Ilustración: Ari Chávez Chacón

Memorias de un hombre nuevo

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Hoy cae nieve, una nieve derretida, amarillenta y sucia. Ayer también nevó, y lo mismo estos días pasados. Me parece que ha sido la nieve derretida la que trajo a mi memoria esa anécdota que ya no puedo apartar de mi imaginación. Bueno, hagamos pues un cuento.

Fiódor Dostoievski,

Memorias del subsuelo

Nací en la República Socialista de Ruritania, un país que ya no existe, y mi primer recuerdo es el jardín cubierto de nieve de los multifamiliares donde mi madre y yo vivimos hospedados en el departamento de los Ziema, un matrimonio joven de profesores que no puede tener hijos. El rostro del señor Ziema está oculto detrás del lente tornasolado de una cámara fotográfica; veo sus cabellos grasientos peinados hacia un lado, su frente pálida y brillante. Mi madre me toma de la mano: detrás de nosotros están las torres grises de la Ciudad Nueva con cientos de ventanas talladas en el concreto y a nuestra derecha el entramado gris de un bosque de abedules.

Entre la nieve, como juguetes diseminados por una tormenta, están las estructuras tubulares de los juegos infantiles y las figuras de concreto pintadas con esmalte que representan a un oso y a un zorro, personajes de un cuento infantil que no conozco, aunque me es familiar. También está el mentón de la bruja, tan alargado que cae entre sus piernas huesudas (cuántas veces se apareció en sueños y cómo la extraño ahora que mis pesadillas son blancas como pasillos de hospital). Más allá está la autopista y al otro lado del río congelado la Ciudad Vieja con su fortaleza medieval erguida entre la neblina.

Mi madre, sentada en la cama individual donde dormimos, se anuda dos trenzas que caen sobre una blusa mexicana de algodón blanco con el cuello bordado de flores. Yo la miro desde el pasillo casi a oscuras, con su pared cubierta de un empapelado en cuya geometría me gusta perderme. La escarcha cubre por fuera el cristal doble de la ventana. Huele a leche, a grasa, a verduras cocidas. Ella me pide que me acerque para ponerme los botines porque el suelo está helado y voy a resfriarme.

Hay una fotografía suya con la trenzas y la blusa de algodón blanco, de fondo la sala funcional de los Ziema y el tocador de discos. Yo estoy apoyado en una de sus caderas, ventrudo, con una camiseta blanca, tirantes azules; los pantalones de lana me llegan hasta el ombligo (todavía puedo recordar la picazón en las piernas). Además de la gastada marca del papel fotográfico, en el reverso puede leerse una fecha escrita con tinta verde: 5 de abril de 1981, el día que ella cumple veintitrés años.

Nos despierta el estruendo de los bloques de hielo al chocar unos contra otros, arrastrados por el río. Un carámbano se disuelve en el mentón de la bruja. El entramado de los abedules reverdece. Mi madre llama a todo eso “el deshielo” en nuestro idioma, ese conjunto de pocas palabras que ella y yo compartimos en la soledad del invierno. El jardín se convierte en un baturrillo de nieve, hojas y ramas podridas, huellas y lodo. Los juegos infantiles son liberados por el ejército rojo del levante. El olor en el ambiente es tan desagradable como el del trapo para limpiar el suelo de la cocina. Es la primavera que regresamos a lo que ella llama nuestra casa, aunque mi acta de nacimiento dice que nací en un país que ya no existe.

Ruth lleva una camisa de mezclilla sobre un vestido blanco de algodón y unas sandalias de cuero. Caminamos entre los bloques de concreto y ladrillo de la Unidad Integración Latinoamericana, en la ciudad de México. La lluvia fría de la tarde lavó los caminos y las jardineras. Una mujer anciana pasea un perro tan viejo como ella que cada tanto se detiene en una de las farolas para olisquear algo con indiferencia. Limpio con el impermeable el agua de una banca y saco de mi mochila un termo y dos tazas chinas, naranjas y panecitos de salvado con miel. Del bolso de cuero de Ruth aparece la cajetilla con los cigarros baratos que le gusta fumar y un encendedor desechable. Frente a nosotros están los juegos infantiles vacíos. Pasan de las diez de la noche.

–¿Y bien? –le digo.

–Ya me llegó la carta de aceptación.

La Unidad Integración Latinoamericana está conformada por bloques de departamentos de hasta dieciséis pisos. Fue construida para trabajadores del estado en los años setenta, cuando México pretendía ser un país socialista. Yo vivo en el cuarto piso del bloque República de Cuba y ella en el sexto de República de Venezuela, en un departamento compartido. La unidad ahora también es habitada por estudiantes universitarios de clase media o extranjeros, académicos e investigadores de la universidad. Yo pertenezco a la casta de los desempleados treintañeros que ya no son capaces de pagar los alquileres de la zona; ella es una veinteañera graduada de economía con una beca Fulbright que horas antes estaba en espera de ser aceptada por alguna universidad estadounidense.

–¿Cuándo te vas? –le pregunto.

–El 2 de septiembre. La semana que viene tengo cita en la embajada.

Le da una calada al cigarro y me lo pasa sin mirarme, absorta en el conjunto de resbaladillas y columpios frente a nosotros. Muchas veces hemos querido sentarnos en ellos, pero nos da miedo que un policía nos diga algo al pasar. Sirvo el contenido del termo en las dos tazas. Entre la hierba cantan los grillos, se escucha el noticiero de las diez desde una ventana. Normalmente nos fumamos un cigarro entre los dos hasta acabarnos la cajetilla. Es tarde para el té, aunque las noches de verano las pasamos conversando sobre esas nimiedades de la infancia y la juventud con las que los enamorados tejen un conocimiento mutuo; el mismo que resulta una maldición después, cuando un detalle ridículo –una película, un tomo en una librería de segunda mano, un juguete en una tienda de antigüedades– nos evoca un recuerdo no propio sino adquirido en una conversación frente a la mesa de un café o junto a un cuerpo desnudo que no volveremos a tocar.

–Te voy a extrañar.

–¿No quieres venir conmigo?

–¿Pero qué voy a hacer allá?

–Puedes trabajar en cualquier cosa, escribir.

Ruth apaga el cigarro en el borde de la banca y deja ahí la colilla, junto con las anteriores. Al levantarnos las recoge y las echa en el cesto de basura pintado de gris con el letrero que dice inorgánico, aunque nadie en la unidad, en la ciudad, en el país, respete la distinción entre orgánico e inorgánico. Toma un sorbo de té y mordisquea uno de los panecitos con sus colmillos de niña. Tiene los ojos cafés resaltados por el cabello largo y quebrado del mismo color y sus lentes gruesos de estudiante de economía, uno de los mejores promedios de su generación. Desde la oscuridad, entre el follaje que cubre uno de los muros del patio, me llega la esencia del hueledenoche, al igual que el aroma especiado de Ruth. Me gusta porque es como las niñas que, sentadas en la primera fila de la clase, están en el cuadro de honor; las capitanas de la escolta durante las ceremonias cívicas; las que con lágrimas en los ojos pronuncian el discurso en la graduación, después de las aburridas palabras de la directora; las que más altas y desarrolladas te miran con desprecio durante el sexto grado y tú las quieres, pero no te atreves a decirles nada, porque eres un niño sucio y distraído, refractario a las ciencias exactas.

–No tengo visa –digo–, no creo que me la den sin trabajo.

Saco del bolsillo mi navaja y pelo una de las naranjas de corteza rugosa que venden en el supermercado en verano. El polvo amargo que brota de la cáscara me irrita la nariz.

–Estás hablando con una becaria Fulbright. Podemos casarnos, no tendrás ningún problema con la visa. Hasta nos darán más dinero. Tú sabes que este país se va a ir a la mierda, David, ve las noticias, los muertos…

La voz del locutor del noticiero llega desde las ventanas. Cada una de ellas es la posibilidad de una vida que Ruth y yo nunca podremos tener, o tal vez sí, en las Grandes Llanuras, gracias a la Fundación Fulbright. No es mala idea, pienso, largarme de este cochino país.

Me agrada que el hecho de casarnos parezca una decisión práctica, una aventura entre dos camaradas emigrantes, no la sombra de Banquo con la que he lidiado en mis relaciones anteriores. Con Ruth todo es sosegado, aunque al despertar de madrugada junto a su cuerpo caliente el frío se cuela a través de una ranura en la ventana y me siento vulnerable. Me pongo los pantalones, ella me pide que me quede, pero me da terror encontrarme por la mañana con su compañera de cuarto. Es cuando siento la necesidad de caminar entre los grandes monolitos de la Unidad Integración Latinoamericana y escuchar el canto de los primeros tordos en la oscuridad, bajo la llovizna.

Durante las primeras semanas en la República Socialista de Ruritania, en la Escuela de los Pueblos Hermanos, mi madre piensa que el retraso de su período es consecuencia del cambio y del estrés que le causan las lecciones de ruritano. Es su compañera de cuarto, Dora, la que nota la estrecha relación que ha desarrollado con el baño al final del pasillo, y la que da aviso a las autoridades de la escuela. Por eso es llamada a la oficina del director, donde se encuentra con Wilma, la rubia cubana que algunas veces hace de intérprete, y quien además no es popular entre las compañeras no solo por su arrogancia sino porque sirvió de testigo para expulsar a las dos venezolanas que se fueron de juerga con unos estudiantes africanos.

–El director quiere saber si te has sentido bien últimamente –dice Wilma.

Este es un hombre de cincuenta años y barba rojiza que viste un suéter grueso con el que parece sentirse muy cómodo. Es ancho de espaldas y la habitación es tan pequeña que podría asfixiar a las dos chicas en un prolongado abrazo. Tiene las manos muy anchas, de nudillos peludos, uñas bien cuidadas; una sortija de oro y una boquilla de ámbar con un cigarro sin encender.

–Me siento mal del estómago –contesta mi madre.

Wilma y el director intercambian varias palabras.

–El director quiere saber por qué no has ido a que te revisen.

–Se me va a pasar.

Más tarde, en la enfermería, cuando los resultados confirman lo que se ha negado a aceptar, sentada sobre una plancha de acero, en bata, recibe la visita de Wilma y el director, quien lleva en la mano la hoja con los análisis clínicos y parece muy preocupado, como si el bebé en gestación fuera suyo. Tiene en la mano el cigarro con la boquilla sin encender y mi madre (me lo cuenta diecisiete años después) se pregunta si es el mismo u otro.

–Puedes irte –dice Wilma–, el comité va a examinar tu caso.

Se viste detrás del biombo, se coloca el abrigo que se compró con sus ahorros y atraviesa el patio nevado que separa la enfermería de los dormitorios. Piensa en la cara que pondrá el abuelo cuando se entere de que está embarazada; le entristece volver a casa, dejar el estudio de los clásicos del marxismo-leninismo y las nuevas teorías aportadas por los pensadores ruritanos en su propia construcción del socialismo, pero sobre todo piensa en mi padre. Este no parece un tipo interesado en cambiar pañales, en realidad no puede hacer nada de eso porque no hay manera de localizarlo. Su número telefónico no está en el directorio, ni su dirección en ninguna lista de correos. Vive hacinado en alguna casa de seguridad junto con otros jóvenes que como él están seguros de que ninguna dictadura dejará el poder de manera pacífica o democrática, por lo que es necesario deponerla por medio de las armas y la agitación clandestina. Y para ellos México es la dictadura perfecta, como dijo algunos años después Mario Vargas Llosa. ¿Cómo fue entonces que me concibieron? Ambos comparten puntos de vista y ella admira su valor, aunque no está de acuerdo en aquello de derrocar a la dictadura por medio de las armas. Fueron juntos a la preparatoria y a los mismos círculos de estudio de marxismo-leninismo, pero un día mi padre desapareció no sin antes dejar una carta de renuncia al partido de los comunistas (aliado de la dictadura, reformista, socialchovinista, etcétera), y otra a mi madre, no de renuncia, sino todo lo contrario, llena de alusiones a un futuro cercano y compartido, y al hombre nuevo que juntos concebirían.

Es en la ciudad de México, ella tiene varios meses sin saber nada de él. Ha viajado desde el norte del país, Chihuahua, su ciudad natal, para tomar el avión que la llevará a la República Socialista de Ruritania a estudiar en la Escuela de los Pueblos Hermanos, gracias a una beca. Se hospeda en un hotel cercano al aeropuerto. Las cortinas de la ventana dejan pasar algo de luz. Atardece, el estruendo de los aviones a reacción se sucede uno tras otro en intervalos incalculables. Está sentada en la cama y sus dedos acarician la colcha (es un gesto que le he visto muchas veces). Puedo sentir su opresión en el pecho (tal vez debido al tiempo que estuvimos pegados por la arteria umbilical), la sensación de que solo hay un presente largo y continuo, tan liso como la colcha bajo las yemas de sus dedos. No ha tenido tiempo de recorrer la ciudad y su vuelo sale al día siguiente, a las seis de la mañana. Le sobresalta el timbre del teléfono.

–Diga.

Se escucha el ruido de una avenida.

–Nos vemos en el café de la esquina, en cinco minutos –dice una voz que ella cree reconocer, aunque no está segura.

Mi padre es un hombre con suerte: muchos de sus compañeros han sido asesinados o arrestados, torturados y desaparecidos por la Dirección de Seguridad, la policía política mexicana. Pero a él la clandestinidad le sienta bien, se encuentra a sus anchas en ella, tiene talento para eso. Ya desde joven fue aficionado a las novelas de espionaje, en especial las de Eric Ambler y Graham Greene, parece ser. Esta afición lo hace tomar medidas precautorias de más. Hablo en términos de la clandestinidad, no anticonceptivos, si no yo no estaría escribiendo estos apuntes en un cuaderno rojo en la sala de espera de un aeropuerto.

–¿Cómo me encontraste? –dice ella.

Él no contesta (imagino que le gusta ser infalible, una especie de James Bond no al servicio de Su Majestad sino de la revolución), se limita a tomar la mano de mi madre por encima de la mesa. Está muy cambiado. Antes tenía el cabello largo y casi rubio, la barba larga y descuidada y usaba un poncho de Chiconcuac apestoso, pero el hombre frente a ella viste un traje de buena factura, lleva el cabello corto, negro, un bigotito, y se llama Alejo Martínez, eso dice su pasaporte.

–No podía dejar que te fueras sin verte –dice.

Unas horas más tarde mi madre regresa a su hotel, donde duerme dos horas, y así es como ella y yo (si tomamos en cuenta los argumentos de la iglesia católica respecto a la vida humana desde el momento de la concepción) cruzamos el Atlántico en clase turista, rumbo a Europa, a la República Socialista de Ruritania.

Pero esa tarde de 1976, después de dejar la enfermería, cuando mi madre atraviesa el patio cubierto de nieve y recuerda la manera como fui concebido, casi segura de que no volverá a ver a Alejo Martínez (pues tal vez está muerto o desaparecido como muchos otros compañeros), murmura para sí:

–En la República Socialista de Ruritania el aborto es legal.

Lo que ella no sabe es que la patria de los trabajadores y campesinos ruritanos tiene otros planes para ella; o dicho de otro modo: para mí.

Después de que Ruth se fue a las Grandes Llanuras ya no pude pagar el alquiler en la Unidad Integración Latinoamericana, pero justo entonces me ofrecieron el empleo de redactor y editor en una enciclopedia sobre historia de México y me mudé de manera temporal al departamento de un amigo que estaba en Europa. Era algo casi imposible para mí en ese momento encontrar un lugar donde vivir. Los alquileres eran impagables y te pedían miles de requisitos: un aval con propiedades en la ciudad, dos o tres meses de depósito, tarjeta de crédito, comprobante de ingresos, etcétera. Trataba de no pensar en eso. Los noticieros decían que era la temporada más fría en la ciudad de México en cien años. Era agradable desayunar frente al paisaje de la Secretaría de Comunicaciones y su remanente socialista. Los murales en la fachada podían catalogarse como muralismo mexicano tardío: el progreso tecnológico, las raíces mexicanas y españolas y todas esas cosas que enseñaban en la escuela y en las que ya nadie creía; estaban tan mal ejecutados que parecían una versión Disney del discurso posrevolucionario. Yo me hospedaba en un conjunto de dos naves alargadas que rodeaban a un gimnasio con piscina; se llamaba Unidad scop y fue construida en 1956 por el Seguro Social. Cada vez que pasaba el camión de la basura o el del gas, o cualquier otro vehículo pesado, el departamento se agitaba como si ocurriera un temblor. En ese lugar me sentía cómodo, casi como en mi casa.

Fueron días austeros. Como mi primer pago no iba a llegar hasta el 30 de diciembre calentaba agua del grifo en la estufa y utilizaba hasta tres veces los sobres del English Breakfast rancio que encontré en la despensa; lo tomaba sin leche, con azúcar. Desayunaba rebanadas de pan con mucha margarina y mermelada. Fumaba cigarros liados porque era más barato comprar picadura que cajetillas. Fue una de las épocas más felices de mi vida. Caminaba por la ciudad decorada con motivos navideños entre gente apurada por las compras y automóviles varados en el tráfico decembrino. El mundo entero parecía tener prisa por llegar a alguna parte, yo no. Mis únicos estímulos eran no pensar y moverme, como un protozoario, mirar hacia adelante, concentrarme en cada movimiento; ignorar la pequeña e intermitente luz roja en mi mente que, como en el tablero de un automóvil viejo, me decía que algo estaba funcionando mal conmigo.

Parte de mi trabajo era redactar las entradas de la enciclopedia. Escribí una sobre Tamoanchan, la mítica ciudad donde nació la especie humana, según la mitología del México antiguo. Sobre mi escritorio había toda clase de libros de referencia. Me alimentaba con el aguado e infame café de la oficina, en el cuarto piso de un corporativo de Polanco, sentado en el cubículo con paredes de metro y medio donde empollaba palabras y frases. Redacté otros dos artículos sobre las ciudades de Chicomóztoc y Tollan. Durante la hora de la comida, en el parque de la República de Uruguay, a la sombra del general José Artigas, me comía un sándwich de queso y tomaba café en un termo. Leí The spy who came in from the cold de John le Carré, muy despacio, porque no me interesaba terminarlo. Me sentía identificado con el supuesto doble agente Alec Leamas, cuando intenta escapar de Berlín Oriental. Me gustaba caminar por Presidente Masaryk y mirar la prosperidad de los otros, las boutiques, los restaurantes de lujo. ~

 

 

 

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Fragmento de Memorias de un hombre nuevo, libro de próxima aparición bajo el sello Literatura Random House.

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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