El dolor compartido

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En 1922 el fuego destruyó Esmirna. Hay quienes sostienen que en 1922 el ejército turco la destruyó deliberadamente en el clímax del genocidio armenio. Otros, los que desde el poder tejen los hilos de la memoria, insistían hasta hace unos días que en 1922 los armenios y los griegos quemaron sus propias casas, saquearon sus propios negocios y abusaron de sus propias hijas, hermanas y madres. El hecho es que en 1922 las llamas consumieron todo menos los barrios musulmanes de la segunda ciudad portuaria de Turquía después de Estambul. Seis días antes de mi visita a Esmirna, o İzmir, el primer ministro Tayyip Erdoğan se convirtió en el primer jefe de Estado turco en ofrecer sus condolencias al pueblo armenio por la masacre. En su discurso, Erdoğan camina de puntitas entre las palabras y evita tocar la de “genocidio”, la que en 1943 Raphael Lemkin acuñó para hablar de este exterminio.

Hoy, camino por el malecón de Konak (el barrio central) con una pequeña maleta gris a mis pies. Una de sus llantas está fundida de tanto andar. Coja, se arrastra entre concreto y asfalto, recogiendo polvo y piedras, creando a su paso la inconfundible cacofonía del turista extranjero.

Nadie habla mi idioma, pero todos parecen dispuestos a ayudarme. Esta primera tarde no será la única de mi estancia en que extraños correrán fuera de sus negocios, dejando sus tareas a medias, para traer al vecino sonriente que habla inglés. Después de diez minutos de discusión que terminarán involucrando a unas cuatro o cinco personas más, todos llegarán a la conclusión de que lo mejor –siempre– es tomar un taxi.

Me acostumbro pronto a esta caótica hospitalidad y a perderme entre los autobuses, los trenes subterráneos, los ferris que conectan el norte y el sur de la ciudad e, inevitablemente, a los taxis. Pronto deja de perturbarme la presencia de Atatürk, el omnipresente padre de la patria que lo ve todo, ya sea desde la cima de una colina con su busto tallado en piedra o en las miles de banderas que con su rostro ondean en los balcones, al interior de restaurantes y comercios, en las camisetas de los niños, en todas las monedas en circulación, en las libretas y cuadernos que se venden en cualquier papelería o surgiendo encarnado en bronce de las paredes de escuelas y museos.

Las heridas del oprobio, las que se infligieron bajo esta misma presencia paternal, se han convertido en cicatrices deformes que, ante la estratégica negación de las instituciones, devienen materia prima para los artistas de la región. Lo veo en la Trienal de İzmir, un evento precario, carente de difusión, parásito de la antigua fábrica de tabaco austroturca de la ciudad. Me encuentro aquí con la obra de Metehan Özcan, Sibel Horada y Hakan Kirdar y el fuego, el polvo y la memoria que los unen en un luto compartido. Inspirado en el Diario de duelo de Barthes, Özcan emprende una búsqueda por los restos del gran incendio de İzmir. Las postales y la historia oral de su familia, las imágenes y el mismo carbón, lo llevan al Kültürpark, el parche de árboles, galerías, museos y espacios públicos que como una isla en medio del concreto marca el corazón de la metrópolis.

La historia de Özcan y mi extraña agenda me llevan al mismo lugar, al área de cuarenta hectáreas que en 1922 fue arrasada por el fuego y que hoy inaugura en una de sus galerías una exhibición sobre el perdón: ¡Nunca más! Apología y hacer las paces con el pasado, un proyecto de la Open Society que pretende “transformar la cultura de olvido en Turquía” para reconocer que “una cultura que recuerda puede restablecer su sentido de justicia”. Aquí, ni una palabra de la masacre de Adana en 1909 o las marchas de la muerte o los campos de trabajos forzados o las inoculaciones de tifoidea o siquiera sobre el gran incendio de İzmir. Otros horrores, otras disculpas.*

En İzmir el tiempo se mide en oraciones. El canto en árabe de los muezzin en lo alto de los minaretes me anuncia la hora. Las cinco de la mañana, las doce del día, las cuatro, las siete, las nueve de la noche. En el último llamado me entrego a la rutina del té con Mahmed, mi nuevo amigo, un excontratista privado que ha pasado los últimos diez años en Iraq. “En tiempos de guerra se puede hacer mucho dinero”, me dice con una sonrisa. El té es una cortesía. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

* La muestra es parte del programa de subvenciones de la UE para el proceso de normalización entre Armenia y Turquía. Mi visita al país también es patrocinada por un proyecto cultural de la UE.

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