Ilustración: Anabel Quirarte

¿Paloma para el nido?

La integración de las mujeres a la vida económica y política ha transformado poco a poco el rostro de Occidente. Pero la revolución silenciosa ha sido desigual. El siguiente es un balance de sus logros y pendientes. 
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¡Confórmate, mujer! Hemos venido

a este valle de lágrimas que abate,

tú, como la paloma para el nido,

y yo, como el león, para el combate.

Salvador Díaz Mirón

Poco más de cien años han pasado desde que Díaz Mirón escribió aquel famoso poema a Gloria, recordándole que él había nacido como “león para el combate” y ella como “paloma para el nido”. La sentencia almibarada que condenaba a Gloria al encierro (¡Confórmate!, le advertía el poeta) reflejaba una visión milenaria y patriarcal sustentada en la biología: recluidas en el nido, las mujeres daban puntualmente a luz año con año. Ni siquiera en las florecientes democracias occidentales había una sola rendija que les permitiera rebasar las fronteras de la vida doméstica. Y las levantiscas –como debe haber sido Gloria– y las pocas que tenían los medios, la inquietud y el tiempo para salir al mundo, encontraban todas las puertas cerradas. La ley –apuntalada por la religión– les impedía educarse, tener propiedades, participar en la política o emplearse en otra esfera que no fuera el servicio doméstico. Las mujeres no tenían siquiera el derecho al voto.

El encierro empezó a resquebrajarse a cuentagotas. En la primera mitad del siglo XX las mujeres occidentales obtuvieron el derecho a votar –y desmintieron a los que profetizaban que el “irracional” voto femenino radicalizaría la política a la derecha–. Después de mantener funcionando a las economías de los países beligerantes durante la Segunda Guerra, muchas regresaron a sus hogares. Otras siguieron trabajando pero en profesiones que se consideraban adecuadas para ellas, como la enfermería o la docencia.

La revolución silenciosa que incorporó a oleadas de mujeres al mercado de trabajo y transformó de manera radical las percepciones tradicionales de género, los modos de vivir, la legislación y las mentalidades, es muy reciente. La chispa setentera que la disparó tiene dos caras que liberaron a las mujeres de las ataduras que les impedían hacer lo que querían. La píldora anticonceptiva les permitió, por primera vez en la historia, decidir cuándo y cuántos hijos tener. Y el acceso a la educación superior, prepararse para trabajar en cualquier profesión. Una década después, en 1980, en Estados Unidos las graduadas universitarias eran tantas como los graduados (y para 2011 los rebasaron numéricamente). Empresas y burocracias empezaron a contratar casi por igual a hombres y mujeres: si en 1970, en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), trabajaba el 48.1% de la población femenina, para 2010 ese porcentaje había brincado al 64%. Menos de veinte puntos de diferencia frente a la mano de obra masculina que se redujo del 87.9 al 83%.1

México ha seguido las mismas tendencias: Díaz Mirón se ha vuelto políticamente incorrecto, los hombres participan más en el hogar y en el cuidado de los niños y hay una batería de leyes que protegen los derechos de las mujeres, pero falta mucho por hacer. La tasa de natalidad se ha reducido, es cierto, pero, de acuerdo con el censo de 2010, del total de la población femenina trabajaba solo el 52.1%. Un porcentaje que está muy por debajo del promedio de la OCDE y aún más de las naciones que han incorporado masivamente a la economía a las mujeres, como los países nórdicos, donde el 70% trabaja. Las cifras mexicanas no sorprenden dado el rezago educativo: de acuerdo con el Inegi (2010), solo el 59.5% de las mexicanas ha cursado educación básica y un porcentaje ínfimo, 14.74%, ha pasado por la universidad.

No somos un caso único: la revolución silenciosa ha sido desigual. Hay regiones enteras, como la amplia media luna dominada por el islam, que se extiende del norte africano a Pakistán, y porciones enteras de África, donde la cultura política tradicional legitima la explotación, abuso, marginación y mutilación genital de millones de mujeres. Y un inframundo que no conoce fronteras donde las mujeres –aún niñas– son bienes a la venta del mejor postor. En este panorama dispar, las mexicanas enfrentan problemas propios (más allá de un nivel abismal de educación): leyes discriminatorias que las criminalizan, altas tasas de acoso, abuso sexual y asesinatos de género. Además, comparten los lastres que padecen las mujeres en el mundo occidental.

La liberación femenina ha encontrado dos obstáculos que no ha podido rebasar: no ha logrado cerrar la brecha salarial que favorece a la mano de obra masculina y no ha podido acceder a la cúpula del poder económico y político. “No hay ningún país en el mundo donde a las mujeres se les pague lo mismo que a los hombres”, concluyó hace semanas el Financial Times.2 Según la Organización Internacional del Trabajo, en promedio, las mujeres ganan 23% menos que los hombres (77 centavos por cada peso, dólar o libra). Aun en los países que presumen de igualdad salarial como Suecia o Noruega, el salario femenino empieza a encogerse cuando las mujeres tienen niños. Pero no son solo los hijos quienes causan la diferencia salarial. Con o sin familia, en cualquier sector de la economía y en cualquier país del mundo, aun con las mismas capacidades y preparación, las mujeres ganan menos que los hombres. Y la brecha ha crecido en los últimos años a pesar de acuerdos como el “Convenio relativo a la igualdad de remuneración entre la mano de obra masculina y la mano de obra femenina por un trabajo de igual valor”, firmado por México en 1952, y las Equal Pay Act aprobadas por Estados Unidos en 1963 y por Inglaterra en 1970.

Las mujeres que trabajan no solo ganan menos que los hombres: tampoco ascienden al mismo ritmo que sus compañeros en las empresas donde laboran. Las cifras son aplastantes. En Europa, la proporción de mujeres en los consejos empresariales es del 10%; en Estados Unidos, de 16% –pero solo el 8% de ellas ocupa puestos directivos.

La promoción de las mujeres en el mercado de trabajo ha encontrado un tope cupular por muchas y variadas razones. Algunas son culturales: los polvos de los lodos del machismo patriarcal –que permea también la mentalidad de las mujeres más conservadoras– confinan todavía a las mujeres al nido, discriminan laboralmente a las que tienen hijos y crean ámbitos de trabajo en la cúpula empresarial dominados por hombres que tienden a asesorar, apoyar y ascender a otros hombres. Otras razones están ligadas a la estructura social y política de cada país: solo en algunos, como Francia o Noruega, las mujeres cuentan con el apoyo de una red de escuelas y guarderías que les permiten trabajar tiempo completo. Algunas razones más son históricas. Es paradójico, por ejemplo, que la modernización haya destruido en los países más avanzados una base de apoyo fundamental para la mujer trabajadora: la familia extendida. Y el resto están ligadas a la biología y al ejercicio de la libertad femenina. Son las mujeres las que dan a luz y crían a los niños en su primera infancia. Para manejar la doble carga de trabajo, las que pueden optan frecuentemente por trabajar menos tiempo o abandonan temporalmente su trabajo (y pierden antigüedad, práctica y oportunidades de ascenso), y algunas regresan al hogar. No es un asunto de aptitudes, sino de actitudes: muchas mujeres prefieren una vida en equilibrio entre el hogar y el trabajo y no están dispuestas a trabajar de sol a sol a cambio de un puesto directivo.

Las mujeres son la mitad de la población mundial. En México hay ciento cinco mujeres por cada cien hombres. Mantenerlas al margen de la economía formal o confinarlas a unos cuantos sectores mal pagados (el 78% de las mexicanas trabaja en el sector salud o educativo) es no solo inequitativo y amoral, sino un suicidio económico. Tal vez como reflejo de la discriminación que las mujeres padecen aún en todos los países del planeta, hay muy pocos análisis que hayan medido el impacto macroeconómico de la revolución silenciosa y trazado escenarios futuros sobre los beneficios económicos que la incorporación de un porcentaje mayor de mujeres podría tener en sus sociedades. Pero los resultados de los estudios que sí se han hecho son sorprendentes.

“Closing the gap”, el largo ensayo que publicó The Economist en 2011, cita algunos. La firma McKinsey, por ejemplo, ha calculado que el Producto Nacional Bruto (pnb) norteamericano es ahora 25% más alto de lo que sería sin el influjo de la mano de obra femenina desde los años setenta. Y el banco Goldman Sachs ha concluido que la eliminación de la brecha entre las tasas de empleo masculino y femenino elevaría el pnb 9% en Estados Unidos y 13% en los países europeos. En Japón, donde la cultura política margina a las mujeres y donde las bajas tasas de natalidad han reducido la reserva de mano de obra, la incorporación plena de las mujeres a la economía impulsaría el crecimiento del pnb hasta en un 16%. En México, según el Inegi, las mujeres empresarias aportan 37% al pib. El beneficio de elevar el número de mujeres trabajadoras para los países en desarrollo y las llamadas potencias emergentes sería todavía mayor que en Europa, Estados Unidos o Japón, porque no hay manera de modernizar una economía y competir a nivel global sin una planta laboral numerosa y cada vez mejor calificada.

Abrir la economía a las mujeres no es solo un imperativo moral, sino indispensable para un desarrollo más pleno. Parte esencial de los ingredientes de la receta para lograrlo se resume en una sola palabra: leyes. Un entramado legal que castigue rigurosamente el acoso y el abuso sexual, que construya una red de instituciones, como las écoles maternelles francesas, que permita a las mujeres horarios flexibles de trabajo, que facilite su reincorporación al trabajo sin costos después de tener un hijo, que establezca cuotas obligatorias (probadas por su eficacia en Noruega) para asegurar un porcentaje razonable de puestos en el vértice de la pirámide de empresas y burocracias, y garantice un salario igual por el mismo trabajo. El resto de los ingredientes es más inasible porque incide en las mentalidades, y las mentalidades son lo último que cambia. Pero las mujeres deben entender, finalmente, que ningún grupo –ni siquiera si tiene mayoría numérica– derruye órdenes tradicionales centenarios sin una presión sistemática, solidaria y sin tregua sobre los pilares que los sostienen, desde los medios hasta las iglesias y el Estado. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 “Special report: Women and work: Closing the gap”, The Economist, 26 de noviembre de 2011.

2 “Women and the Workplace: Gender pay gap shows little sign of closing”, Financial Times, 26 de febrero de 2014.

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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