VII. Alan Knight: el Leviatán de papel

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Alan Knight nos conduce con toda naturalidad a su despacho, bien iluminado por la tarde, en el Centro de Estudios Latinoamericanos de Oxford. En él hubiera sido imposible filmar la entrevista dada la metódica cantidad de libros, papeles y expedientes dispuestos en montones más o menos simétricos a lo largo de toda la habitación. Es como si en ella cupiera materialmente lo muchísimo que sabe Knight (1946) sobre la Revolución mexicana y sobre algunos otros periodos de nuestra historia. Su Historia de la Revolución mexicana, publicada en 1986 y que aún aguarda una buena edición en español, equivale quizá, por su amplitud minuciosa, a la escrita por Frank Tannenbaum en la primera mitad del siglo xx.

Knight –en otra oficina– contesta rápido a mis preguntas, como si tuviera prisa de volver a sus asuntos, lo cual le da a la entrevista cierta elocuencia periodística que no había aparecido en otras conversaciones de las realizadas para Letras Libres en este año de aniversarios. Tiene Knight, además, ese trato fácil y camaraderil propio de la generación del 68, la que corresponde a mis hermanos mayores, de tal forma que el tuteo se impone naturalmente.

Admirado por sus alumnos (ha sido profesor en Essex, San Diego, Austin, Cambridge) por su vigor iconoclasta, Knight no le teme a los lugares comunes autorizados por la tradición y ha combatido, él mismo convertido precozmente en un historiador clásico, lo que en términos generales puede llamarse el “revisionismo” en la materia de la Revolución mexicana. No le gusta nada el estado en que quedó, gracias a la sospecha metodológica, la Revolución francesa, convertida, debido a la revisión de los años sesenta y setenta, en una caótica sucesión de episodios inconexos y arbitrarios, despojada de su orden histórico y de todo sentido sociológico. Intuyó Knight que la Revolución mexicana podía sufrir un destino similar y se atrevió a reivindicarla, a contracorriente de la contracorriente, como una revolución agraria, nacionalista y popular. Si “revolución” es sólo aquella que modifica los antes llamados “modos de producción”, también la Revolución francesa hubiera sido, solamente, una “gran rebelión”. Ello no quiere decir que Knight –quien no se asume como marxista– apele a la ideología para definir la guerra civil cuyo estallido centenario se celebrará en noviembre: pocos han estudiado con tanto detalle las distintas olas de que se compuso la Revolución, para utilizar la metáfora oceánica usada por Tannenbaum y que Knight cita una y otra vez.

Que “la gigantesca montaña revolucionaria de 1910” haya procreado al “ratoncito político de 1920” no le quita a la Revolución su naturaleza revolucionaria, dice Knight. Que la Revolución haya defraudado a quienes dieron la vida por ella, y resulte sospechosa para sus nietos y bisnietos, forma parte de la historia de la violencia, según lo asume Knight, lector de Thomas Hobbes y de Georges Sorel.1 Y no es que este inglés, gran conocedor de las historias revolucionarias escritas desde tiempos de Cromwell (es Knight quien me recuerda que la primera cabeza cortada de rey fue la de Carlos I en 1649), vea con mucha consideración al Estado de la Revolución mexicana. Lo examina bajo la hipótesis de un “Leviatán de papel”, es decir, como un Estado que siempre prometió mucho más de lo que podía dar, en términos de justicia social, y que simuló un poder amenazante del que probablemente carecía, tal cual lo ha explicado recientemente el historiador británico en los foros académicos donde su presencia suele ser el plato fuerte. No es que la Revolución mexicana no haya existido, como suponen, periodísticamente, algunos estudiosos. Ocurre que su mitología sigue cumpliendo su misión de deformar lo que fue y, contra la original voluntad mitificadora, ha acabado, paradójicamente, por disminuirla. Esta entrevista, quizá, le dará artillería a quienes discuten actualmente qué tan fallido es el Estado mexicano. Knight, con discreción, sabe que la historia siempre es un problema del presente. Dijo hace tiempo el historiador que, si la Revolución mexicana murió, ello no quiere decir que no se conserve algo de su material genético en el cuerpo de México.2

Si Alan Knight tuviera un escudo de armas, estaría representado por una poderosa lupa y un rompecabezas al fin resuelto.

 

 

Dices en The Colonial Era (2002), el segundo tomo de tu Historia general de México, que la historia de México es inusualmente larga, como la de Grecia, Italia, China o Irán. ¿Nos puedes narrar cómo has transitado desde la historia de la Revolución mexicana, en la cual has destacado como uno de los intérpretes imprescindibles, hasta una historia general?

Ambos proyectos me fueron sugeridos, de tal forma que los empecé sin tomar en cuenta el trabajo que necesitaban. En cuanto a la Historia general de México, mi interés era profundizar en el México anterior a la Revolución. Obviamente es diferente a La Revolución mexicana, que es una investigación de archivo, detallada, más original en cierto sentido, mientras que mis libros sobre la época prehispánica y colonial son obras de síntesis, interpretaciones de largo plazo.

 

¿Qué es lo que más te impresiona de la Conquista? ¿La personalidad de Moctezuma o la de Cortés, la alianza de los pueblos rivales de los aztecas contra Tenochtitlán, el papel de la Malinche, el horror de los españoles ante los sacrificios humanos, que tú ponderas hablando de la tesis que los atribuye a la necesidad que tenían los aztecas de proteína animal?

Quizá sea un poco más fácil hacer una síntesis si uno no es un experto en el periodo, puesto que se tiene menos miedo a equivocarse. La cuestión no es de juicios morales. En cuanto al sacrificio humano: mi gran interrogación es saber por qué en la sociedad azteca llegó a ser un fenómeno tan enorme. El sacrificio humano ha existido en muchísimas sociedades, incluso en Inglaterra, pero en el caso de los aztecas llegó a ser de escala industrial. Hay que tomar en cuenta la tesis de que el sacrificio respondía a la falta de proteína, sin duda, pero yo concluyo que ese no fue el meollo del asunto, como tampoco lo es la tesis idealista de que los aztecas querían nutrir o satisfacer a los dioses para mantener el universo. Esa es otra interpretación válida pero muy parcial. Es importante tomar en cuenta la naturaleza del imperialismo azteca y que el sacrificio fue una manera de impresionar a sus propios súbditos y de aterrorizar a sus enemigos. Deben considerarse todas las posibles interpretaciones sin incurrir en juicios morales, tratando de entender el caso azteca desde una óptica comparativa, racional y científica. Sólo así avanza poco a poco la historia.

 

Como estudioso de las formaciones estatales, de su fuerza y de sus limitaciones, has hablado de dos maneras de hacer el Estado, de organizarlo, en el mundo hispánico, de dos estilos, el de los Habsburgo y el de los Borbones. ¿Podría explicarnos, someramente, que caracteriza a uno y otro, y cómo estas maneras aparecieron y desaparecieron en la Independencia y a lo largo del siglo xix?

La idea surgió a raíz de mi investigación del periodo colonial y de comparar sus dos capítulos dinásticos, el de los Habsburgo y los Borbones. Con los Habsburgo tenemos un Estado bastante débil y modesto. Aunque tras la Conquista había mucha violencia, y pese a las rebeliones y protestas de los pueblos, digamos que en el siglo xvii aparece un Estado bastante seguro. Salvo en las fronteras del norte, es bastante fuerte: con mucha seguridad y legitimidad, gobernando con el apoyo de la Iglesia, una suerte de hegemonía sagrada sin el apoyo de un ejército regular. Con los Borbones tenemos un Estado de otra índole, aún más fuerte, más centralizado, con una recaudación fiscal mucho mayor, la necesaria para competir con las otras potencias imperialistas en el mundo. Pero ese Estado provocó muchísima más resistencia, como cuando ocurrió la expulsión de los jesuitas. Fue hasta fines del periodo, con la insurgencia de Hidalgo en 1810, cuando nos encontramos con un Estado perdiendo su legitimidad debido a su política de centralización, a la violencia de su recaudación de impuestos. Hay una frase de David Brading que resume muy bien la diferencia: dice que los Habsburgo gobernaban gracias a los sacerdotes y los Borbones gracias a los soldados.

Yo creo que cautelosamente, con mucho cuidado, se pueden utilizar estos dos modelos. No es una gran teoría de ciencia política, sólo una manera de entender un poco la historia de regímenes mexicanos. Tomando el caso del Estado priista de la década de los cincuenta, la edad de oro del priismo, diría que fue un Estado con ciertos rasgos habsbúrgicos en el sentido de que el régimen del pri, durante los gobiernos de Ruiz Cortines y de López Mateos, era bastante modesto, con numerosos pactos sociales con los sindicatos, con los campesinos, incluso con la burguesía. Su gasto federal, por ejemplo, era bastante reducido. Si se observa el pri posterior, el de los años setenta, con Echeverría y López Portillo, entonces tenemos un Estado con más ambiciones al estilo borbónico: con un gasto considerable, proyectos muy ambiciosos, pero al mismo tiempo minado por cierta falta de legitimidad manifiesta en los movimientos cívicos y en la protesta estudiantil. Mi conclusión sería que cuando un Estado es tan poderoso como el mexicano hay que distinguir entre lo habsbúrgico y lo borbónico. Esto no quiere decir que por ser más modesto un Estado es menos fuerte o tiene menos autoridad.

 

Quizás una de las características esenciales de La Revolución mexicana (1986) sea la noción polisémica que ofreces del concepto de Revolución, que se aleja tanto de las simplificaciones marxistas como de las caracterizaciones propuestas por las teorías de la modernización. ¿Podrías ofrecernos una pequeña reflexión de cómo se manifestaron ante ti las revoluciones y su historia? ¿Antes de la Revolución mexicana estudiaste, comparativamente, la Revolución francesa y la Revolución rusa o fue al revés? ¿Tu curiosidad nació de las grandes visiones, de las teorías de la historia o a través de lo particular, de lo empírico?

En cierto sentido el modelo clave es la Revolución francesa, no sin tomar en cuenta que también tuvimos una Revolución inglesa un siglo antes: aquí también cortaron la cabeza del rey. Antes de ocuparme de México yo había estudiado historia en general e historia de América Latina en particular, y los casos de las revoluciones rusa, china y francesa en menor medida. Tenía ciertas ideas acerca de las revoluciones cuando comencé, no una teoría, y hoy en día tampoco tengo una teoría de la historia universal, es decir, no me considero marxista, aunque haya ciertos rasgos marxistas en mi análisis, como los hay en muchos historiadores de mi generación, formados en los años sesenta y setenta. Es importante estudiar a México realizando ciertas comparaciones con otros casos, pero insisto en que no hay leyes de la historia. Esto me recuerda lo que dijo el poeta Kipling: “What knows he of England who only England knows?”, “¿Qué conoce de Inglaterra aquel que sólo Inglaterra conoce?”

Por otra parte, hay una corriente revisionista que le niega la categoría de “revolución” a la Revolución mexicana. Estos historiadores lo hacen así porque no entienden muy bien las demás revoluciones; a veces dicen que nada más la revolución socialista comunista al estilo ruso o chino es verdadera. A mi modo de ver la mexicana fue una revolución, en cuanto a la naturaleza del cambio, al derrocamiento del antiguo régimen. Toda la trayectoria social y política de la Revolución mexicana merece la etiqueta de “revolución”, aunque de la misma manera que la francesa tampoco fue comunista.

 

Leyendo el prólogo de La Revolución mexicana entiendo que era lógico que la generación a la cual le tocó el Priato en su esplendor despótico lo invirtiera todo en desmitificar la Revolución mexicana. Tras la derrota del PRI en el año 2000, en la opinión periodística se radicalizó ese sentimiento: la Revolución mexicana no sólo había sido algo que “cambió todo para no cambiar nada” sino “un país” o un “pasado” que quizá no existió, una invención completa de un régimen derrotado tras 71 años de dominio. En el 2010, ¿qué impera: ese negacionismo o una ola nostálgica? ¿Qué Revolución mexicana puede conmemorarse?

Durante casi toda mi vida académica como historiador de México me ha tocado conocer corrientes revisionistas, y negacionistas si se quiere, que enfatizan el hecho de que la Revolución no fue, como el discurso oficial decía, ni popular ni progresista ni agraria. Hablo de mi propio gremio de historiadores, aunque haya otras perspectivas, desde el mundo de la política o de la gente misma: es difícil saber lo que la opinión pública actual piensa sobre la Revolución. Como historiador, creo que todo el mundo acepta hoy que la Revolución no fue tan monolítica: fueron muchas revoluciones, con importantes diferencias regionales. Nuestro conocimiento del asunto está más matizado. Incluso si uno lee lo que está apareciendo hoy con el centenario y lo compara con lo que salió hace cincuenta años observará una diferencia notable. Ya no hay libros como 50 años de Revolución, tan complacientes, diciendo que la Revolución fue tan buena, tan positiva, tan consensual.

 

Los cincuenta años de felicidad mexicana.

Mi interpretación era un poco más conservadora, antirrevisionista en el sentido de que yo creo todavía que la Revolución sí tuvo un fuerte apoyo popular, a veces por razones agrarias, a veces por razones más políticas, democráticas. Fue un desafío fuerte al Antiguo Régimen, hubo un choque de diferentes perspectivas políticas, de intereses sociales y, de vez en cuando, de grupos étnicos. Fue por tanto un cambio muy radical en la historia de México. Fue una revolución. Rechazo la idea de que fue una revolución que “cambió todo para no cambiar nada”, como dice el célebre dicho de Lampedusa. Claramente rechazo la idea de Macario Schettino de que quizá la Revolución mexicana nunca existió; es una buena frase. Él comenzó su libro con ella, pero no creo que él realmente piense así, quizá es un gancho para interesar al lector. Lo que él quiere decir, creo yo, es que había un mito de la Revolución establecido por el régimen; él dice: “con Cárdenas la Revolución fue establecida como mito”. Sí, en cierto sentido tiene razón: el régimen se mitificó, como muchos otros regímenes revolucionarios, pero eso no quiere decir que no haya habido una real revolución social y política. Los historiadores sabemos que antes del mito hubo una realidad. Tratamos de investigar la realidad y de separarla del mito, porque el mito es otra cosa. El hecho de que Cárdenas o el pri hicieran discursos acerca de la Revolución como mito no quiere decir que todo lo que dijeron fue erróneo y que nunca hubiera habido una revolución. Hubo una revolución y hubo un mito también, fenómeno histórico que podemos tratar de desagregar y entender.

 

Digamos que tú estarías por separar la historia del mito, es decir, lo que antes se llamaba “la legitimidad ideológica” que un Estado necesita crear para subsistir, un fenómeno muy propio de las revoluciones, del estudio propiamente dicho de lo que ocurría en el país. Ya casi lo contestaste todo, pero yo insistiría en saber cuáles fueron los puntos esenciales de tu polémica con los revisionistas, con François-Xavier Guerra (México: del Antiguo Régimen y la Revolución apareció casi al mismo tiempo que tu libro, a mediados de los años ochenta), o con Jean Meyer y otros historiadores que consideraban que, por su lejanía del modelo leninista y soviético, la Revolución mexicana era una revolución abortada, interrumpida o de segunda categoría, encasillada en eufemismos como el de “revolución democrática burguesa”.

Se han utilizado muchos adjetivos: revolución intervenida, interrumpida, parcial… Quizá habría que pensar en una revolución sin adjetivos. Obviamente no fue una revolución comunista, aunque había ciertas corrientes socialistas dentro de la Revolución mexicana. Fue en cierto sentido una revolución nacionalista que pasó por un periodo de conflicto, de guerra civil, para llegar después a un régimen que tanto política como social y económicamente era diferente al Porfiriato.

Mi discrepancia es con Guerra, no tanto con Meyer, porque la gran obra de Meyer es La Cristiada, con la que yo discrepo en algo aunque él ha matizado ciertos aspectos recientemente. Con Guerra sí hubo discrepancias graves e incluso un debate en una revista norteamericana. Guerra era muy erudito, una persona bien preparada pero que trató de imponer un modelo francés a México, diciendo que como en la Revolución francesa había habido un derrocamiento del Antiguo Régimen por medio de una revolución, un cambio rápido y violento de un Estado y una sociedad tradicionales a una sociedad más moderna, tenía que haber por fuerza algo similar en México. En efecto, la Revolución francesa introdujo una nueva política con nuevas asociaciones modernas, pero es muy difícil decir que la trayectoria política e histórica de México haya sido igual, precisamente porque el Antiguo Régimen mexicano fue el Porfiriato, un régimen que por sus orígenes, liberales y después positivistas, autoritario pero no monárquico ni sagrado, era muy diferente del Antiguo Régimen francés. Es difícil sostener también que los revolucionarios mexicanos, maderistas o magonistas, eran innovadores en el sentido político; los clubes maderistas, los grupos de artesanos o los círculos políticos que se opusieron al régimen de Díaz no fueron, en realidad, tan novedosos. Es decir, había una larga tradición de movilización política desde la Independencia. Los masones son otro ejemplo que Guerra enfatizó, pero los masones estuvieron presentes desde los años veinte y treinta del siglo xix. Hay una frase de Ana Lokureva que dice que la Revolución mexicana comienza con un llamamiento al pasado, es decir, con Madero y otros diciendo: “Vamos a restituir al antiguo liberalismo de Juárez.” Abunda la invocación a Juárez y a la Constitución de 1857 en el maderismo. En México la revolución comienza con una suerte de restauración del antiguo liberalismo en contra del autoritarismo positivista de Díaz. Después aparecen nuevas corrientes, como el zapatismo, el agrarismo o el cardenismo, y la revolución cobra más fuerza con las grandes reformas sociales y económicas. Creo, entonces, que el modelo de Guerra es muy equivocado, aunque hay que agregar que el libro es bueno en algunos otros sentidos, tiene mucha buena información, por ejemplo, sobre las redes de poder tradicionales del régimen porfirista.

 

La Revolución mexicana, además de la inquietud que causó como una nueva interpretación, es un libro muy logrado de historia narrativa. Demuestras que no hay ninguna contradicción entre la historia seria y la historia narrada. Me gustaría que hablaras un poco de los personajes históricos con los que te has topado. ¿En qué piensas cuando piensas en Porfirio Díaz, o qué te ocurre con Madero? ¿Qué te dicen Zapata, Villa, Carranza? Quizá, dado que La Revolución mexicana apareció hace más de veinte años, estos fantasmas se han movido de lugar.

Como historiador, la historia me atrae de dos maneras distintas. Está, por una parte, la historia en cierto sentido científica, aquella que nos permite armar explicaciones racionales conforme a datos empíricos, armar hipótesis, etcétera. Pero, por otro lado, existe una atracción distinta hacia los personajes, los acontecimientos y las tragedias; no es exactamente una atracción literaria pero tiene más que ver con la historia narrativa.

En cuanto a los personajes, yo no me considero biógrafo. Estoy trabajando actualmente un estudio del México de los años treinta, pero no es una biografía de Cárdenas, pues prefiero enfocarme en ciertas tendencias sociales y políticas. En el viejo debate entre los grandes hombres (y las grandes mujeres también) y las fuerzas sociales generales, me inclino más por las segundas. Es verdad que los individuos tienen bastante peso. Importa, por ejemplo, el carácter de Díaz, que fue un estadista muy sutil cuyo régimen perdió al final capacidad debido a la edad del propio Díaz. Hubiera sido posible que Díaz manipulara su sucesión con más tino nombrando a Bernardo Reyes como su sucesor. Pero se resistió, no quería institucionalizar su régimen y por tanto vino la revolución que quizás, usando una hipótesis totalmente contrafactual, hubiera sido posible evitar o minimizar. Habiendo gobernado Díaz con bastante tino e inteligencia durante muchos años, al fin falló por culpa de su carácter.

Madero era una persona bastante sincera, idealista, incapaz de sobrevivir en un ambiente hostil, en aquel fuego cruzado entre los zapatistas y los orozquistas, por un lado, y los antiguos porfiristas y el ejército federal, por el otro.

Otra persona que no mencionaste, porque obviamente no es revolucionario, es Victoriano Huerta: también en su caso hubo un esfuerzo por restaurar el Antiguo Régimen. Haciendo comparaciones con otros regímenes militares en América Latina, puede decirse que el cuartelazo de Huerta tuvo un resultado contraproducente para su propia causa, pues lo que hizo fue acelerar, fomentar y fortalecer la revolución. En varios momentos los individuos, ya sean Díaz, Madero o Huerta, importan dentro de una corriente de sucesos sociales y políticos en la que tienen cierta capacidad de maniobra.

 

¿Y Carranza? A Carranza le ha tocado desempeñar las últimas décadas un papel muy ingrato: la historiografía marxista de la Revolución mexicana lo puso como el peor de los termidorianos. Los actuales intentos de rescatarlo insisten en ligarlo demasiado al siglo anterior. En mi caso, como lector de historia de México, ya no sé qué pensar de Carranza a estas alturas.

Hay que reconocer que tuvo éxito hasta el último momento. No fue el líder de la revolución constitucionalista en el sentido amplio, porque esta fue una revolución demasiado heterogénea, caótica. Su liderazgo a veces era formal, tratando de controlar a muchos grupos, los villistas, los sonorenses, ni hablar de los zapatistas. Su autoridad entonces fue muy limitada. Pero fue una persona capaz de navegar en estos ríos revueltos con cierta inteligencia. Probablemente el aspecto de la política de Carranza que más me impresiona es su manejo de las relaciones exteriores, su relación con Estados Unidos, su habilidad para suavizar la política norteamericana, como cuando mandó a Luis Cabrera, un vocero muy capaz, a Washington, para conseguir el apoyo de Woodrow Wilson, que al final logró. Carranza mantuvo una posición nacionalista frente a Estados Unidos cuando la invasión de Veracruz y después con la Expedición Punitiva: en ambos casos la política exterior de Carranza fue hábil y exitosa, y por lo tanto la Revolución mexicana, no obstante estas invasiones norteamericanas, fue una revolución determinada más que nada por los esfuerzos de los propios mexicanos. Es decir, había intervenciones, pero no creo en la versión marxista de una “revolución intervenida” en la que las grandes potencias decidieron el resultado, como es el caso del historiador John Hart, quien más o menos dice que Estados Unidos apoyó a Carranza y por eso llegó al poder.

Otra vez, como en Díaz, es en el último momento donde vemos el fracaso de Carranza: soñó con imponer a su sucesor, algo recurrente en la historia de México, el presidente tratando de trascender su poder. En el caso de Carranza nominó a Ignacio Bonillas, que tenía muy poco apoyo, porque no quería que Obregón llegara a la presidencia y por eso cayó asesinado, o se suicidó quizá. Le falló su inteligencia.

 

¿Qué te dice el mito de Zapata?

Zapata, más que otros de estos líderes o caudillos, era representante de un grupo, de una corriente revolucionaria. Pancho Villa, por ejemplo, es más complejo: hay más que debatir acerca de su carácter, su política, su relación con Estados Unidos. Zapata fue un líder bastante sencillo, muy ligado a su movimiento, un campesino muy atado a su terruño en Anenecuilco, Morelos, anclado en una región de la que no quería salir. Esa fue su fuerza y su debilidad: no quería asumir su parte en un gobierno central. Cuando se celebró la Convención de Aguascalientes, mandó a sus voceros intelectuales, como Soto y Gama y Palafox, a hablar pues él no quería asistir. Según Womack, cuando Zapata fue a la ciudad de México, a fines de 1914, esta no le gustó mucho, estuvo en un hotel un par de días y regresó a Cuautla. Se le ve correctamente como una figura heroica en cierto sentido trágica, asesinado en una maniobra muy sucia de Pablo González y de Guajardo.

Pero ¿qué habría pasado con Zapata si sobrevive? Yo creo que para la reputación póstuma de todo caudillo revolucionario es mejor morir joven, como Zapata en 1919. Incluso Villa murió joven porque se retiró tres años antes de su asesinato. Los caudillos que sobrevivieron, o perdieron el poder, se sublevaron, fueron asesinados o llegaron a ser los caciques más ricos de los años veinte y treinta. Si uno toma, por ejemplo, el caso de Saturnino Cedillo, parecido a Zapata en ciertos aspectos, se ve cómo este fue un ranchero de San Luis Potosí que llegó a ser un gran cacique, corrupto, autoritario, y que se lanza en una rebelión totalmente quijotesca en 1938-1939 contra Cárdenas. En cambio, al morir, Zapata todavía tenía ese estatus genuino de un héroe representante de los pueblos campesinos de Morelos. Su hijo, Nicolás Zapata, se volvió un cacique local, un poco más al estilo de Cedillo. Sobrevivir usualmente significa hacerse de una reputación mucho menos heroica.

 

En relación con la memoria que guardamos de los héroes de la Revolución, el pri tenía una práctica, por así llamarla, politeísta. Quienes crecimos durante lo que tú consideras los años dorados del pri estábamos acostumbrados a que, aunque se hubieran matado entre sí los caudillos revolucionarios, descansaran en paz bajo el mismo Monumento a la Revolución. Era una historia oficial que borraba las contradicciones entre estos personajes. Pero hay quien dice, lo decía Octavio Paz, que esto tenía un lado positivo: corroboraba que la Revolución mexicana, una verdadera revolución para él y para todos los hombres de su generación, había evitado uno de los horrores del siglo xx, ese terror ideológico que no hubo en México.

El mito oficial postuló una imagen realmente errónea: la de una historia revolucionaria de consensos, un movimiento unificado que en realidad no lo fue. Hubo una lucha casi darwiniana por sobrevivir. Hubo demasiados asesinatos: de Carranza por los obregonistas, de Villa por los obregonistas-callistas, la masacre de Huitzilac en 1927… Creo que fue en la Cámara de Diputados, en cuyo muro de honor están grabados en oro los nombres de varios líderes que se habían matado el uno al otro, donde un diputado dijo una vez: “Ese parece más bien un templo de Huitzilopochtli.” Otras revoluciones han tenido una historia semejante, y además hay que distinguir entre conflictos, asesinatos que tienen cierta lógica político-social y otros sólo irracionales. Por ejemplo, yo creo que las rebeliones de los años veinte, como las de De la Huerta y Serrano, ya no ponían en tela de juicio la lógica, la trayectoria de la Revolución. En los años veinte el curso de la Revolución ya está más o menos decidido: priva cierto consenso en cuanto a las reformas políticas, sociales, económicas.

Si uno compara la Revolución mexicana con otras revoluciones, más que nada la rusa o la china, veremos que el nivel de violencia de esta fue mucho menor, aunque sabemos por la nueva historia demográfica que durante el periodo de la revolución armada, no tanto por las batallas sino por epidemias como la influenza, hubo una caída de la población muy notable, una pérdida de dos millones de personas. Fue una experiencia desastrosa, y es muy importante no romantizar la Revolución. Pero no hay comparación con la Revolución rusa, especialmente durante el periodo de Stalin: no hubo terror ni colectivización forzosa. Al contrario, durante los años veinte y treinta priva un cierto progreso hacia un Estado más estable y menos violento. Un buen ejemplo es cuando Cárdenas exilió a Calles: hay fuentes confiables que afirman que Calles esperaba que lo fusilaran de inmediato y, al contrario, lo pusieron en un avión, se fue a California durante varios años y regresó.

Las élites mexicanas, y en cierto sentido también las capas populares de la población, llegaron a ciertos acuerdos en el manejo político y se evitó la experiencia rusa, sin matanzas ni campos de concentración. También sería sugerente comparar a Cárdenas con Stalin como líderes contemporáneos. Cárdenas, como dice Enrique Krauze, fue un zorro en traje de franciscano: una persona muy inteligente que no era sanguinaria y quería evitar la violencia tanto como pudiera. El Estado mexicano nunca fue totalitario, nunca controló todos los medios de comunicación; siempre hubo una prensa libre, a veces muy crítica del régimen. En la literatura, por ejemplo, hubo novelas como las de Mariano Azuela, muy críticas de la Revolución; en el arte, los murales, pese a su poder de legitimación, también podían ser muy críticos. Muy poco tenía que ver el México de los años veinte y treinta con la Unión Soviética.

 

Se decía que en la Unión Soviética restaban y que en el Estado de la Revolución mexicana sumaban. Para terminar, en un texto reciente, hablaste del “Leviatán de papel” para referirte a los Estados que ofrecen mucho y dan poco a la sociedad, poseedores de fuerza más simbólica que real. Has aplicado este concepto al Porfiriato y también al régimen posrevolucionario, por lo menos hasta 1930. Ahora que estás trabajando en el tercer tomo de tu Historia general de México, debo preguntarte: quienes vivimos tantos años bajo los régimenes herederos de la Revolución mexicana, ¿vivimos engañados, creyendo en un Leviatán de papel que no era tan todopoderoso? ¿En qué medida el Estado mexicano que conmemora, un siglo después, la Revolución mexicana es o no es un Leviatán de papel?

La frase “Leviatán de papel” surgió en una conferencia y alude a un Estado que supuestamente tiene muchísimos poderes pero en realidad es un gigante con pies de barro. En México, como en muchos otros países, hay una brecha entre los principios políticos, la Constitución, las leyes y la realidad. Eso provoca la existencia de un Estado que simula una fuerza que no tiene o que se considera “muy democrático”, con un discurso social igualitario que en los últimos cincuenta años ha llevado a cabo políticas empobrecedoras, creadoras de una enorme desigualdad. Hay una brecha entre lo dicho y lo práctico, lo formal y lo cotidiano. Muchos aspectos de México tienen que ver con ese dualismo entre los ideales y la realidad.

En cuanto a la fuerza del Estado y el Leviatán de papel, tiene que ver un poco con aquello de los estados habsbúrgicos o borbónicos. Insisto: el Estado mexicano dirigido por el pri tras la Segunda Guerra Mundial no fue un Estado tan fuerte como lo creían los historiadores y los politólogos. Jóvenes historiadores están estudiando con mucho cuidado la formación del poder priista, su estructura en los diversos estados de la república, la naturaleza de sus redes locales, su relación con los caciques, con el ejército. Me ha sorprendido leer una tesis reciente que afirma que, aun en los años cincuenta, el ejército mexicano se basaba en algunos feudos locales donde el comandante militar importaba más que el poder político.

Hoy incidirían nuevos factores, como los narcos. El Estado mexicano es más fuerte, sin duda, que el peruano, por ejemplo, y ha tenido continuidad sin golpes militares. Pero su capacidad, al estilo borbónico, para intervenir y cambiar la sociedad ha sido bastante reducida. Incluso se pueden ver casos de presidentes muy ambiciosos, como Echeverría, que trataron de introducir nuevas políticas, como la reforma fiscal, sin éxito, o está el caso de las reformas energéticas, cuya falta de concreción habla más de la debilidad que de la fuerza del Estado mexicano, un Estado más débil de lo que se piensa. Hay un politólogo norteamericano que habló del Estado priista, incluso en su apogeo de los años sesenta, como un queso gruyère… Quizá la expresión “Leviatán de papel” sea un poco exagerada, pero creo que el Estado mexicano ha sido mucho menos fuerte, menos dominante, de lo que hemos asumido. ~

 

 

 

 

1. Un buen resumen de la posición de Knight puede encontrarse en el trabajo de Luciana Anapios, “La Revolución mexicana como problema historiográfico: Alan Knight y John Womack frente al carácter de la revolución”, en www.unpocodehistoria.com.

2. A. Knight, “Frank Tannenbaum y la Revolución mexicana”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, 19/245, trad. María Vinos, unam, 2006.

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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