Ilustraciones: Raúl Arias

Los límites del Estado de bienestar

La implantación del Estado de bienestar fue un logro indiscutible de la España democrática. Sin embargo, como desgrana Crespo MacLennan en este ensayo, sus costes, sumados a las circunstancias demográficas del país, hacen imprescindible  y urgente una reforma.
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Muchos fueron los logros de España en la época dorada que vivió el país desde 1977 hasta el comienzo del siglo XXI. Los españoles pusieron fin a su enfrentamiento y, a más de un siglo de inestabilidad política con la consolidación de la democracia, acabaron con elaislamiento del país mediante la incorporación a la Unión Europea, lograron también situarse entre los países más prósperos del mundo al convertirse en la octava potencia económica, y acortaron las diferencias en el nivel de vida que les había separado delos países más avanzados de Europa, incorporando a sus ciudadanos al Estado de bienestar, que es uno de los principales logros de Europa Occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y uno de los grandes hitos de la Europa contemporánea.

Sin embargo, esta época dorada tuvo un dramático final con el estallido de la crisis económica que el país padece desde el año 2008. A partir de entonces, España dejó de ser un modelo de éxito en Europa para convertirse en un ejemplo destacado de los problemas que asolaban a la Unión Europea. Entre estos estaba el Estado de bienestar, cuya sostenibilidad a largo plazo es inviable, salvo que se emprendan profundas reformas y se cambie la cultura política y los hábitos que los ciudadanos han adquirido desde que se creó.

España entró en el siglo XXI con un Estado de bienestar que poco tenía que envidiar a los países más avanzados en el alcance de beneficios sociales. Se había consolidado un sistema de sanidad universal y gratuita que cubría a todos los ciudadanos españoles y residentes en el país desde su nacimiento hasta la muerte, una salud pública que había contribuido al aumento de la esperanza de vida experimentado en el país en las últimas décadas. La educación pública no solo había logrado la alfabetización de toda la población española sino que era un factor clave de  movilidad social, y a través de ella muchos ciudadanos habían conseguido acceder a muchas profesiones que  de otra forma habrían sido inalcanzables. La prestación de desempleo evitaba que muchos ciudadanos que perdían su trabajo cayeran en la pobreza y, por último, las pensiones a los 65 años e incluso antes, permitían a los ciudadanos gozar de cierta estabilidad económica durante los años que les quedaran de vida. El Estado de bienestar logró que  España se convirtiera en una sociedad más igualitaria, y que la pobreza extrema en la que había vivido un porcentaje no desdeñable de su población desapareciera.

La crisis actual obligó a la clase política a abrir un debate sobre si se podían mantener todas estas conquistas sociales de las que tanto ella como la ciudadanía se enorgullecían. Sin embargo, antes de que España cayera en recesión, el sistema de bienestar español estaba amenazado por el problema demográfico que viene arrastrando desde hace más de dos décadas.

Después de la explosión demográfica de los años sesenta, el número de nacimientos de españoles comenzó a descender hasta llegar a niveles preocupantes. Si bien el descenso de la natalidad es un fenómeno al que se enfrentan todos los países desarrollados, en especial los europeos, los países mediterráneos se han visto muy afectados por este fenómeno (Italia y España lo sufren con particular rudeza). España está entre los treinta países del mundo con la tasa más baja de natalidad, por debajo de los dos hijos por mujer, que es lo que mantiene la población estable. Las tasas de natalidad son tan raquíticas que se ha hablado incluso del suicidio a largo plazo del pueblo español, y, en este lento camino hacia la extinción, el Estado de bienestar desaparecería por la sencilla razón de que este sistema solo es viable con una amplia población laboral activa que mantenga a la que no lo está.

Hoy en España hay tan solo dos trabajadores en activo por cada jubilado, considerablemente por debajo del número mínimo de trabajadores por jubilado que pueda garantizar las pensiones y las otras partidas  del Estado de bienestar a largo plazo. Cuando el presidente Roosevelt creó la seguridad social norteamericana, Estados Unidos contaba con 42 trabajadores por cada pensionista; este dato da una idea del abismo que separa a la España actual de un país cuya demografía es una pirámide, en la que muchos trabajadores mantienen a pocos jubilados.

¿Cómo fue posible llegar a esta situación? Aparte de razones sociológicas como son la incorporación de la mujer al trabajo y cambios en la estructura familiar tradicional, la pasividad de los gobiernos en los últimos treinta años para hacer frente a este problema y la falta de políticas apropiadas contribuyeron a agudizar el problema.

Si bien fomentar la natalidad ha sido difícil en todos los países desarrollados, la política del gobierno tiene mucho que hacer al respecto. Un buen sistema de incentivos económicos, fiscales y laborales para animar a las mujeres a tener hijos y de promoción y protección de  las familias puede aumentar la natalidad de forma considerable, como muestran los países escandinavos, y también un caso más cercano como es el de Francia. Sin embargo, los incentivos fiscales y económicos para fomentar la natalidad en España han sido mínimos y han quedado muy lejos de los países del norte de Europa.

Mientras que en otros ámbitos del Estado de bienestar los gobiernos españoles han querido situarse al nivel más alto, en el ámbito de ayuda familiar se han mantenido muy por debajo de lo que exigían las circunstancias y lejos de los países más avanzados de su entorno. Por ejemplo, mientras que en el Reino Unido y en la República de Irlanda la ayuda familiar por hijo está en torno a los doscientos euros hasta los dieciocho años, además de generosas desgravaciones fiscales, en España solo se dan cien euros hasta los tres años. El actual gobierno socialista introdujo una medida tardía de conceder 2,500 euros por el nacimiento de cada hijo, que tuvo que suprimirse a raíz de la crisis.

Según los expertos, España necesita doce millones más de españoles menores de treinta años para que el número de jóvenes supere el número de mayores de 65 años y el sistema de pensiones pueda ser sostenible. La inmigración podía haber sido una solución, a pesar de los problemas políticos y sociales que puede causar por otro lado; pero, en las actuales circunstancias, la economía española ha dejado de ser atractiva para los inmigrantes. De hecho, de los cinco millones de inmigrantes que han llegado a España en los últimos años, un alto porcentaje se plantea regresar a sus países o irse a otros que ofrezcan mejores perspectivas laborales. Así, la única solución que puede evitar el colapso a medio plazo es el aumento  de la edad mínima de jubilación y un sistema más flexible que incentive a los trabajadores a jubilarse lo más tarde posible. Las reformas tomadas en meses recientes por el actual gobierno, que elevaban la edad de jubilación a los 67 años, no van lo suficientemente lejos como para resolver el problema.

Con respecto a la salud pública, los datos también indican que esta partida tan cara para el Estado está abocada a aumentar en los próximos años. El hecho de que la esperanza de vida esté aumentando de forma tan notable supone un reto para el sistema actual de salud, difícilmente sostenible. En las próximas décadas, el número de mayores aumentará y cada vez necesitarán más de hospitales y asistencia sanitaria. Pero otro gran problema es que no solo aumenta el número de españoles que irán a los hospitales con más frecuencia, sino también el de ciudadanos de muy diversas partes del mundo que optan por tratarse en hospitales españoles. La globalización es uno de los problemas con los que los creadores del sistema de salud pública española no contaban. De la misma forma que es muy fácil entrar a España y quedarse en el país de manera ilegal, también lo es utilizar sus hospitales. No todos los que se benefician de la salud pública española han pagado impuestos para ello. Los contribuyentes españoles subvencionan a un alto porcentaje de enfermos para los que la salud sí es gratuita.

Si bien la salud pública ha logrado combinar la gratuidad con la calidad, no se puede decir lo mismo de la educación. España, a pesar de ser una potencia cultural, no ha logrado consolidar un buen sistema educativo que eleve el nivel cultural de su población y la prepare bien para los retos del futuro. España lleva años a la cola de los países de la OCDE, según indican los informes. La educación universitaria pública española tampoco sale bien parada en los informes internacionales: entre las doscientas mejores universidades del mundo, solo figuran dos españolas, muy al final de la lista.

Desde los años ochenta, a los políticos les gusta utilizar el eslogan de que la generación de jóvenes españoles es la mejor preparada de su historia. Es cierto que cuentan con una educación básica que muchos de sus padres y abuelos no tuvieron. Sin embargo, la élite universitaria no es mejor que la de sus padres y está peor preparada que muchas de las grandes naciones del mundo para competir de manera global. La inversión en recursos humanos es la mejor apuesta que puede hacer un país por su futuro, y en este aspecto los gobiernos de España en los últimos treinta años no han sido hábiles inversionistas, poniendo más hincapié en la cantidad y la gratuidad de la educación que en la calidad, e inevitablemente el país comienza a pagar las consecuencias.

Resulta políticamente rentable decir que cada vez más ciudadanos han accedido a la universidad y hanobtenido una licenciatura, independientemente de si tenían recursos económicos o no; sin embargo, otra cuestión es si esa licenciatura les hace ser competitivos en un mercado global o incluso local, pues una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es que una sociedad que en teoría está tan bien formada es, a la vez, la que tiene un mayor índice de paro, sobre todo entre los más jóvenes.

El desempleo es el otro gran problema que nos lleva a la conclusión de que el sistema de bienestar actual es insostenible. Cinco millones de parados, que equivalen a un veinte por ciento de la población laboral, son un suicidio económico para un país, pues no solo supone que esos cinco millones son mantenidos a costa del erario público sino que se está prescindiendo de las aportaciones a las arcas públicas que esos trabajadores podrían estar haciendo, y se está renunciando a la contribución que podrían sumar al crecimiento del país. Las causas de este desastre son muchas, pero entre ellas cabe destacar la debilidad de la sociedad civil y la pérdida de iniciativa privada que ha padecido el país a medida que ha avanzado el Estado de bienestar. El gestor y el funcionario gozan de más prestigio y de mayor apoyo social que el emprendedor y el empresario; los españoles han dado tanto poder al Estado y al gobierno que esperan que este les solucione el problema del desempleo y les dé trabajo, cuando en realidad el empleo lo crean principalmente las empresas y los emprendedores.

El alto costo del sistema político español ha contribuido también a la crisis actual y a hacer el sistema de  bienestar inviable –no olvidemos que los impuestos de los españoles no solo van a pagar las partidas del Estado de bienestar sino una larga lista de gastos ocasionados por las instituciones y sus representantes–. El sistema de autonomías y la descentralización es uno de los grandes logros históricos de la España actual. Sin embargo, su puesta en práctica ha generado grandes problemas presupuestarios y ha contribuido en buena medida al aumento de la deuda y del déficit presupuestario. La idea de tener diecisiete gobiernos regionales (dos de ellos con casi todos los atributos del Estado nación) compitiendo por más presupuesto y por recibir más competencias del Estado, y también por rodearse de todo signo de poder y riqueza, fácilmente lleva a desequilibrios presupuestarios y al descontrol del gasto público.

 

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España es uno de los países con más coches oficiales del mundo como consecuencia de la proliferación de altos cargos. Los ejemplos de los gastos superfluos que provocan los diecisiete gobiernos serían muchos. Especialmente dañina para el presupuesto nacional ha sido la competencia entre ellos por dotarse de las infraestructuras de transporte más modernas, con independencia de si en realidad existía verdadera demanda para ellas. La idea de que toda ciudad importante debe estar conectada con un tren de alta velocidad y que toda provincia merece tener un aeropuerto ha llevado a varios gobiernos autonómicos a hacer inversiones millonarias en proyectos faraónicos. Pero en la mayoría de los casos las mejores instalaciones de comunicación no han conseguido una mayor movilidad de sus ciudadanos ni el esperado aumento de la riqueza, y por otro lado han aumentado la deuda de las comunidades de forma espectacular.

El mejor ejemplo del despilfarro estatal en infraestructuras de transporte innecesarias es el caso del aeropuerto de Ciudad Real. En una ciudad de doscientas mil personas, el último gobierno socialista de Castilla-La Mancha decidió construir un aeropuerto con capacidad para dos millones de personas y tecnología aeroportuaria de última generación. Sin embargo, no logró atraer el más mínimo tráfico aéreo que pudiera justificar instalaciones tan grandiosas. Su coste de mil cien millones de euros fue en gran parte financiado por la administración regional a través de la Caja de Castilla-La Mancha, que fue la primera caja en ser rescatada por el Banco de España. Por desgracia este no es el único de los llamados aeropuertos fantasmas que costaron grandes fortunas para acabar ocasionando enormes pérdidas por la falta de pasajeros. Con el AVE ha ocurrido algo similar, pues está llegando a ciudades donde la movilidad de su población no lo justifica, y adonde no hay necesidad de ir tan rápido. En todos estos casos, la ambición y el deseo de aparentar de los políticos y la codicia de los empresarios del sector va por delante de la verdadera demanda.

Desde el gobierno central, los ejemplos de despilfarro y excesiva generosidad a la hora de repartir dinero ajeno son numerosos. La célebre frase de una ministra del primer gobierno de Rodríguez Zapatero de que “el dinero público no es de nadie” refleja muy bien la ligereza con la que muchos servidores públicos que han ostentado el poder en los últimos años gestionan los fondos públicos. Por dar un ejemplo reciente, el gobierno español aprobó en agosto una indemnización de cien millones de euros a Marruecos por la guerra del Rif. Esta cantidad se repartirá entre los descendientes de los rifeños que lucharon contra España hace noventa años. Parece ser que ni la crisis ni las presiones de Bruselas ni los malos informes de las agencias internacionales de calificación han logrado impedir que el gobierno deje de malgastar el dinero de los españoles en los fines más estrambóticos.

Los ejemplos como el incomprensible regalo a Marruecos habrían sido muchos más de no ser por las presiones de la Unión Europea que recibió el presidente del gobierno sobre la necesidad de tomar medidas drásticas para reducir el déficit. En mayo del año pasado, Zapatero se vio forzado a anunciar una serie de medidas drásticas, que incluían la reducción del sueldo de los funcionarios, la congelación de las pensiones y el recorte de numerosas prestaciones sociales. La tardía lucha contra el déficit culminó con una reforma constitucional que establecía un tope máximo. Ajustarse a este límite sin reducir el Estado de bienestar va a suponer un gran reto para los próximos gobiernos.

Por otro lado, sería injusto depositar toda la responsabilidad de la crisis del Estado debienestar sobre el gobierno de Zapatero. Al fin y al cabo, como decía Friedrich Hayek, hay socialistas en todos los partidos, y las causas de la crisis de este sistema son mucho más profundas.

La creación del Estado de bienestar tuvo un impacto enorme sobre la actitud de la población europea en general ante el trabajo, el dinero y el ahorro. Tradicionalmente, el ciudadano dependía de su trabajo para salir adelante en la vida y del ahorro para hacer frente a las adversidades que pudieran surgir y para subsistir en el momento en que ya no les fuera posible trabajar. El trabajo y la iniciativa individual eran fundamentales para salir adelante en la vida. Todo esto cambió tras la creación del Estado de bienestar, ya que el Estado se hacía cargo de cuatro necesidades básicas de la vida; como consecuencia, el incentivo para ahorrar disminuyó, y los europeos comenzaron también a endeudarse más.

Desde el momento en que los ciudadanos depositaron su confianza en el Estado para organizar aspectos muy importantes de su vida se hicieron también mucho más dependientes de él. Más que recurrir a su iniciativa para buscar trabajo o emprender cualquier proyecto que pudiera crear riqueza, los individuos recurrían cada vez más al Estado. En el caso concreto de España, el establecimiento del Estado de bienestar conllevó el auge del funcionario, el declive del empresario y el surgimiento de una sociedad menos emprendedora, cuyos ciudadanos dejan de tener aspiraciones y se acomodan a lo que el Estado les va a proveer.

El Estado de bienestar también cambió de manera drástica la actitud de los gobiernos y los partidos políticos y alteró la naturaleza de la democracia.  Por tradición, los gobiernos eran conscientes de que  la ciudadanía desconfiaba de ellos, pues recurrían a los ciudadanos principalmente para recaudar impuestos y para reclutarlos con el fin de ir a la guerra. A partir de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos surgieron como un ente benefactor que podía ayudar a los  ciudadanos en la organización de sus vidas y aliviarles de cargas muy importantes, e incluso sacar a muchos de ellos de la pobreza.

Así surgió una nueva competición, entre partidos políticos que aspiraban a formar gobierno, sobre cómo llevar más lejos el Estado de bienestar. El objetivo no solo era proveer asistencia sanitaria y educación gratuita, sino intentar que los ciudadanos pudieran jubilarse lo antes posible, que los desempleados tuvieran más dinero durante más tiempo, que las madres y amas de casa y también los estudiantes fueran remunerados por el Estado, e incluso que minorías étnicas o inmigrantes recién llegados recibieran compensaciones especiales por su condición, y que cualquiera que se sintiera agraviado pudiera recibir una compensación estatal.

Ampliar las fronteras del Estado de bienestar y aumentar los llamados beneficios sociales se convirtió en la fórmula que más garantías ofrecía de éxito electoral. A cuantos más individuos y sectores de la sociedad se les pudiera ofrecer beneficios sociales, mayores posibilidades de ganar las elecciones. Por el contrario, proponer recortes en los beneficios sociales y medidas de adelgazamiento del Estado era una fórmula abocada al fracaso, por mucho que se argumentara que los beneficios sociales eran insostenibles y que reducir la presencia del Estado en la sociedad podía traer beneficios económicos. Lo social y lo políticamente correcto era aumentar el Estado de bienestar; quien estuviera en contra era tachado de antisocial y de ir contra el sistema ode estar vendido a intereses del gran capital y del mercado, que siempre iban contra el trabajador común.

La competición por quién da más en beneficios sociales llevó a muchos partidos políticos a proponer aumentar el Estado de bienestar sin hacer cálculos rigurosos sobre su sostenibilidad a largo plazo. Las campañas electorales de partidos y gobiernos recordaban cada vez más a las ofertas de los grandes almacenes con la célebre fórmula de compre hoy y pague el mes que viene. De la misma forma que los comerciantes pensaban que lo importante era vender productos como fuera y que cada comprador encontraría su fórmula para ir pagando poco a poco, los políticos aspiraban a vender sus propuestas de beneficios sociales de cualquier manera, y luego, una vez en el poder, buscarían algún medio para pagar, de preferencia a muy largo plazo, cuando ya muchos de ellos hubieran dejado el poder y no tuvieran que asumir responsabilidades. Lo importante eran los beneficios a corto plazo, pues a largo plazo, como decía John Maynard Keynes, estamos todos muertos.

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Sin embargo, de la misma forma que un consumidor acaba pagando un alto precio por endeudarse para comprar productos que no se  puede permitir con sus ahorros, el ciudadano también paga un alto precio por disfrutar de beneficios sociales que el Estado no puede sufragar.

Si bien los problemas de endeudamiento estatal, pérdida de competitividad, de espíritu emprendedor y de iniciativa individual son comunes a todos los países con un Estado de bienestar avanzado, estos son particularmente graves en los países del sur de Europa, como España.

En España y en los países mediterráneos ha sido más difícil establecer un modelo de Estado de bienestar viable a largo plazo por las siguientes razones. En primer lugar, porque comenzó a construirse partiendo de un menor nivel de riqueza que el de los países nórdicos, que ya eran sociedades muy ricas cuando lo hicieron. En segundo lugar, porque hay menos cultura emprendedora y por ello la pérdida de iniciativa privada que siempre trae consigo el Estado de bienestar iba a ser notable. España se convirtió en la octava potencia industrial en gran medida gracias a iniciativas del Estado; los españoles prefieren trabajar para la administración que para la empresa privada o para sí mismos, ypara muchos de ellos ser funcionario es su gran aspiración vital. Tercero, porque hay menos ética individual que en los países del norte. Los casos de fraude fiscal, de trampas para cobrar prestaciones de desempleo, pensiones y utilizar hospitales públicos son mucho más frecuentes en España y en el sur de Europa que en el norte. Por último, hay  más corrupción, mayor incompetencia y menos meritocracia entre la clase política de España y de los países del sur del continente que en la de los países del norte, y esto lleva a que  la gestión del dinero público y por lo tanto del Estado de bienestar sea menos eficaz.

El fin de todo buen gobierno es luchar para que la vida deje de ser pobre, desagradable, embrutecedora y corta, como dijo Thomas Hobbes, pues por desgracia así fue la vida para la mayoría. No cabe duda de que el Estado de bienestar ha hecho una buena contribución para lograr este fin. Sin embargo, su futuro tal y como está concebido es inviable para buena parte de los países europeos y muy especialmente para España. Para tener un Estado de bienestar sostenible, España necesita que su economía vuelva a funcionar, que la pequeña y la mediana empresas vuelvan a crear riqueza y empleo, que los empleados vuelvan a pagar impuestos con los que sufragar el coste del Estado y que  el país vuelva a crecer; a más largo plazo necesita  que aumente su población más joven, fomentar una cultura más emprendedora, perseguir el fraude y la corrupción; por último necesita un gobierno y una clase política mejor preparada y con mayor grado de responsabilidad en la gestión del dinero público.

Resulta un objetivo difícil teniendo en cuenta la profunda crisis que atraviesa el país. Sin embargo, los españoles han conocido momentos mucho más difíciles y en peores circunstancias han logrado hacer de España un gran país. ~

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(Madrid, 1970) es historiador y analista de la Europa contemporánea. Colabora frecuentemente en medios como el periódico ABC.


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