Recuerdos de Iowa

En 1976, Jorge Ibargüengoitia pasó cuatro meses en Estados Unidos, becado dentro del programa de residencia para escritores de la Universidad de Iowa (International Writing Program, contraparte internacional del Writers’ Workshop). El autor de La ley de Herodes admite que los motivos para aceptar una invitación de ese tipo eran esencialmente negativos: “vamos a pasar cuatro meses en un lugar que no se parece a nada de lo que conocemos”, le dijo a su mujer. Desde México, ambos imaginaban una llanura con milpas secas y nubarrones, pero, una vez en Iowa, el escenario les maravilló, al grado que terminó siendo el telón de fondo de “una de las temporadas más satisfactorias” de sus vidas. Ibargüengoitia –lo sabrá el lector de compilaciones como ¿Olvida usted su equipaje? o Viajes en la América ignota– era un agudo retratista de sus peregrinajes y su estadía en Iowa le dio también motivos para ejercitar su prosa afilada y su capacidad para observar los detalles. En la naciente revista Proceso llega a publicar –a finales de 1976 y principios del siguiente año– algunas crónicas sobre su estancia, centradas en las peculiaridades de la ciudad: temperaturas que no creyó que existieran, calles tan desiertas que hasta los perros se sorprendían con los peatones, habitantes que eran o menores de veinticinco años o mayores de setenta. En abril de 1977, comienza unas “Memorias de un año”, donde recupera pormenores que había dejado fuera en sus artículos, en especial las problemáticas condiciones del programa para artistas extranjeros y los escritores que conoció. Parte de esas memorias es el material que ahora presentamos a nuestros lectores por primera vez. A pesar de su carácter fragmentario, estos esbozos no desmerecen en nada al autor que supo desentrañar el misterio de las ciudades, ya sea en sus crónicas de viajes o en los implacables retratos que sobre la provincia hizo en sus novelas. Finalmente, agradecemos a Joy Laville su gentileza para la publicación de este inédito. ~– La redacción
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Nada de lo que he emprendido tuvo comienzo más desalentador. Zimmermann, el de la embajada, dijo la primera vez que hablamos que se me pagarían “35 o 40” dólares diarios, la segunda que “30 o 35”, y, cuando fui a su oficina y lo obligué a buscar en el Libro de Becas los términos de la mía, encontramos un párrafo que decía que el Departamento de Estado se comprometía a entregarme 3,000 dólares por cien días y, a cambio, yo me comprometía a quedarme en los Estados Unidos ciento treinta días.

–Los otros treinta –dijo Zimmermann, cerrando el libro, antes de que yo tuviera tiempo de leer la letra chica– te los pagará la Universidad al mismo precio.

Cuando vio la cara que puse, me dijo:

–Ten fe.

No la tuve, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Había otras inquietudes.

Por ejemplo, Iowa City no aparece en tres de los cuatro mapas que consultamos. En el cuarto es un puntito en el suroeste de Cedar Rapids, a unos seiscientos kilómetros de Chicago. Nadie supo decirnos si Iowa es o no estado seco. (En ratos de pesimismo, mi mujer y yo imaginábamos viajes en Greyhound para hacer contrabando de whisky.) Las mujeres de los escritores no habían sido tomadas en consideración: si asistían, no se pagaban sus pasajes ni se les daba viáticos o dinero extra para manutención; si no asistían, no se les mandaba dinero a sus casas. Por último, las descripciones de la región que nos hicieron en México los que la conocían –o pretendían conocerla– fueron, entre otras: “las nubes grises pasan muy bajas, casi rozando las milpas”, “en el invierno hace un frío de la canica”, “una fábrica de fertilizantes apesta el aire de la ciudad”, “todos los que viven allí son mormones”, etc.

La comunicación que recibí de los Engle1 es un documento redactado con torpeza admirable: “Alojamiento: aunque los departamentos Mayflower no han sido del gusto de algunos, todos los participantes se alojan en los Mayflower…”, “debido a que en Iowa City hay escasez de vivienda, solo los escritores casados tendrán derecho a alquilar un departamento completo; los solteros compartirán el suyo con otro escritor invitado…”, “los participantes no tienen tarea académica, ni compromiso de dar clases, ni derecho de recibirlas, ni obtienen título al final del periodo. Pueden dedicarse a escribir sus obras o emplear el tiempo como se les antoje. Sin embargo, tienen obligación de asistir a las conferencias que den los demás participantes y de dar una ellos mismos…”, etc.

Cuando terminamos de leer la carta, le dije a mi mujer:

–Si vemos que la cosa es horrible, renuncio a la beca y nos vamos a Europa.

Al llegar a Chicago tuvimos una pequeña tragedia: el funcionario de migración que nos atendió –una mujer sudorosa– decidió que mi esposa no podía cruzar la frontera con la visa de turista que llevaba sino que necesitaba otra, especial –que por supuesto no se podía obtener allí mismo–, en la que se especificara que iba a ser mantenida por un becario. Nos remitió a un pasillo del aeropuerto que es como la “tierra de nadie” en donde tuvimos que esperar una hora a que el funcionario que debería examinar el problema y resolver nuestra suerte –otra mujer sudorosa– terminara de revisar el equipaje de otra sospechosa –una mexicana que viajaba con tres niños y una maleta repleta de ropa sucia–. Al final Joy fue admitida en los Estados Unidos, pero adquirió una fobia antiyanqui que duró varios días.

Los cielos de Iowa tienen características que no he visto en otra parte. Son anchos, por no haber montañas en mil kilómetros a la redonda, pero, por estar a tres horas en jet del mar más cercano, los aviones que los surcan silenciosamente alcanzan a verse con precisión, diminutos, dejando una estela que tarda mucho tiempo en borrarse. Esta bóveda transparente, azul pálido, produce en el observador el convencimiento, correcto, de que el paisaje que contempla es parte de un país muy vasto.

En vez de la planicie tediosa que mi mujer y yo esperábamos, por habérnosla así descrito varios que pretendían conocer la región, encontramos en Iowa una superficie ondulada, cuyas colinas me recuerdan aquellas con las que soñaba el misionero de “Rain”,2 que a su vez recordaban al narrador, al autor y a mí también los pechos de una mujer.

Desde la ventana se ve la curva amplia de la carretera, el prado con árboles que hizo exclamar a Nozli –una turca– “¡esto es como Hyde Park!”, el meandro del río, los campos municipales para picnics, que están en la ribera opuesta, y a lo lejos, sobre una colina arbolada, una dependencia de la Universidad que parece casa de millonarios.

Llegamos el primero de septiembre, al final de uno de los veranos más secos que recuerdan los que viven en la región. El primer sábado hicimos una visita al margen del río. Encontramos una vereda que cortaba en dos un matorral de flores blancas. Vimos una muchacha gorda que tenía en brazos un conejo monstruoso –ambos nos miraron inexpresivamente–. Había abejas y otros insectos robustos y atléticos. Hacía calor. En el río había barcas con gente pescando. Un perro se echó al agua, nadó unos metros y al llegar al centro del río alcanzó fondo y se paró. Después regresó a la orilla. Tomamos varias fotografías. Al cabo de un cuarto de hora de contemplar la escena idílica, emprendimos otra vez la marcha. En los cuatro meses que pasamos en Iowa no regresamos al margen del río.

 

Recuerdos de lowa 2

 

Palladium es un puntito que no aparece en todos los mapas. Está en la ribera del Mohawk, un río sin importancia, que después de dar muchas vueltas confluye en el Mississippi. Los que pretenden conocer la región la describen como una planicie sin árboles en la que no se ven más que nubarrones y milpas. Se equivocan. Están describiendo una zona que no está lejos, pero tampoco es igual. Palladium está rodeado de un terreno ondulado con colinas redondas y lisas como los pechos de una mujer.

La razón de que Palladium no aparezca en todos los mapas es su pequeñez. En tamaño y riqueza no es comparable a las ciudades vecinas, en donde hay grandes industrias. En Marotta se producen corn flakes que se exportan a 84 países; en Sycamore Falls se arman computadoras. En cuestiones del espíritu, en cambio, estas dos ciudades son un páramo, mientras que Palladium es un hervidero de actividad cultural.

Al fundarse el estado hace cerca de siglo y medio, Palladium fue la capital. Vestigio de este honor cívico es el Capitolio Antiguo que se conserva en el centro de la ciudad –un edificio neoclásico tan sobrio que carece de interés–. Años más tarde se decidió que los poderes podrían residir más cómodamente en Marotta y al hacerse el cambio Palladium se convirtió en un pueblo fantasma. A fines del siglo, un diputado que no encontraba causa que defender inició una campaña para resucitar la antigua capital. El resultado fue que se fundara en Palladium la Universidad del Estado que es, en la actualidad, la razón de existencia de la ciudad. De sus veinticinco mil habitantes, trece mil son estudiantes. Los demás se dedican al comercio o la agricultura.

La Universidad tiene cinco motivos de orgullo:

Primero. En el tercer piso de McKinney Hall, la colección de lechuzas disecadas más grande de que se tenga noticia.

Segundo. En el estadio, el equipo de futbol americano los Halcones, que nunca ha ganado el campeonato, pero que se sostiene en la liga.

Tercero. En el segundo piso de Mellors Hall, el Departamento de Biología, en el que cada año se cortan en tiras dos mil ranas vivas para observar los efectos del agua en los tejidos animales.

Cuarto. En la Escuela de Física, un aparato electrónico, único en el mundo, capaz de registrar los sonidos que producen los cuerpos celestes al desplazarse.

Quinto. En la Escuela de Inglés y Filosofía, el Taller de Composición Literaria más famoso de los Estados Unidos. Este taller es la causa de que en Palladium haya más escritores –contando profesionales y aficionados, buenos y malos– por millar de habitantes que en cualquiera otra ciudad del mundo.

En la misma Escuela de Inglés y Filosofía, pero cuatro pisos más arriba que el Taller de Composición Literaria, hay tres cuartos pequeños: son las oficinas de otra empresa de la Universidad, que lejos de ser famosa se conserva casi en secreto: es el Programa para Escritores Extranjeros.

“En la tarde del primero de septiembre –dicen las instrucciones– fecha en que llegan a Palladium los escritores invitados, el director del programa y su esposa acostumbran ofrecer una comida informal a la que deben asistir todos los participantes, con el objeto de darse a conocer a los encargados del programa y de ser presentados a sus compañeros.”

Así fue como nos encontramos la primera vez, en las condiciones más desfavorables. Algunos, que no habían salido de su ciudad natal en cuarenta y cinco años, le habían dado media vuelta al mundo para llegar a Palladium; otros habían tratado de conciliar el sueño en Nueva York, ciudad que los había aterrado; otros habían perdido sus maletas en el trayecto. Casi nadie tenía ropa adecuada: el egipcio llegó de traje azul marino y corbata, el sudafricano de camiseta color de rosa y zapatos tenis. Ambos se quedaron perplejos al ver al dueño de la casa y director del Programa, que llevaba una camisa de seda estampada en Camboya.

Villordo y Ruiz Gómez3

En la foto con que prefiero evocarlo, Oscar Villordo aparece sentado en una silla de lona del barco en que hicimos una travesía en el Mississippi. Mira a la cámara y da la espalda a la barandilla y al río. A su derecha están un reflector cromado, un arreglo floral y el viejo que tocó la guitarra y cantó para amenizar la tarde.

Es una foto triste. En parte porque estaba oscureciendo cuando la tomé, y también porque la mirada inquieta y la sonrisa helada de Oscar dan la impresión de que el sujeto ha sido perseguido y se siente acorralado y también de que está completamente aislado, a pesar de que a su lado, en la esquina inferior de la foto, aparece la mano y el antebrazo de alguien que en esa ocasión llevaba suéter anaranjado.

El rostro de Oscar es un palimpsesto racial, tiene al color de la piel, y el cabello, de indio americano, algunos rasgos malayos, él afirma tener sangre de negros afrancesados, etc. No parece ni más ni menos viejo de lo que era entonces: cincuenta años.

De su trayectoria literaria tengo noticias fragmentarias. En su currículum, si mal no recuerdo, aparecen los títulos de dos o tres libros de poemas. Él me prestó y yo leí una novela suya –El bazar– publicada en Sudamericana hace más de diez años. Al conocerlo le pregunté qué escribía y él me contestó:

–Soy periodista… y escribo algo de poesía.

Lo vi hacer las notas de varias entrevistas –una de ellas a Spender4– que tenía el propósito de mandar a alguno de los periódicos grandes de Buenos Aires. Por periodista había ido a dar a los Estados Unidos. Él había sido, según me dijo, jefe de prensa del Congreso argentino en tiempos de Perón y de Isabelita y esta función, parece, le ganó enemistades. El caso es que al caer el gobierno y entrar los militares, Oscar quedó en peligro. No sé si alguien le dio un pitazo, o si su nombre apareció en la lista de alguna guerrilla entre los que iban a ser ejecutados. El caso es que Oscar fue a la embajada americana y arregló que le dieran la beca para ir a Iowa.

Este episodio de su vida es una de las partes oscuras de mi conocimiento de Oscar. La curiosidad que yo tenía de saber las circunstancias que lo habían obligado a dejar su país quedó neutralizada por el evidente desagrado con que él recordaba los detalles y, peor, porque los datos que él me daba se hundieron en el pantano de mi ignorancia de la situación argentina.

Otros trabajos de Oscar Villordo son varios libros para niños. Durante una temporada redactó una sección –o gran parte– de la revista Billiken. Esta habilidad es de las que más le admiro. Ha escrito culebrones para televisión, que él califica de “pura mierda”, pero que han sido la principal fuente de los abonos que tenía entonces, que él contaba en millones de pesos argentinos –antiguos– y había dejado en una cuenta bancaria con disposiciones de ser entregados a su madre en caso de que ella los necesitara.

Adaptó para el teatro una obra, no puedo recordar cuál, que contribuyó a la consagración de una de las grandes actrices jamonas del teatro argentino, la cual tenía, en la época en que lo traté, intenciones de reponerla.

En Iowa City, durante su primera visita al Kmart, Oscar compró en cuarenta dólares una máquina de escribir sin acentos, ni abertura de la interrogación, ni letra ñ, con la que, durante las noches de tres meses y medio, transcribió y, supongo, en gran parte reescribió, una novela que tenía escrita desde hacía diez años.

Visto de frente, Darío Ruiz Gómez parece un muchacho. De perfil, una pequeña barriga delata al hombre adulto. De cualquier manera, me sorprendió cuando me contó de los años que pasó en España, de sus dos matrimonios, de sus hijos crecidos, etc.

Al buscar en las fotos la clave de la juventud aparente de Darío, encuentro que no está en el cuerpo flexible y estrecho ni en los hombros erguidos –características que apenas compensan la frente amplísima de quien está quedándose calvo–, sino en la mirada. La suya es de las pocas que me atrevo a llamar “inocentes”. Aunque no franca. No mira a la cámara nunca, sino de sesgo, con la expresión de quien contempla un mundo en el que no existe maldad. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Paul Engle y Hualing Nieh Engle, fundadores del International Writing Program.

2 Ibargüengoitia se refiere al cuento de W. Somerset Maugham.

3 Oscar Hermes Villordo (1928-1994), periodista, poeta y novelista argentino, y Darío Ruiz Gómez (1936), poeta y crítico colombiano.

4 El reconocido poeta británico Stephen Spender (1909-1995).

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(Guanajuato, 1928-Madrid, 1983) fue uno de los escritores clave del siglo XX mexicano.


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