Ilustraciones: Vèlia Bach

Cuatro maneras de terminar algo

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Réquiem en el retrete

De pronto un zumbido en el baño (un zumbido intermitente, como de motorcito roto) me llama la atención. Me vuelvo (no me vuelvo: estoy sentado en el retrete, digamos más bien que giro el tronco a duras penas) para localizar su origen.

En un rincón del baño, junto a la protección del bidé, bajo la sombra abrigada del cesto de la ropa (ropa sucia y de algún modo atractiva para el caso), alejada de mí, con discreción o incluso con un toque de pudor, agoniza una mosca.

Una mosca.

No sé si percibiendo que la miro, notando que algo o alguien acaba de moverse, la mosca boca arriba (¿tienen exactamente boca estos insectos?, ¿y nariz?, ¿humanizar a los bichos sirve para comprenderlos?, ¿e imaginar a las personas como si fueran bichos?), con las patitas entrecruzadas, manteniendo en lo posible su incómoda postura, la mosca se retira, aunque parezca imposible, rebotando sobre su propia espalda, hacia otro rincón que ya no puedo ver.

Eso hace la mosca.

Me conmueve, o me espanta, o las dos cosas, su reacción. ¿Sería justo calificarla de instintiva? Cualquier observador de esta minúscula escena (por lo menos cualquier observador humano) habría sentido, o creído sentir, cierta voluntad íntima en el alejamiento de la mosca. Cierta necesidad de no ser espiada. Una reivindicación del elemental, admirable derecho de morir a solas. Desde ese punto de vista (o desde un punto que renuncia a seguir siendo visión), el gesto de la mosca ha sido un escueto manifiesto contra la frivolización mediática de la muerte, contra nuestra costumbre de convertir en espectáculo el dolor ajeno. Alguien podrá pensar que eso sería llegar demasiado lejos. Pero más lejos ha llegado la mosca.

¿Dónde está?

Asomo el tórax. Estiro el cuello. Mis ojitos giran. Mi nariz tiembla.

Realizando un extraño esfuerzo físico, logrando una postura que probablemente nadie (me atrevo a suponerlo con más bochorno que orgullo) había ensayado antes sobre un retrete, consigo divisarla detrás del pedestal del lavabo. La fugitiva mosca (¿intenta huir de mí o de su circunstancia?, ¿de esta breve vida o de la muerte que la envuelve?) sigue zumbando a ráfagas. Me asalta la conjetura de que esos sonidos formen parte de algún tipo de discurso, un modesto código morse, el telegrama final de la mosca. En tal caso, yo habría estado cagando mientras, a un metro o dos, otro ser vivo se despedía del mundo. Ignoro si, tratándose de una mosca, eso constituiría necesariamente una ofensa. Incluso me pregunto si la mosca habrá podido percibirlo, entre la bruma de su desvanecimiento, como un homenaje.

Contemplo una vez más sus últimas vibraciones, su removerse ahí. En el instante de nuestra muerte, ¿nos observará alguien como yo observo a la mosca? Y si así fuera, ¿quién? ¿Un médico? ¿Un pariente? ¿Dios? ¿El Estado? No sé si, en semejante trance, todos tendremos la dignidad de esta mosca, la sobriedad autosuficiente con que parece dispuesta a dejar de existir. Más que identificarme con la mosca (tentación errada: la identificación es un recurso que, a su manera, refuerza fatalmente nuestra vanidad, aunque fundamentarlo nos llevaría casi tan lejos como ha llegado la mosca), me sorprende la sospecha de cuánto podría aprender de ella.

Si esta mosca fuese capaz de emular comportamientos de otros seres vivos, ella tendría mucho menos que aprender de mí. No hay ninguna modestia (la modestia es perniciosa) en mi suposición. Se trata de una serena convicción científica.

Empiezo a plantearme entonces una última duda que me angustia. Mi abstención ante la prolongada (prolongada, supongo, a escala suya) agonía de la mosca, mi nula participación en su proceso, ¿es señal de respeto o quizá de indiferencia? ¿Hago bien limitándome a hacerle compañía o debería ayudarla de algún modo? Y en un plano más práctico, ¿la dejaré ahí?, ¿o la barreré?

Tiro de la cadena. ~

 

Cuatro maneras de terminar algo 2

Poética del ruido

Cuento ruidos. Eso.

El amanecer trae un estruendo de cacharros. Me despierta
un taladro que se ensaña en la
acera, perforándola hasta encontrar algún alivio. Los operarios gritan, sus nombres rebotan contra mi ventana. Me levanto de un brinco: los muelles del colchón crujen igual que un costillar. Mis pies descalzos van dejando en el suelo sonidos de ventosa. Asomo una oreja al balcón y me inunda la ronquera de las motos, la hernia de las grúas, el pan roto de las obras.

Me refugio en la ducha, en su casa de agua, sin dejar de percibir el zumbido de las cañerías que corre por las paredes como cualquier rumor entre vecinos. Mientras me visto (¡cómo frota mi piel, su mudez, esta ropa!) enciendo la radio. Trato de discernir, entre los ruidos de la actualidad, la música del presente. Los periodistas hablan todos al mismo tiempo, sus voces se superponen, y mi oído une las sílabas de unos con las sílabas de
otros hasta que sus argumentos se descomponen en vocablos desconocidos.

Mientras la máquina de café descarrila, cierro los ojos y finjo que duermo, duermo, que el mundo entero calla por un instante y empezamos a flotar. Me arranca de mi despegue el estrépito tembloroso de la taza que el camarero deposita sobre la barra. La cucharita queda tintineando en un borde del plato. Mientras el líquido calienta la gruta de mi estómago, provocando minúsculas absorciones y burbujeos de laboratorio, entran en el bar unos adolescentes dando aullidos furiosos, felices o ambas cosas.

Subo a un autobús. El motor del vehículo desarrolla pesadas digestiones y la radio expulsa un chorro de panderetas. De pronto suenan tres teléfonos, dos de ellos con idéntico tono, y el tercero con una melodía que no tardo en reconocer: es la misma canción ligera que emiten los altavoces del autobús. Desciendo en mi parada. Una ambulancia pasa ululando en diagonal. Quizás en su interior viaje algún pasajero que reza por volver a escuchar, aunque sea una vez más, la canción ligera de la radio.

De vuelta en casa, me tiendo en el sofá para seguir el progresivo goteo de la noche, su suero hospitalario. Justo a medianoche (las agujas del reloj de la cocina se unifican con un roce de tijera) termino de anotar todos los ruidos del día y cuento cien, ciento uno, ciento dos, ciento tres. Después me quedo a solas con mi respiración, vigilando ese globo que los pulmones inflan y desinflan.

Paso la madrugada como un centinela, atendiendo al telegrama del viento, que anuncia la noticia más importante de todas.

¿Se oye?

¿Se oye? ~

 

Cuatro maneras de terminar algo 3

Refutación del eufemismo

Siempre dentro de los límites de la más estricta intimidad, el citado individuo le expresó a su cónyuge que, entre sus planes inminentes, figuraba sin duda reducirle los niveles de oxígeno. Su cónyuge dio muestras de haber descifrado con eficacia el mensaje, toda vez que, de un modo que pudiera calificarse de inmediato, dio repetidos pasos en dirección a la puerta. Confirmando la notable agilidad que sus allegados solían atribuirle, él reprodujo los movimientos de la persona amada. Lo cual indica que pudo adivinar sus intenciones, hecho atribuible al prolongado periodo de convivencia legal. Una vez obstaculizado el marco, ella profirió una serie de ruegos y consideraciones que, en vista de la réplica del citado individuo, cuya frecuencia cardíaca procedió a acelerarse, no obtuvieron el éxito esperado.

Fiel a su impulso original, el citado individuo puso a prueba la firmeza de sus propios antebrazos, así como la capacidad de presión de las falanges, encontrándolas en ambos casos plenamente satisfactorias. No se trató sin embargo del único esfuerzo que realizaría, puesto que, tras desplazar la anatomía de la persona amada por diferentes zonas de la vivienda común, entre ellas el amplio balcón donde crecían saludablemente las magnolias, reafirmó con meridiana claridad su estado de ánimo, suspendiendo momentáneamente el vínculo entre el suelo del inmueble y el calzado de su cónyuge. Esta optó por articular ciertas objeciones no del todo inteligibles, mientras procedía a calcular mentalmente la eventual trayectoria de su extremidad superior izquierda respecto de un objeto próximo, en concreto una lámpara de estilo funcional, con la probable finalidad de asirlo y, a continuación, dirigirlo con énfasis hacia el citado individuo.

No pudo este propósito ser consumado, ya fuera por razones de elongación muscular, velocidad de reacción o ligero error de cálculo. Las consecuencias de la interrupción de dicha maniobra fueron, en este orden, los siguientes: la progresiva acumulación de flujo sanguíneo en el frontal del citado individuo; el incremento en el prensado de la mandíbula; la súbita elevación de la carga; la vibración intensa de las cuerdas vocales; la apertura manual de las compuertas del balcón. Por mor de la ley gravitatoria, la masa correspondiente al cuerpo de su cónyuge describió una trayectoria no del todo perpendicular con respecto al plano angosto del balcón.

Las magnolias mantuvieron el aspecto previamente
descrito, ni demasiado secas ni demasiado blandas,
dejando en evidencia que el régimen de riego al que venían siendo sometidas había resultado, en todo momento, el más correcto y adecuado. ~

 

Cuatro maneras de terminar algo 4

El padre ajeno

Compartir las visiones puede ser peligroso. Hace unos días supe que el padre del portero había muerto. Recibí la noticia con cierta indiferencia, y después con cierta culpa a causa de mi indiferencia. A veces pienso en la desaparición del prójimo como un simple ensayo de la desaparición de mis seres queridos. Y de esta, casi sin querer, paso a la mía. Es lamentable admitirlo, pero tarde o temprano la solidaridad me lleva a la autocompasión. En fin, paciencia.

Nunca conocí bien al padre del portero. Me lo cruzaba algunas mañanas al salir a la calle. Se trataba de un hombre madrugador, pulcro y con un rostro singularmente bello. Recuerdo sus arrugas como dibujadas a lápiz, sus ojos celestes, el orden de sus canas tirantes alrededor de la frente. Siempre me pareció que vestía con seguridad. ¿Y qué demonios es, me pregunto ahora, vestir con seguridad? No lo sé, aunque cada vez que me cruzaba con él tenía la impresión de que su ropa era la más adecuada, de que los colores que elegía tendían a favorecerlo. Creo que olía a lana, a lana limpia. ¿Era además simpático el padre del portero? No tanto. Más bien era cortés. Cultivaba ese protocolo antiguo, admirablemente mecánico, que hoy solo podríamos reproducir con un gran esfuerzo de concentración. Me gustaba saludarlo y recibir sus buenos días, su precisa inclinación de cabeza, su melódica despedida. Sabía pronunciar las fórmulas comunes como si fueran una gentil improvisación. Aparte de estos encuentros en ascensores o puertas, no mantuve una sola conversación con él.

El portero habita con su familia en la última planta, en un ático que alguna vez formó parte de la azotea. Ahí se apiñan sus hijos, su esposa y su suegra, quien se diría que pasa de cien años. Aunque uno tienda a fijarse en los vecinos, resulta mucho más importante observar a los porteros. Basta con estudiarlos atentamente para poder conjeturar, con bastantes garantías, cómo será la vida de sus edificios. El portero del mío, por ejemplo, tiene un carácter risueño. Y mis vecinos tienden a la comedia. No podría decir quién se enteró primero, pero al cabo de unas horas todos estábamos al tanto: la muerte se propaga con más velocidad que cualquier otra noticia. Ha muerto el padre del portero, me comunicó la señora del noveno izquierda, mientras dejaba que su perrito pequinés le lamiera los tacones. Ha muerto el padre del portero, confirmó susurrante mi vecino de enfrente mientras cerraba la puerta, como si no quisiera hacerse cargo de su revelación. ¿A que no sabe del velatorio de quién vengo?, me abordó la del séptimo derecha, sosteniendo varias bolsas de una tienda de ropa. A la mañana siguiente pensé en darle mi pésame al portero, pero no di con él. Y después, en fin, me fui olvidando.

No había pasado siquiera una semana cuando tuve la visión. Yo estaba en la planta baja. El corazón me dio un salto de pelota de tenis: sencillamente, él salía del ascensor. Sus ojos celestes me buscaron como queriendo aplacar mi sorpresa. Esperó a que yo recuperase la calma y entrase en el ascensor para cerrarme la puerta con suavidad. No pronunció una palabra. Sonreía. Incluso me pareció que sus arrugas eran menos pronunciadas, como si regresar de la muerte lo hubiera rejuvenecido. Mientras subía a casa intentando asimilar aquel encuentro, me descubrí una rara paz de espíritu. No podía alejar de mí la imagen de aquella sonrisa de agua.

Me mantuve el resto del día en estado de flotación. ¿Acaso los viejos corteses morían solo en parte? ¿Podían sus fantasmas adquirir un aspecto carnal para presentarse ante sus vecinos mortales? Yo no estaba dispuesto a comentar mi visión con nadie, ni exponerme a parecer un desequilibrado. Así que guardé silencio.

Mis dudas no tardaron mucho en ser despejadas. La siguiente ocasión que lo tuve enfrente, en un impulso de valentía bastante impropio de mi carácter, me decidí a seguirle los pasos. Olía a lana limpia y esta vez habló: me preguntó a qué piso iba. Yo mentí que iba al último. Quería verlo moverse más, buscar las llaves, reingresar en la que había sido su casa terrenal. Él no pareció extrañarse de mi respuesta y pulsó dos botones. Durante el trayecto se mantuvo ausente, sin deponer del todo su discreta sonrisa. Pasamos de largo mi piso. Seguimos ascendiendo. Una inquietud recorrió fugazmente mi cabeza: ¿y si habíamos vivido engañados, y al infierno se subía?

De golpe el ascensor se detuvo, pero no en el ático. Le dirigí una mirada interrogativa al padre del portero. Él abrió la puerta, se volvió hacia mí, hizo una delicada inclinación con la cabeza y salió del ascensor. Yo sostuve con un pie la puerta y espié cómo el viejo entraba en una de las viviendas. Permanecí allí, incrédulo, sin resignarme todavía a reconocer mi equívoco. Lo evidente nos suele parecer inverosímil. Aquel hombre elegante no era el padre del portero, tal como yo venía creyendo desde hacía años. Sino un vecino del penúltimo piso, casi desconocido para mí. Cuando por fin quité el pie, el ascensor siguió subiendo y se detuvo en el ático emitiendo un reverberación que me sonó a burla.

Abochornado, al día siguiente sentí la obligación de confesarle mi equívoco al portero. Lo encontré revisando uno de los interruptores de la luz. Nos saludamos. Y, tras una breve charla para entrar en confianza, me aventuré sin más rodeos. ¿Sabe una cosa?, empecé a decir, le sonará muy raro, pero el otro día, durante unos segundos, puede decirse que vi a su padre. Tras hacer una pausa de misterio, me disponía a explicarle el asunto cuando el portero detuvo su tarea y me interrumpió. Acercando su cara a la mía, con una sonrisa iluminada por la emoción, contestó: No me extraña, señor, no me extraña. A mí también me pasa. Hace un rato, por ejemplo, acabo de cruzármelo en el ascensor.

Después hizo una educada inclinación de cabeza, volvió a darme la espalda y comenzó a girar el destornillador. ~

Y una quinta manera de terminar algo.

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