Algunas mujeres son más iguales que otras

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Quién de nosotros no querría celebrar el éxito de las mujeres. La última serie de retratos de Annie Leibovitz–titulada Women: New portraits, montada en Proyecto Público Prim, en la Ciudad de México– es, a un tiempo, una documentación y un reconocimiento de los méritos de aquellas mujeres que han destacado de manera sobresaliente en sus respectivos campos y disciplinas. No está de más alegrarse por la ocasión: las más de las veces ellos se roban las cámaras. Y llevan tiempo haciéndolo, en cuanto de retratos se habla. Una revisión rápida de la historia moderna del arte occidental basta para demostrar que el género se reservaba para los hombres de las élites. Pensemos, por ejemplo, en los retratos de los monarcas o en la época de oro de la pintura holandesa y sus retratos de los grandes comerciantes; en los óleos de los héroes de las revoluciones y las independencias –tanto estadounidenses y latinoamericanas como europeas–, o bien, en las fotografías de los presidentes del siglo XX. El retrato ha sido el privilegio de los hombres poderosos. Las mujeres que se colaban en este género eran, apenas, las esposas e hijas de los empresarios y políticos importantes, o la musa en turno de los pintores. De ahí que retratar a las mujeres –en tanto profesionistas, y no como la familia del señor– sea motivo de regocijo.

Pero nunca sobran las precauciones. De las 35 mujeres líderes retratadas por Leibovitz, veinte son blancas, mientras que las quince restantes aglomeran a todas las minorías: tanto a las que viven en países del Tercer Mundo como a las afroamericanas, a las migrantes y a una mujer transexual. Esa aplastante mayoría dice que el camino al éxito profesional está mejor pavimentado para algunas –el resto tendrá que subir la pendiente en un camino de terracería–. No es lo mismo ser tenista y afroamericana –como Serena Williams– que nadadora olímpica y blanca –como Katie Ledecky–. El retrato todavía revela los privilegios que tienen algunos sobre otros. No estoy segura de que la fotógrafa se percate de ello. A ratos, su exposición se antoja como el feliz mosaico de la igualdad en la diversidad. Una sorpresa, por decir lo menos, cuando se considera que desde la década de 1960 las feministas afroamericanas y latinas denunciaron que el movimiento favorecía a las clasemedieras y blancas. Sin mayor empacho, Leibovitz declara que “todos somos seres humanos”. Es cierto, en términos biológicos, y deja de serlo en términos jurídicos, políticos y económicos cuando se señalan los obstáculos que suponen características como el origen étnico, la nacionalidad, la religión, la clase social, el nivel de ingresos y la orientación sexual. No es cierto que cualquier mujer puede hacer lo que se proponga –después de todo, Hillary Clinton y Elizabeth Warren son blancas–. Que ningún espectador se deje arrastrar, ingenuamente, por esta celebración: algunas mujeres son más iguales que otras. Que no nos gane la prisa por declarar el éxito y, en consecuencia, la muerte del feminismo.

La belleza es el segundo tema espinoso de esta exposición, que también recupera los retratos de mujeres que Leibovitz lleva haciendo desde 1999. Las fotografías de las celebridades del cine –como Nicole Kidman, Gwyneth Paltrow y Anne Heche– no hacen mucho por cuestionar ni transgredir los roles tradicionales de género. Sería demasiado inocente afirmar que cada una de ellas ha elegido ser bella para sí misma, y no para la mirada masculina. Hay que dar cuenta de una contradicción interesante entre el trabajo y la belleza. De acuerdo con Naomi Wolf, autora del polémico El mito de la belleza, la industria de la moda –cuyo reino se extiende desde los cosméticos hasta los zapatos– nos arrebata una buena cantidad de horas, que podríamos dedicarle al desarrollo profesional. El imperativo de ser jóvenes, delgadas y perfectas –y el continuo fracaso que ello implica– ha desempoderado a más de una; incluso a las mujeres que han sido dueñas de su destino educativo y laboral.

Tanto la desigualdad entre mujeres como la belleza podrían discutirse en el círculo de conversación que se sugiere en la exposición, suponiendo que este funcionara. Antes de abrir las puertas al público, los encargados de la muestran colocan en círculo cerca de veinte sillas. Poco a poco, los visitantes las mueven de un lugar a otro y las acomodan para sentarse en frente de una de las cuatro pantallas. En vez de discutir los retratos, permanecen en silencio, contemplando el Arte (con mayúscula). El círculo de conversación es una referencia directa a los grupos de conciencia en los que se reúnen las feministas para discutir toda clase de asuntos –como el trabajo, el cuerpo, la familia y la sexualidad– y que han sido uno de los pilares del movimiento desde la década de 1960. Está claro que uno no entiende por qué las sillas están dispuestas de manera tan caprichosa si no conoce ese dato de la historia del feminismo. En ese mismo sentido, el visitante que sepa poco o nada del arte feminista, aplaudirá de más. Lo cierto es que los retratos de mujeres y madres lesbianas de Catherine Opie y los desnudos en óleo de mujeres gordas y transexuales de Jenny Saville subvierten de manera más directa las convenciones de la representación. Junto a ellas, Women: New portraits puede interpretarse como la entrada de estos valores a una fotografía demasiado cómoda para sus contemporáneas. Quizá la misma Leibovitz aprobaría que un grupo de feministas interviniera la exposición, aprovechara el círculo de sillas y comenzara a revisar –en voz alta– la desigualdad, la belleza y el lugar que tiene como retratista en la historia del arte feminista. ~

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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