nuevas generaciones.
     Como sea, en las novelas de Harry Potter —un adolescente con poderes mágicos, criado por unos tíos infectos, que descubre sus poderes en la escuela de magia Hogwart— se ha dado de nuevo el juego del éxito apabullante que llevó a su autora, J. K. Rowling, a alcanzar un poder también mágico: el del dinero y el control total de su obra. En eso estaba cuando se asomó Hollywood, hambriento de beneficiarse de las legiones que siguen las aventuras de ese personaje mitad Dickens y mitad Dahl, con rayitas de Carrol. Un Hollywood urgido de triunfo y prestigio en un año desastroso, pero que se enfrentó a una mujer que es toda una empresa con derecho de veto.
     Contra ella no pudo ni siquiera Spielberg. La razón de la señora Rowling era contundente: no quería que su Harry Potter se convirtiera en "una película de Spielberg". Tampoco la Warner pudo con ella: en su prepotencia de gran consorcio, no midió que doña J. K. Rowling no es esa indefensa madre soltera que escribió la primera novela en mesas de café en la miseria extrema, sino una verdadera conocedora de las estructuras narrativas, a la altura, cuando menos, de los grandes cineastas que la merodeaban. Sus manías y su sabiduría la han llevado a operaciones dignas de un magnate: el manejo de la promoción de la película lo cedió nada menos que a Coca-Cola, pero a condición de que se mantuviera en la mayor reserva la identidad de los actores, hasta que fuera inminente el estreno.
     Hacer película una novela que pide a gritos la adaptación cinematográfica, que es casi un guión, se volvió un paquetazo. De los horrores de filmar un éxito editorial con la autora mirando sobre el hombro puede contar Alfonso Arau tras Como agua para chocolate. La incierta lotería le tocó al artesano de medianías Chris Columbus (Mi pobre angelito, El hombre bicentenario). El resultado, Harry Potter y la piedra filosofal es una puntual ilustración de la novela donde Columbus echó los bofes como armador de situaciones, para que cada momento tuviera su tono justo y se notara cada uno de los 150 millones de dólares de la producción: la casa de los Dursley es una pesadilla de convencionalidad mezquina, y Howgarts representa una cálida academia digna de Mr. Chips, mientras que la villanía de Alan Rickman en el papel de Severus Snape, profesor de Pociones y enemigo del despistado Harry (Daniel Radcliffe), son piezas suficientes para sostener el relato. El héroe real es el guionista Steven Kloves (Los fabulosos hermanos Baker), quien tuvo que armonizar el imponente amasijo de géneros y temas que se acumulan en el libro original, desde el huérfano con poderes infinitos hasta la conspiración cósmica del Mal. Y los resultados son fluidos, sin dejar caer ninguna de las situaciones básicas, pasando con agilidad de una etapa a la siguiente a partir de una premisa básica: de todo lo que está en la novela, ¿qué le gustaría realmente ver a un niño? La película opera como una serie de sueños hechos realidad: de la miseria a la fortuna, de la humillación al poder, de la soledad al grupo solidario, todo con el suave paso del protagonista a la adolescencia acompañado de mascotas, mentores, misterios y peligros.
     Con Harry Potter y la piedra filosofal el cine sufre una derrota en sus recursos más preciosos: subvertir el material original y desbordarlo. Pero, paradójicamente, el cine consigue una victoria por encima de la inexpresividad del director, e incluso de la máquina productiva que buscó la obra dócil pero espectacular. El Harry Potter cinematográfico tiene una fuerza propia, una inocencia que choca con un dolor y una brutalidad que no están en la mente de Rowling. ¿Será esta la verdadera muerte de la literatura? –

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