Creer para matar

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El dolor aclara, aunque no de inmediato. Cerca de la muerte y la destrucción, es más fácil sentir intensamente que pensar con agudeza, por lo cual los deudos recurren a rituales y liturgias, a la tradición del pesar. En ocasiones la lucidez no es lo más importante. Si consuelan los lugares comunes, que prevalezcan, por lo menos mientras esté fresca la herida. Así que advertí sin resentimiento la trivialidad con que Peter Kann y Paul Steiger, los superiores de Daniel Pearl en el Wall Street Journal, respondieron a la impresionante noticia del asesinato del periodista. Recurrieron a lo que les ofrecía la tradición sentimental de Estados Unidos. Su declaración del 22 de febrero pretendía ser digna, pero superó su propósito: lo que dijeron Kann y Steiger desbordaba dignidad y presentaba una curiosa cortesía. Su misma cortesía estadounidense hacía difícil analizar adecuadamente el ultraje de Karachi.
     "Este asesinato es un acto de barbarie —afirmaron—, una burla de todo aquello en lo que aseguraban creer los secuestradores de Danny." Hay que leer con atención esta frase. El asesinato de este buen hombre sin duda fue un acto de barbarie, pero Kann y Steiger acusan a los asesinos de Pearl de hipocresía. ¡Los editores del Journal les reprochan ser malos musulmanes! Sale sobrando recordar que el asesinato a sangre fría viola los preceptos de todas las religiones, pero lo más horrible del asesinato a sangre fría no es, desde luego, que sea un pecado. En realidad, la verdad sobre la muerte de Daniel Pearl es lo contrario de lo que dijeron Kann y Steiger. Éstos tienen razón al indicar que los orígenes de este acto han de encontrarse en un sistema de creencias, pero lo vieron al revés. El asesinato de Daniel Pearl no fue una burla de las creencias de los asesinos, sino la expresión perfecta, la consecuencia inevitable, de aquello en que creen esos homicidas.
     Las personas que asesinaron a Pearl sin duda eran musulmanes, pero el sistema de creencias al que me refiero no es el Islam. Cuando se generaliza tanto, las ideas y los valores no explican nada. Ningún musulmán cree en el Islam, como ningún cristiano cree en el cristianismo, ni judío alguno cree en el judaísmo. La fe de las personas y de las comunidades es más particular, tiene una inflexión más histórica y filosófica. Si la forma de concebir el mundo de los secuestradores de Pearl —que aparentemente pertenecían a un grupo pakistaní radical llamado Ejército de Mahoma— era una perspectiva islámica, es una de tantas perspectivas islámicas. Esto debería ser evidente. Pero Kann y Steiger no lo tienen claro, obviamente estaban tan intimidados por la intolerancia, tan inhibidos por la etiqueta predominante después del 11 de septiembre —en el sentido de no pronunciar nada crítico ni indignado sobre algo islámico—, tan saturados de la desautorización estadounidense del enojo, que prefirieron hacer frente a las noticias del odioso asesinato de su colega con una mecánica reivindicación de la religión de los asesinos del periodista. ¡Como si las características del pluralismo estadounidense hubieran de extenderse también al Ejército de Mahoma! Es pertinente decir, por supuesto, que hay situaciones en las que el enojo demuestra haber entendido bien los acontecimientos. Claro que hay que dejar pasar la rabia, pero también hay que dejarla ser.
     El asesinato de Daniel Pearl fue un acto simbólico, concebido como expresión de cualquiera de las siguientes ideas o de todas éstas: que Estados Unidos es el mal y, en consecuencia, todos los estadounidenses son malos; que el individuo siempre representa el grupo al que pertenece; que la religión (y siempre una religión) ha de gobernar el mundo; que la democracia es un veneno y debe impedirse por medio de la violencia; que la violencia puede ser espiritual, una elevada satisfacción del alma; que la historia del mundo es un choque de civilizaciones en el que una ha de sobrevivir y las demás han de perecer; que Occidente no tiene nada que ofrecerle al mundo sino el colonialismo, y que los judíos, principalmente y en la forma más total, representan todas las inequidades de la modernidad, todo el peligro que ésta supone para las sociedades tradicionales, en este caso las sociedades islámicas tradicionales.
     "Soy judío, mi madre es judía", fueron las palabras que supuestamente Pearl pronunció en el video de su asesinato, palabras que provocaron al asesino para degollarlo. No me viene a la memoria ejemplo peor armado de lo que preferimos concebir como antisemitismo "medieval". Hay una relación causal entre la confirmación de Pearl de su judaísmo y su muerte. No puede ser más claro. A estas mentes trastornadas pero escalofriantemente coherentes no les importa que ya no haya judíos en Pakistán: su ausencia sólo confirma la conspiración de los judíos. (Cuando he ido a Pakistán, he oído historias sobre la comunidad judía de Karachi en la época de la separación, y fui discretamente a ver la sinagoga vacía; también aprendí de memoria los primeros versos del Corán, por precaución, aconsejado por amigos y parientes.) Y no es irónico que los asesinos y sus seguidores hayan decapitado a un judío laico, porque ser laico se sumaba a las trasgresiones de Pearl, y porque los asesinos no son criaturas sensibles a la ironía. En efecto, su incapacidad de comprender los diversos beneficios de lo "laico" determina su encarcelamiento histórico. Asesinan lo que no admiran. Su instrumento crítico es el cuchillo.
     Habrá judíos que consideren a Daniel Pearl un mártir debido a la forma en que murió. Ya he escuchado a algunos amigos judíos afirmarlo. Y las circunstancias de la muerte de Pearl satisfacen hasta el escalofrío los requisitos para alcanzar la condición de mártir de la ley y la tradición judías.
     Esta salvaje ejecución invoca vivamente las palabras rabínicas sobre "la santificación del nombre". (Este es un ejemplo tomado al azar, de un sermón de un rabino del siglo XVI, de Salónica, que comentaba el verso del salmista "Por tu bien somos asesinados todo el día": "El salmista quiere decir que todos los días nos vemos como si tuviéramos el cuchillo en la garganta para masacrarnos por la santificación del Nombre".) Pero hay que resistir con furia esta interpretación. Ver a un mártir en Daniel Pearl —mártir del judaísmo, mártir de Estados Unidos, mártir de la modernidad, mártir de la democracia— es concederles demasiado a sus asesinos. Las víctimas sagradas no van a derrotar a los verdugos sagrados. En cambio, hay que rechazar la noción de sacra necesidad histórica. No será fácil en algunas partes del mundo, donde la política sigue siendo escatológica (y sin ser en absoluto política, en consecuencia y en rigor). La historia otra vez se atraganta con Dios. Pero el asesinato de Daniel Pearl no es un martirio, sino una atrocidad. ¿No basta para indignarse? La belleza de la vida de Pearl basta para enaltecer su memoria. El martirio no es la única forma de no morir en vano. –Traducción de Rosamaría Núñez

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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