Breve ensayo sobre una cabeza sin proletariado

A principios de los sesenta, Revueltas observó un gran contingente revolucionario carente de dirección. Cincuenta años más tarde la imagen se ha invertido: el liderazgo de izquierda existe, pero no encuentra a quién movilizar.
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En 1962, José Revueltas decidió sistematizar las observaciones sobre el Partido Comunista que venía haciendo desde principios de la década de 1930 y así nos legó una de las imágenes más poderosas de la izquierda mexicana en el siglo XXun proletariado templado en las recientes batallas de la Revolución y la consolidación del régimen surgido de ella, un “coloso” que aparece listo y ansioso por ser encabezado hacia su victorioso destino revolucionario, y un grupúsculo informe que fracasa una y otra vez en cumplir con su deber de conformarse y actuar como cabeza del organismo que aguarda su conducción. Medio siglo después, la imagen que se perfila es la inversa: una cabeza formada por la agregación de las múltiples voces de la comentocracia de los medios de izquierda, políticos y activistas en permanente estado de movilización, una autodesignada vanguardia moral que reclama para sí una legitimidad política que niega a otros actores y que, pese a su ubicuidad y estridencia, no encuentra –ni es capaz de imaginar– un proletariado (es decir, un sujeto social) que ponga en marcha sus designios para la transformación del país.

Si la no cabeza de Revueltas desperdició el gran contingente revolucionario que le puso la teoría en charola de plata, la cabeza contemporánea es teóricamente incapaz de producir sus propias filas. No tiene una perspectiva verdaderamente crítica sobre la explotación social de nuestro tiempo ni puede vislumbrar los sujetos y modalidades de la emancipación. Sus llamamientos a la acción abarcan tanto y aprietan tan poco que caen en el vacío y acentúan su trágica convicción de estar atrapada entre el aplastante peso del poder y la blanda conformidad de la masa. Como respuesta, la vanguardia de nuestros días no hace sino perseverar a ciegas en su intento por movilizar a todo aquel que escucha, condenándose a un ciclo de indignación-denuncia-llamado-decepción-indignación del que surge lo que podemos llamar “hiperactivismo de izquierda”.

La cabeza sin proletariado a la que aquí se alude es una amplia franja de la izquierda partidista y social que se identifica por la presencia de los siguientes grandes rasgos: su rechazo a la visión socialdemócrata de la política de izquierda (lo que no quiere decir que no apoye aquí y allá algunas políticas concretas, sobre todo las que tienen que ver con la transferencia directa de recursos a los más necesitados) por considerarla en connivencia o indistinguible de la oligarquía neoliberal gobernante; la postulación de la primacía ética de su propia acción política; y la convicción de que sus críticas al gobierno se deben traducir automáticamente en acciones de protesta. Sin embargo, el elemento unificador más importante es la falta de una teoría o relato que la justifique y le dé coherencia en tanto proyecto de cambio radical, cimiente bien la cuestión de la legitimidad de los actores sociales y avance la imagen que plantea como alternativa al statu quo.

El tozudo rechazo a la inmensa mayoría de las acciones de gobierno y actores políticos que sustenta el discurso de la “resistencia”, tan común en la izquierda mexicana desde principios de los años noventa, desborda la literalidad de sus consignas, pero carece de una estructura intelectual que capture su significación transcendental. Aparece como una negatividad pura que no se puede atenuar con la negociación parlamentaria y el compromiso político. Su radicalidad se mide por su permanente estado de denuncia y movilización y no por la profundidad de las transformaciones sociales que propone.

Hay en la izquierda radical un debate teórico –aunque con referencias a instancias concretas de movilización– sobre el espinoso asunto de las modalidades y sujetos de la emancipación social. En México, sin embargo, esa discusión no parece haber salido aún de las escuelas de filosofía y los cubículos de los activistas mejor informados. Para entender el atolladero actual de la izquierda a la que nos referimos, la vanguardia sin tropas, el actor que no tiene forma de comprender a los sujetos a los que llama a movilizarse a base de exabruptos de voluntarismo, vale la pena recordar la forma en que Revueltas planteó el problema inverso y lo intentó resolver hacia el final de su vida. De sus exploraciones teóricas inacabadas podemos retomar el hilo para esbozar algunas formas de abordar la problemática contemporánea.

En la narrativa de José Revueltas los personajes obreros son escasos y casi siempre anónimos y la acción apenas merodea ocasionalmente por las fábricas, atisbando con arrobo hacia el interior (“La fundición roja; la fundición con pulmones. Sus vigas de acero, pendientes de la grúa, con algo celeste, de ángeles varoniles”) sin atreverse a entrar en ellas. En el universo revueltiano, la clase trabajadora se da por sentada; se infiere que su formación, producto objetivo del desarrollo histórico del capitalismo, procede con la misma precisión matemática con la que se le extrae plusvalía. Aunque en la galería de personajes de Revueltas no faltan obreros desclasados y esquiroles, el surgimiento de la identidad de clase entre trabajadores fabriles no es sustancia literaria. Es en sus márgenes donde tiene lugar el drama de la toma de conciencia en medio de la miseria de la existencia humana. Los terrenos limítrofes con el proletariado industrial, pero formalmente independientes de este: arriba los intelectuales y cuadros del partido, al lado los campesinos e indígenas radicalizados por los militantes agraristas y abajo la ciénaga lumpenproletaria, son los escenarios sociales de la literatura de José Revueltas. ¿Es el ámbito intocado de la fábrica la garantía última de certidumbre sobre la condición humana, su factible reducción a la teoría de la historia?

En su trabajo teórico-político anterior al 68, José Revueltas suele asignar a la ortodoxia materialista histórica ese papel garante de la necesaria existencia de una clase obrera revolucionaria y su destino histórico. Es, en términos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe,1 un heredero del marxismo de la Segunda Internacional, el cual buscó refugio en términos como “necesidad histórica”, “leyes científicas del desarrollo histórico”, etcétera, ante la evidencia empírica de la fragmentación del proletariado industrial, el surgimiento de la “aristocracia obrera”, el avance del sindicalismo reformista y, en general, la incesante complicación del panorama de la sociedad capitalista donde el Manifiesto comunista solo veía burgueses y proletarios.

Antes del movimiento estudiantil, que reactivó la creatividad de su filosofía, es posible decir con justicia que el materialismo histórico de José Revueltas está ya casi todo contenido en el documento “Las masas tienen derecho a un partido comunista”, escrito en 1940.2 En ese texto, la teoría marxista de la lucha de clases está ilustrada por la historia del obrero Pedro y el gerente Juan, que ejemplifican, con el simplismo más candoroso, el irreductible conflicto entre la burguesía y el proletariado y las condiciones objetivas que determinan la formación de sus respectivas conciencias de clase.

A partir de este punto, cuando se establece que las clases antagónicas del capitalismo han asumido forma definitiva en el México posrevolucionario, es cuando Revueltas despliega todo su potencial analítico y su arrolladora heterodoxia. Nunca hubo antes ni ha habido desde entonces un militante de izquierda más comprometido con la lucha contra el dogmatismo que José Revueltas, pero hasta los años sesenta, aun después de escribir el Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, el antidogmatismo del escritor está sostenido por una concepción particular, simplificadora y economicista de la teoría marxista de la historia y por la teoría leninista del partido que, siendo ellas mismas productos netamente históricos, contingentes y coyunturales, habían devenido dogmas apuntalados por el poder soviético. Cuando Revueltas critica al Partido Comunista por no haber logrado generar y conducir la conciencia de la clase obrera como “clase para sí”, debido a sus múltiples “desviaciones” –entre ellas la interpretación rígida, antidialéctica de la realidad–, el autor está acríticamente asumiendo tanto la centralidad de la clase obrera entre el proletariado mexicano como su unidad interna.

Los problemas a los que dedica su atención están relacionados con la interpretación de la realidad social, las tácticas “correctas” ante las coyunturas y la reducción del centralismo democrático a un pedestre autoritarismo burocrático entre la cúpula dirigente. Sus guías intelectuales se reducen al Lenin del ¿Qué hacer? y a los Marx y Engels de los textos más conspicuamente dedicados a la teoría materialista de la historia.

La revisión que hizo Revueltas de sus convicciones teóricas más íntimas, sobre todo a partir de su intensa participación en el movimiento estudiantil de 1968, consistió esencialmente en llevar la perspectiva que en su literatura se manifiesta viva, sofisticada y creadoramente dialéctica –como explica en detalle un excelente texto de Evodio Escalante–3 hasta sus últimas consecuencias políticas, cuestionando la validez universal de la teoría leninista del partido como anclaje epistemológico para el discernimiento de la estrategia general de la acción política y la táctica en la coyuntura.4 Para ello, el escritor se sirvió de Hegel y el Marx “pre-científico” o “filosófico” de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844.

De la mano de Hegel, Revueltas empezó a dar pasos vacilantes para abordar la dialéctica desde la pura subjetividad, como un proceso de interacciones entre dos voluntades contrastadas, rechazando la simplificación marxista ortodoxa como movimiento de la conciencia de la realidad al concepto y de vuelta a la realidad convertido en praxis. Al mismo tiempo, en su última estancia en Lecumberri Revueltas aborda por fin (aunque no pasara de notas para ilustrar sus lecturas de Hegel y Marx) perspectivas de una amplia gama de pensadores contemporáneos: Sartre, Althusser y Adorno, pero también autores menos conocidos por el público laico, como Kosík y Kojève. Estos últimos establecieron un puente con filosofías largamente ignoradas por el marxismo ortodoxo a la soviética, Heidegger y Lacan particularmente, que luego serían fundamentales en el surgimiento y diversificación de enfoques de izquierda radical, como parte del llamado posmarxismo o posmodernismo durante la década de los noventa: Laclau, Mouffe y los agonistas, Judith Butler, Slavoj Žižek, Simon Critchley, Hardt y Negri, etcétera. Claramente, José Revueltas estaba llamado a ocupar un sitio preponderante en la expresión latinoamericana del debate renovador que rompió con las rigideces del determinismo de izquierda a partir de mediados de los ochenta.

La reconstrucción de los últimos enfoques teórico-políticos de Revueltas es difícil porque tan solo contamos con textos que son fundamentalmente intentos del autor por clarificar e ilustrar para sí mismo pasajes filosóficos, así como cartas personales que dan una idea general de la dirección de sus esfuerzos. A partir de ahí, el autor esperaba revisar a profundidad sus posturas teóricas sostenidas de manera férrea durante sus largas batallas ideológicas con las burocracias partidistas, y desarrollar a detalle las renovadas perspectivas. Sabemos que la tendencia general de Revueltas se encamina a la autogestión social más que a la toma del poder por parte de la vanguardia proletaria, aunque no queda por completo clara la calidad netamente revolucionaria de la autogestión. Sus exploraciones sobre la formación de la conciencia crítica indican un sendero de democratización y liberalización, en donde el concepto de “democracia cognoscitiva” –la proliferación de comunidades horizontales de conocimiento con base en el principio dialéctico de la crítica y la autocrítica– contiene la semilla de la alternativa a las estructuras jerárquicas partidistas.

La muerte de Revueltas dejó un vacío intelectual que continúa hasta nuestros días. El viraje del viejo Partido Comunista Mexicano hacia la lucha por la democratización del sistema político nacional, que significó abandonar los principios de la política revolucionaria leninista, resultó de forma indirecta –con la confluencia de otras expresiones del pensamiento político– en la emergencia, por primera vez en nuestro país, de un corpus discursivo netamente socialdemócrata. Exitosa en su labor de construcción institucional, especialmente en el diseño y puesta en marcha de la estructura electoral durante la segunda mitad de la década de 1990, la socialdemocracia mexicana aún lucha por consolidar un polo partidista con significativo apoyo electoral. La socialdemocracia, sin embargo, no agota todas las posibilidades de la izquierda, sobre todo de la que se sigue planteando la crítica radical del capitalismo contemporáneo.

Por supuesto, persiste una miríada de grupos que continúan esgrimiendo un discurso inalterado desde los tiempos de la Oposición de Izquierda, los Juicios de Moscú o la Revolución Cultural. Aparte de su muy obvia falta de peso político, las tradicionales sectas de izquierda no parecen haberse percatado de que la propia economía política marxista lleva años atareándose con el análisis de las cambiantes modalidades de acumulación de capital y relaciones de producción que no necesariamente implican la dicotomía burguesía-proletariado en sus términos decimonónicos.

Entre la socialdemocracia y el submundo de las sectas se encuentra el segmento mayoritario de la izquierda mexicana y el espacio que mejor ilustra el desarrollo de los dos problemas centrales que ocuparon a Revueltas en sus últimos años: la superación de la política de vanguardia y la redefinición de los actores del cambio social. En las últimas dos décadas hemos atestiguado la persistencia de estos dos aspectos de la vieja izquierda revolucionaria a través de dos momentos particulares que son el inverso uno del otro: la postulación del sujeto social sin recurrencia al vanguardismo (al menos de forma deliberada) y la supervivencia de la pulsión vanguardista sin la apelación a un sujeto de cambio social.

El zapatismo es ejemplo del primer momento. Aunque en la superficie aparece como una reivindicación de las demandas particulares de los pueblos indígenas, como lo muestra el énfasis en el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, el éxito del discurso zapatista no puede entenderse sin su capacidad de dotar de universalidad al modelo politizado de las comunidades indígenas. Tanto por ser el sector social más afectado por las reformas económicas del neoliberalismo, como por su desinteresado ofrecimiento de una plataforma para la expresión de una amplia gama de demandas (“Para todos todo, nada para nosotros”), así como un ideal de organización horizontal, las comunidades indígenas agrupadas en el ezln desempeñaron el papel de la “clase universal” del proletariado de Marx, cuya emancipación implica la de todos los demás. Pero en este punto, el zapatismo renuncia a erigirse en vanguardia y se diluye como fuerza dirigente a partir del mantra del “mandar obedeciendo”.

El fracaso del zapatismo para propiciar la transición democrática en México con base en su modelo comunitario resultó en la desaparición del sujeto social indígena del ideario de la izquierda contemporánea. Al mismo tiempo, la inoperancia del “mandar obedeciendo” frente a una “sociedad civil” sin una sólida tradición de autocrítica y coordinación horizontal le abrió las puertas al retorno de los liderazgos incuestionables y el vanguardismo como modo de vinculación entre los sectores “conscientes” y la masa.

El discurso vanguardista se empieza a formular desde el momento que se proclama el monopolio de la interpretación “correcta” de los problemas nacionales y la asignación de culpas. Las conclusiones distintas sobre los mismos problemas son desechadas como ejemplos de ingenuidad, en el mejor de los casos, y como intentos de manipulación y ocultamiento de la realidad, en el peor. Ejemplos de este discurso aparecen con frecuencia en el movimiento de Andrés Manuel López Obrador y en columnas y artículos de opinión de medios como Proceso, La Jornada, Sin Embargo y Revolución 3.0, por citar los más visibles.

Otra característica importante de este discurso de la vanguardia actual es la tendencia a postular demasiadas premisas que se presentan como evidentes en sí mismas. La caracterización de una gestión presidencial, una agenda legislativa o una estrategia partidista, por ejemplo, se ajusta de modo automático a un relato predeterminado en el que una oligarquía rapaz despoja al pueblo de los recursos que son legítimamente suyos, el cual desplaza al análisis crítico y riguroso de los modos y patrones de acumulación en la actualidad.

Como el discurso postula una verdad autoevidente, sus enunciadores, que la poseen, se erigen como los únicos actores políticos legítimos. Sin embargo, siguiendo tanto las teorías de la deliberación democrática como los bosquejos teóricos de Revueltas sobre autogestión y democracia cognoscitiva, los actores democráticos aceptan la necesidad de un agente externo al discurso para determinar su validez, y la legitimidad no se adjudica a los actores sino al proceso de deliberación en sí.

Armada con un relato simplificado pero de fácil digestión sobre los grandes problemas nacionales y un rasero que otorga o niega la legitimidad a los diversos actores políticos, la vanguardia emite incesantes llamados a la movilización contra todas las medidas de unos poderes que considera ilegítimos. Autoerigidos en último reducto de moralidad política, los activistas vanguardistas disfrazan su ineficacia política con el recurso fetichista de la resistencia.

Desde 2003 hasta la fecha, la cabeza sin proletariado ha constituido la parte más visible, en tanto permanentemente movilizada, de la izquierda en México. Sin embargo, desde el declive del movimiento #YoSoy132 parece haber agotado su capital movilizador. Atrapada en su propia certidumbre sobre la veracidad, pertinencia y justicia de su discurso, la cabeza sin proletariado se enajena de los sujetos que no responden a sus designios y con ellos acentúa su aislamiento y relativa marginalidad.

El reto entonces aparece como una extensión del esfuerzo revueltiano: extinguir las ascuas del leninismo a través de un doble movimiento que, por un lado, desmantele las estructuras de la actitud vanguardista y, por otro, dote de contenido sustantivo a la política radical que se plantea como alternativa, complemento o profundización de la socialdemocracia como discurso dominante de izquierda. La dialéctica del reconocimiento mutuo, el ejercicio implacable de la crítica y autocrítica a partir de grupos de afinidad y la práctica social como base de la elaboración de alternativas e identificación de actores, son los nuevos “colosos” de la emancipación social que deben nacer con la cabeza bien puesta. ~

 

 

 

 

 

 

1 Hegemonía y estrategia socialista, México, Siglo XXI Editores, 1987.

2 Escritos políticos I, volumen 12 de las Obras completas, México, Era, 1984.

3 Revueltas: una literatura del “lado moridor” , México, Era, 1979.

4 Según cartas a su hija Andrea escritas entre 1972 y 1974, citadas en el prólogo al Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, volumen 17 de las Obras completas, México, Era, 1979.

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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