Ilustración: León Braojos

En una isla flotante

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Está caliente.

Es la primera vez que toco el agua del río. Le he dedicado más de cuatro años de trabajo. Una tesis doctoral sobre el Ebro, que se fue deteniendo poco a poco, sin querer, y que ahora se ha convertido en siete grandes cajas de cartón, almacenadas en el cuarto de herramientas del huerto de mis padres, junto a unas azadas, las palas, una manguera, cubos, tiestos rotos, chanclas, botas de goma y dos enormes regaderas de metal.

Las cajas están llenas de carpetas. Las carpetas llenas de hojas, notas manuscritas, fotocopias, fotografías. En cada carpeta solo hay materiales sobre un único tema.

En la carpeta “Locos” está un loco que aparece en Zaragoza, de Galdós, que “se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear, diciendo que él era el Ebro, y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego”. Y otro loco del siglo XIX, que aparece en una obra de teatro, de José María de Larrea, Cuerdos y locos, que afirma ser el “Dios Neptuno, que salí incauto del mar acaso, y en la tierra hoy como pez en seco estoy. Mas si os quiero castigar, beberé el Ebro de un sorbo”.

Al principio, me pareció una buena idea hacer una tesis doctoral sobre el Ebro y su reflejo en la literatura, en el arte, en la arquitectura, en el cine, en el teatro, en la zarzuela, en la música, en la fotografía o en los tebeos.

Detrás de esa idea estaba la emulación. Me había sentido fascinado por el ensayo que Claudio Magris había dedicado al Danubio.

Aunque, al contrario que Claudio Magris, que recorría el Danubio desde sus fuentes, un mítico grifo del que manaba el agua, hasta su desembocadura, yo pretendía acotar el Ebro, convertirlo en un lugar sitiado, en una isla. Agua estancada entre Alcalá de Ebro, la Ínsula Barataria de Cervantes, y los Monegros, el río que los anarquistas no pudieron cruzar.

Está caliente. Muy caliente. No esperaba que el agua estuviera caliente. La imaginaba helada, como agua de un río de montaña.

Meto la mano más profundamente y araño la tierra. Saco la mano y me huelo los dedos, manchados de fango verde. Huelen ligeramente a óxido. Durante un instante pienso que parece agua termal. José Martí escribió en un poema que el agua del Ebro era lodosa.

He elegido este lugar porque está en las orillas del río. Pero también lo he elegido porque mi padre solía traerme aquí, cuando yo era niño.

Un año antes de que yo naciera, mi padre había encontrado aquí el cadáver de una niña. Asesinada. Siempre le obsesionó ese crimen, y se jubiló de su trabajo de policía sin conseguir olvidar la visión del cuerpo destrozado de esa niña.

Lo recuerdo muchas veces a mi padre soltando las gomas de una abultada carpeta azul y revisando lo que guardaba en ella: su propio atestado, porque fue él el primero en acudir al lugar tras la llamada de un hombre que nunca pudo ser identificado; los informes forenses; las diligencias de la investigación; papeles judiciales; recortes de periódicos; fotografías; una cinta de video de un programa de televisión que le habían dedicado al crimen años más tarde…

Mi padre lo extendía todo sobre la mesa del salón y lo miraba con atención. Trataba de encontrar el detalle que hasta ese momento se le había pasado por alto.

Llegó a producirse alguna detención, pero el asesinato de la niña nunca se resolvió. No sé si mi padre volvía a esta orilla del río para no olvidar o porque no podía olvidar.

Cuando me traía aquí, mi padre fingía que veníamos a coger regaliz de palo, que nunca conseguimos encontrar.

En seguida averigüé el motivo de nuestras visitas. A los nueve años. Aproveché que mis padres no estaban en casa, y que tampoco estaban en casa mis hermanos (gemelos, pero uno chico y la otra chica), y hurgué en la carpeta que tanto obsesionaba a mi padre. Conseguí, más o menos, ordenar ese rompecabezas.

Poco tiempo más tarde, cuando la obsesión por la identidad se apoderó de mi cabeza en la adolescencia, pensé que yo había nacido para suplir la muerte de esa niña. Mi padre había querido equilibrar el orden del mundo teniendo otra hija. Que fue un hijo: yo.

El agua está muy caliente.

Recordaba perfectamente el camino hasta llegar aquí, con las naves industriales y las chatarrerías. Recordaba los senderos de tierra y la bajada en una pendiente no muy pronunciada hasta el río. Pero no recordaba las torres eléctricas. Ni los cables que cruzan el río. Y no podía recordar el puente del tercer cinturón, porque cuando yo era niño no existía. Ni el del ferrocarril, porque tampoco existía.

Miro lo que me rodea y hago pequeños esbozos en un cuaderno rojo que compré en Edimburgo. Dibujo los árboles que están en la otra orilla. Aunque no sé dibujar el movimiento que ahora les da esta brisa templada. Dibujo los puentes. Dibujo las torres eléctricas. Dibujo las manchas de vegetación. Dibujo lo que veo hacia la izquierda, hasta la entrada del río Gállego en el Ebro. Dibujo lo que veo hacia la derecha, hasta el Azud.

La teoría de mi proyecto encajaba perfectamente en este lugar, hasta que he llegado para comprobarla en el terreno.

Mi proyecto para el máster de Urbanismo que intento acabar es tan sencillo y utópico como estúpido: crear un barrio que esté a ambas orillas del río. El barrio estaría unido por una isla flotante, en la que se construirían las infraestructuras comunes: un centro de salud, la guardería, un centro cultural, un lugar de juegos y también un mercado. La gente accedería fácilmente por las dos orillas, que serían espacios de un mismo parque dividido por el agua, y compartiría espacios comunes en esa isla flotante.

La idea de la isla flotante se me ocurrió en Edimburgo, o, más bien, se le ocurrió en Edimburgo. Porque fue Natalia quien pensó que el gran parque central de Edimburgo, que está entre la zona del Castillo y la zona del ensanche, parecía estar suspendido sobre el aire.

No puedo evitar volver a meter la mano en el agua caliente, como si sintiera que a su contacto se curan las heridas.

Yo habría querido ir a ampliar estudios a Trieste, donde Claudio Magris es profesor, pero no supe conseguir una plaza en su universidad.

La Universidad de Aberdeen, en Escocia, fue la que me admitió. Podría hacer cursos de posgrado en “estudios culturales” mientras daba clases en el departamento de español para afrontar los gastos de estancia.

Nuestro apartamento estaba en Jute St., cerca de una mezquita muy concurrida, cerca de un establecimiento de comida india para llevar, cerca de un hipermercado Safeway (en el que comprábamos aceite de oliva, fletán ahumado y el vino de oferta de la semana, que podía ser de Australia, de Chile, de California, de Hungría o de Argentina), no muy lejos del campo de fútbol, y cerca de una librería de segunda mano, en la que compré el último libro que logró hacerme creer durante una temporada que mi tesis todavía seguía adelante: la segunda parte de lasPoesías de José Mor de Fuentes, publicadas en Zaragoza en 1797.

Intenté averiguar cómo había llegado a Aberdeen ese libro, que venía encuadernado junto a varios argumentos de ópera y junto a una “Memoria en Defensa del Cardenal de Rohan” dirigida al parlamento.

El librero se me quitó de encima diciéndome que se la había comprado, al poco de abrir su negocio, hacía ya más de treinta años, al heredero de un profesor de la Universidad de Manchester, del que no recordaba ni su nombre ni su apellido ni su especialidad académica si es que alguna vez la había sabido.

Me pasaba horas dándole vueltas, como si se tratara de un problema de matemáticas, a uno de los poemas: “el Ebro que por trechos ostentando / su corriente plateada / ufano se pasea, / y realza el verdor que le rodea. / A su orilla se eleva coronada / de edificios y torres descollantes / Zaragoza”.

Y le daba tantas vueltas a ese poema porque no quería darle vueltas a las cosas importantes: a mi relación con Natalia, a la forma en la que acabaría ganándome la vida, al lugar en el que nos meteríamos cuando tuviéramos que regresar a Zaragoza.

En Jute St., dormíamos profundamente durante el invierno, el más lluvioso que habíamos soportado antes, y tanto Natalia como yo teníamos muchos sueños, que Natalia atribuía a las mareas y a la pronunciada curvatura de la Tierra en esa parte del mundo, tan al norte.

Natalia me contó entusiasmada uno de sus sueños porque sucedía en el Ebro. Lo anoté como ella me lo contó y está guardado en la carpeta “Sueños”, donde solo está guardado ese sueño de Aberdeen: “íbamos a una boda gitana y yo terminaba yéndome enfadada no sé por qué motivo, y luego tenía que bajar 200 escaleras para llegar a la orilla del Ebro y allí un tipo se tiraba al agua para curarse una enfermedad de la piel y luego me daba cuenta de que me había desaparecido el bolso y el enfermo decía que me lo había robado él”.

Ocho días seguidos de junio, y hasta el día del cumpleaños de Natalia, nos despertó una gaviota gris de pico amarillo golpeando el marco de la ventana de nuestra habitación.

Desde esa ventana se veía el enorme jardín de césped de una residencia de ancianos. A veces, en el lugar en el que daba el sol, los cuidadores formaban una enorme fila de hamacas para que se sentaran los ancianos. Estaban muy elegantes con chaquetas de lana claras y enormes gafas de sol, que les tapaban casi toda la cara.

Natalia y yo nunca habíamos vivido juntos y pensamos que la estancia en Aberdeen sería una buena experiencia. Ella aprovecharía para mejorar su inglés, con algún profesor particular.

Steve, que era del sur de Inglaterra, fue el primer profesor de Natalia y nuestro primer amigo, y quizá único amigo en Aberdeen. Nos llevaba en su coche de dos puertas a visitar los castillos de la costa y a beber en los pubs de la ciudad, enormes edificios de piedra que hasta hacía solo unos años habían sido iglesias dedicadas al culto.

Cuando Steve se marchó a vivir a Glasgow, todo se hizo más difícil entre Natalia y yo, encerrados en el pequeño apartamento de Jute St.

La playa de Aberdeen es inmensa y la línea del horizonte se ve curva, muy curva. El agua es fría y menos salada que la del Mediterráneo. Aunque bastante más salada que esta agua del Ebro. Algo de esta agua dulce acabará mezclándose con mi sangre.

–¿Qué busca? –pregunta un hombre a mi espalda.

Cuando me incorporo y me giro, tengo delante a un policía local, que ha dejado su moto aparcada más arriba, antes del comienzo de la pendiente.

–Estoy preparando un proyecto para esta zona.

–¿Me permite su documentación, por favor?

Saco la cartera del bolsillo trasero del pantalón y le entrego al policía el carné de identidad. Lo mira. Primero mira la fotografía y luego le da la vuelta. Por el comunicador, dicta a su compañera de centralita los números del carné. Cuatro, siete, nueve, ocho…

–Será un minuto –dice cuando termina de dictar a centralita.

El minuto se hace muy largo, porque no volvemos a intercambiar una palabra. Evitamos también cruzar nuestras miradas.

De centralita le informan de que no hay ninguna orden de busca y captura contra mí. Ni siquiera una multa de tráfico. Llega su compañero, y se queda parado junto a la otra moto, sin desmontar.

–¿Qué proyecto prepara? –pregunta entregándome el carné.

–Un barrio que está al mismo tiempo en las dos orillas. Sobre el Ebro se levantaría una especie de isla flotante donde estarían los servicios. No tenía previsto que hubiera una comisaría, pero todavía puedo incluirla.

Hace una mueca y se despide diciéndome que tenga cuidado, porque los barros pueden ser peligrosos.

Le sigo con la mirada hasta que se monta en su moto. Su compañero sale delante de él. Arranca. Me pregunto si él también habrá encontrado aquí, en este mismo lugar, un cadáver. Me pregunto si tendrá hijos, y si vendrá con ellos a buscar regaliz de palo y hojas de morera, aunque aquí no haya moreras ni regaliz de palo.

En una novela del siglo XVII, Ardid de la pobreza, una obra picaresca de Andrés de Prado, se reúnen a la orilla del Ebro, frecuentada por los menesterosos, “cuatro pobres corsarios de toda dádiva y representantes eternos de la miseria en el teatro de la vida” para repartirse las calles de Zaragoza y no competir en sus andanzas. ¿Cómo se llamará el corsario al que le tocará mi isla flotante?

Hago fotografías con el móvil. Del curso del río. De los árboles de la otra orilla. De los matojos de esta orilla. De las naves industriales y de las chatarrerías. De las torres eléctricas. Del puente del Tercer Cinturón. Del puente del ferrocarril. Del Azud. Del tráfico. Del cielo. Las miro y las guardo, aunque no creo que pueda utilizarlas: les falta luz, definición. Están en color pero parecen hechas a blanco y negro.

Era Natalia la que tendría que haber hecho las fotografías, pero hace más de tres meses y medio que nos separamos.

La vegetación es alta. Gaspar Bono Serrano escribió en un largo poema de hace siglo y medio que estas “humildes espadañas el fértil Paraíso envidiaría”.

Avanzo casi a ciegas. Mis botas se hunden en el barro. El escritor sin identidad del Cantar de Roldán escribió que “el agua es profunda, temible y violenta”.

Ahora podría cruzar hasta la otra orilla sin mojarme los muslos.

Un pájaro revolotea a mi espalda.

Suena el móvil.

El agua empieza a estar fría. ~

 

Relato extraído de Todos los besos del mundo, publicado por Xordica y editado por Eva Puyó y Chusé Raúl Usón. El volumen, que llega este mes a las librerías de España, recoge una selección de los cuentos de Félix Romeo.

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(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.


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