llustraciones: Maricarmen Miranda

La difamación del crimen ritual

A finales del siglo xix, la revista jesuita La Civiltà Cattolica se encargó de difundir por Europa el mito del “crimen ritual”. Hecho infame que alimentó la persecución y el exterminio de los judíos. Jean Meyer, en su libro más reciente, documenta esta genealogía del horror y al hacerlo, dice Enrique Krauze, expone el daño que la mentira y el odio causan en los pueblos.
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La gran tradición historiográfica francesa tiene en Jean Meyer un representante cuya obra –a estas alturas– no desmerece frente a la de su maestro Pierre Chaunu o a la de François Chevalier, célebres historiadores que dedicaron sus afanes a Hispanoamérica. Pero lo notable en el caso de Meyer (tan productivo ahora, a sus setenta años, como cuando lo conocí, a principios de los setenta) es el radio de su interés: de la clásica trilogía sobre los cristeros pasó al estudio de sus epígonos sinarquistas y a una consideración heterodoxa de la Revolución mexicana, tras la cual dedicó trabajos monográficos diversos a personajes del orbe católico mexicano, del cura Hidalgo al obispo Ruiz. Al arranque de los ochenta, levantó la mirada hasta abarcar la historia de los cristianos en América Latina. La siguiente estación fue tan extraña y ambiciosa que a algunos nos pareció casi insensata: estudiar ruso para describir el cisma entre el cristianismo romano y el ortodoxo. Ya firmemente instalado en la historia universal de la Iglesia, publicó un libro sobre el celibato sacerdotal. Y a esa cosecha sorprendente se aúna ahora La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo 1880-1914 (Tusquets, 2012), cuyo tema es un capítulo del choque milenario entre un sector del mundo cristiano (en particular del católico) y el judaísmo.

A la nutrida historia revisionista sobre el papel de la Iglesia en la tragedia de los judíos en el siglo XX* debe agregarse ahora este nuevo libro de Jean Meyer. Su contribución específica (mencionada por varios autores pero no analizada en detalle) es el estudio de la influyente revista La Civiltà Cattolica (editada desde mediados del siglo XIX por los jesuitas de la curia romana), que entre 1880 y 1914 propagó, con inusitada vehemencia y letales efectos, una de las principales difamaciones creadas para justificar la discriminación, persecución, expulsión y, en último término, exterminio de los judíos a lo largo del segundo milenio. Esta mentira –fraguada en variantes diversas y elevada a proporciones míticas desde su aparición en el siglo XII– insistió en la especie de que los judíos mataban niños cristianos para verter su sangre en el pan ázimo de la Pascua. Solo la más antigua y persistente acusación de deicidio (desmentida apenas, oficialmente, por el Vaticano en el Concilio Vaticano II) tuvo un efecto comparable a ella, pero compaginadas con otras maquinaciones (la necromancia judía, su pacto diabólico, la supuesta conspiración internacional para dominar al mundo), construyeron el coriáceo mito del judío como el arquetipo de una otredad amenazante, vengativa, irreductible, a la que tarde o temprano había que eliminar.

El libro es un prodigio de solidez académica. La bibliografía general y la que sustenta cada página abarca obras en español, inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco. (Faltó una exploración al menos indirecta de la bibliografía en hebreo.) Los útiles índices y cronologías ayudan al lector a sortear una estructura que por sus saltos e iteraciones puede resultar confusa. Meyer es proclive a digresiones y guiños que vuelven amable y personal la lectura pero que también pueden distraer la atención. Quizás una segunda edición podría limpiar el texto de algunos coloquialismos poco elegantes, suprimir del apéndice documentos personales que no vienen al caso (como el dictamen de un lector del manuscrito original) y presentar un prólogo y un epílogo únicos y mejor trabados. Pero este reparo formal no empaña la extraordinaria calidad de la investigación.

En el espacio de diez siglos, a lo largo y ancho del mundo cristiano, la mentira del crimen ritual se concretó en poco más de doscientas acusaciones, nunca sustentadas, nunca probadas. Meyer recoge algunas: el caso de William de Norwich (1144), el martirio de Simoncito de Trento (1475); el caso del Santo Niño de la Guardia (1490-91); el juicio de Damasco (1840). Al atestiguar los efectos del mito en el ánimo popular, no pocos papas lo denegaron explícitamente. Entre ellos destaca quizá Pablo III (entrañable para México por haber decretado en 1531 que los indios eran entes de razón). En 1540, aquel papa humanista habló abiertamente de la “fábula calumniosa”. Con todo, la actitud predominante en la Santa Sede fue de un silencio aquiescente: el triste y cómplice argumento del silencio.

De pronto, en el contexto del conflicto histórico entre la Iglesia católica y el mundo moderno, liberal, materialista y jacobino surgido a partir de la Revolución francesa (conflicto que Meyer recrea admirablemente, en pocas páginas), la revista La Civiltà Cattolica retomó la vasta producción fabuladora de los jesuitas “bolandistas” que en otro momento de tensión histórica (las guerras religiosas del siglo XVII) habían “auscultado” el Talmud y otros “libros pestíferos” del canon judío, para buscar pruebas fehacientes de que el crimen ritual era ordenanza expresa. Esta agudización del sentimiento antijudío en contextos de crisis religiosa en los que los sacerdotes buscaban con mayor ahínco la fidelidad del pueblo es esclarecedora. Es en ese marco de una Iglesia proclive a la apología del martirio cristiano y a la satanización del judío, donde los jesuitas (relegados por la Ilustración en el XVIII, combatientes de la fe en el XIX) emprenden su cruzada antijudía. Solo entre 1880 y 1893, Meyer compiló 263 artículos de la revista (muchos de ellos firmados por el padre Giuseppe Oreglia), dedicados a probar el “uso antropófago hebraico de nuestra sangre”.

De todas las acusaciones de crimen ritual que los jesuitas de La Civiltà Cattolica recogieron como “pruebas incontrovertibles” (aunque los juicios que se siguieron en prácticamente todos los casos resultaron en una absolución), quizá la más dramática ocurrió en 1882 en el poblado húngaro de Tisza Eszlár. “No hay duda”, sostuvo la revista: “la evidencia” le parecía “aplastante” porque, en el juicio, el hijo del acusado (un joven de catorce años) había confesado la culpa de su padre. En una página estremecedora que prefigura en su terror autolesivo a los Juicios de Moscú, Meyer transcribe el diálogo entre József y Móric, padre e hijo: “Ya no quiero ser judío”, le dice el niño. “¿No tienes tristeza si me ahorcan?”, contesta el padre. A fin de cuentas el jurado emitió un veredicto exculpatorio, y la familia reintegrada se exilió en Londres, lo cual no convenció a los redactores ni a un sector amplísimo de la feligresía húngara, convencidos ambos de que “los judíos pagaron por la absolución”. Ante la violencia desatada contra los judíos a raíz del juicio y el recuerdo de las persecuciones contra ellos en la Edad Media, un dominico francés escribió, premonitoriamente: “No soy profeta pero doy por seguro que antes de treinta años los judíos sucumbirán a una catástrofe de este género.”

El papa León XIII, que viró en un sentido de recto progreso el rumbo de la Iglesia, fue indulgente con el prejuicio antijudío. Cuando en 1899 tres eminentes ingleses (el duque de Norfolk, lord Russell, el arzobispo Vaughan de Westminster) lo instaron a desmentir la fábula, se negó a hacerlo. De poco sirvió que, al desatarse en Rusia la acusación más célebre del género en el siglo XX (el juicio contra el obrero judío Mendel Beilis en 1913, que indignó a Lenin al grado de llevarlo a instalar una comisión revisora en 1920), el papa Pío X se comprometiera a “prevenir el infame fanatismo de estas gentes” hacia “los pobres judíos”. El daño estaba hecho.

 

 

Un mérito mayor de Meyer es mostrar la variedad de posturas frente al tema dentro del orbe católico. Recobrando la obra de un brillante ancestro intelectual (el erudito católico Félix Vernet, autor de un artículo, “Juifs et chrétiennes” [“Judíos y cristianos”], en el Diccionario apologético de la fe católica, 1912), Meyer toma en serio la fábula para mejor refutarla. “El crimen existiría si, y solo si, está prescrito y autorizado por la liturgia oficial”, apunta Vernet para concluir que los volúmenes infamatorios de su época (en especial la popular obra del padre August Rohling sobre el crimen ritual en el Talmud) eran enteramente falsos. Todo lo cual no inmuta a La Civiltà Cattolica, que tiene una explicación para la omisión del mandato en los libros sagrados: los judíos no eran tontos como para consignarlo por escrito, por eso lo dejaron en la tradición oral. En cualquier caso, los judíos perdían. Una especie de “efecto tijera” los condenaba siempre: si se quedaban en los guetos o en sus pequeños pueblos de Polonia o Ucrania o Rusia, representaban un arcaísmo intolerable; si salían de ellos, se volvían competidores abusivos y ventajistas. A fines del siglo XIX se decía que los judíos anarquistas “estaban detrás” del asesinato del zar Alejandro II y, simultáneamente, “estaban detrás” de las conquistas imperiales de Bismarck. En el siglo XX la “tijera” volvió a operar: los judíos “están detrás” de Moscú y de Wall Street. Los detractores nunca se preguntaron por qué todo ese poder casi cósmico no les sirvió para prevenir el exterminio de seis millones de correligionarios durante la Segunda Guerra Mundial.

Meyer rescata algunos testimonios valiosísimos de personajes ilustrados (Goethe, Masaryk) recordando el atávico miedo infantil a los judíos, insaciables de sangre cristiana, y en el mismo sentido trae a cuento una frase de Freud que podría haber sido el epígrafe del libro: “Las psicosis populares son inmunes a cualquier argumentación.” Pero, ¿cómo se crea esa psicosis? ¿Cómo cundió en el pueblo católico (y protestante) con esa profundidad, con esa duración, la fábula del crimen ritual? Un ejemplo revelador es el carácter “probatorio” que por varios siglos ha tenido –en sectores del pueblo polaco– un lienzo del siglo XVII que se exhibe en la catedral de Sandomierz y que sirve como portada en el libro de Meyer. Representa a un grupo de viejos judíos estereotípicos (narices ganchudas, largas capas) seduciendo con denarios a una familia cristiana (en particular a una niña) para luego sacrificarla. En una investigación reciente citada por Meyer, una antropóloga polaca encontró que la pintura ha sido, por cuatro siglos y hasta ahora, la prueba fehaciente de la historicidad del crimen: “no creo que es verdad, lo sé”, le dijeron sus entrevistados, refiriéndola al cuadro.

Algo similar ocurrió en el caso del Niño de Trento: la aparición de la imprenta esparció “viralmente” la noticia hasta elevarla a alturas míticas y sacramentales. Una vez instalada en esa zona, la “psicosis popular” se vuelve, en efecto, “inmune a la argumentación”. La Civiltà Cattolica jugó un papel central en esa psicosis. Ampliamente leída y respetada en el orbe católico europeo, su responsabilidad histórica consiste en haber revivido el mito proveyéndole además –escribe Meyer– de una legitimidad “pseudo-teológica”. En Francia, por ejemplo, el periódico La Croix, que hacia 1900 tenía una circulación de 150 mil ejemplares, atizó la hoguera humeante del caso Dreyfus con una intensa cobertura del crimen ritual basada en la revista italiana. En junio de 1934, Hitler (previsiblemente convencido de la verdad histórica del crimen ritual) alienta un número monográfico de Servicio Mundial (el órgano bimensual del Partido Nazi), dedicado a la fábula tomada al pie de la letra. Y, por si faltaran evidencias del carácter viral de un mito cuando arraiga en la mente popular, Meyer explora apenas los múltiples ecos de la fábula en la prensa, los libros y la televisión oficial y comercial del mundo islámico en nuestro tiempo.

 

                                                                     

En la sección más discutible de su libro, Meyer recoge la obra de algunos historiadores israelíes contemporáneos de la corriente revisionista que atribuyen a textos rituales judíos del Medievo la aparición súbita y desde luego involuntaria de la fábula. Las incidentales menciones de odio hacia los cristianos, las apelaciones a la ira divina aparecen como pruebas de esa intención vengativa que se materializaría en la fábula (y, según algunos, en casos aislados en que el crimen pudo haber ocurrido). Uno de esos historiadores (Israel Yuval, “Vengeance and damnation, blood and defamation: from Jewish martyrdom to blood libel accusations”, Zion 58, 1993) sugiere que el suicidio colectivo de muchos judíos durante las masacres de las Cruzadas en 1096 pudo inducir la idea de que si los judíos mataban a sus propios hijos, con mayor razón cometerían crímenes semejantes contra los niños cristianos.

Aquí Meyer transita por terrenos pantanosos. Las obras de los historiadores que cita (en particular la de Yuval) recibieron un alud de críticas por parte de varios autores de sólida reputación académica como Ezra Fleischer (“Christian-Jewish relations in the Middle Ages distorted”, Zion 59, 1994). (Estas refutaciones están en idioma hebreo, pero su importancia reclamaba al menos un sondeo.) Aquellos suicidios colectivos –sostiene Fleischer– fueron actos movidos por la fe y por el miedo: la negación radical a convertirse al cristianismo y el terror a las persecuciones cristianas. Por lo demás, los críticos señalan el error de dotar de sentido histórico a fuentes no históricas como poemas y plegarias.

 

 

En Trials of the Diaspora (Oxford University Press, 2010), libro definitivo sobre el antisemitismo inglés, Anthony Julius incluye otras refutaciones de peso, entre ellas la repugnancia –esa sí ritual y litúrgica– de los judíos a la sangre, que es quizá el primer artículo de la dieta milenaria. En definitiva, sugerir que los judíos fueron inadvertidamente corresponsables de su tragedia es una hipótesis torcida. La simetría creada por Yuval (vagamente absolutoria del horror histórico de la fábula) repugnó a Fleischer: “Este es el tipo de artículo que nunca debió haber sido escrito; una vez escrito no debió publicarse pero, una vez publicado, debería pasar al olvido lo antes posible.” Meyer no comulga con esa simetría ni la postula pero, al no presentar los argumentos contrarios, resta al lector elementos de juicio.

 

 

Más allá de las interpretaciones y hermenéuticas, están los abrumadores números. Doscientas veinticinco acusaciones (ninguna de ellas probada) plantaron en el alma popular de la Europa católica y protestante la mentira de que los judíos (así, como una totalidad, como una categoría genérica) eran asesinos de niños y bebían sangre cristiana. Esa mentira –fraguada con saña, sin participación alguna, directa o indirecta, de los judíos– recorrió diez siglos y ha llegado a nuestra era. El efecto acumulativo fue atroz: a los judíos se atribuyeron las pestes, sobre ellos recayeron diversos edictos de expulsión, ellos fueron las principales víctimas de genocidios religiosos en la Edad Media, de los sucesivos pogromos en suelo ruso (desde los cien mil asesinados por los cosacos en Ucrania, en 1666, hasta los pogromos de Białystok en 1906) y finalmente del Holocausto. Resultado: millones de víctimas reales frente a cientos de acusaciones falsas, variaciones de la misma mentira.

 

Desoladora gestación de un mito oscuro: gracias a una fábula que prendió como verdad, la generalización condenatoria de los judíos –de todos los judíos– como asesinos rituales se volvió una creencia inamovible, casi geológica. Ningún otro pueblo sufrió una condena “genética” similar, ni siquiera el alemán, cuyos contingentes nazis (que contaron con simpatías mayoritarias) masacraron a millones de seres humanos. Es muy raro (y, con toda razón, mal visto) que alguien generalice hablando de “los alemanes” como “asesinos” racialmente determinados. En cambio “los judíos” siguen padeciendo, en pleno siglo XXI, la fábula milenaria de una supuesta naturaleza diabólica, deicida, hemofágica, conspiratoria y asesina.

Jean Meyer ha prestado un servicio invaluable a la verdad histórica y al combate del antisemitismo en el orbe de habla hispana. Borges escribió que el antisemitismo en América Latina tenía un carácter “facsimilar”, es decir, no autóctono sino derivado de los originales europeos. Tenía razón, pero no por eso es menos maligno. En otros tiempos las mentiras infames se difundieron como virus por medio de la imprenta o el arte. Ahora cunden en las redes sociales y comienzan a volverse comunes en nuestros países. Por siglos fueron una maquinación de la extrema derecha clerical. Ahora, los propaga –contradiciendo su esencia moral e histórica– una secta de la extrema izquierda. El libro de Meyer nos advierte sobre los peligros de esta psicosis colectiva inmune a la argumentación.

Por su propia experiencia familiar (sus padres y ancestros, los Meyer de Alsacia, viejos cristianos, eran amigos de los judíos perseguidos y exterminados), Jean Meyer vio el daño que el prejuicio, la mentira y el odio causan en los pueblos. Una frase de su admirado Charles Péguy resuena en el libro: “El odioso antisemitismo, del cual morirá la Gran Francia liberal si no se cura de él.” La frase fue dolorosamente profética en Francia y fuera de Francia. Lo sigue siendo. ~

 

 

 


* John Cornwell, Hitler’s pope: the secret history of Pius XII, Penguin Books, 2000; David Kertzer, The popes against the Jews: The Vatican’s role in the rise of modern  anti-semitism, Vintage, 2007; Garry Wills, Papal sin: Structures of deceit, Image, 2001.

 

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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