Viaje al corazón de Calakmul

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Con
la serenidad de la experiencia, Verónica empuña un
rústico picahielos, lo hunde en la pared, afloja la tierra, y
toma el solitario pedrusco para posarlo encima de la montaña
interna que forman el resto de los escombros. Después recorre
con los dedos el muro ya desnudo; todos sus sentidos están
concentrados en las yemas. Se mueven ágiles y hacen contacto
con otro mundo, en apariencia muy lejano, pero –para gran sorpresa–
no del todo distante. Verónica retira con suavidad un velo de
polvo.

Me
acerco para comprobar si es cierto lo que creo ver. El único
foco que alumbra la escena en las entrañas de la pirámide
emite el fulgor de una estrella radiada, como las que aparecen en las
pinturas medievales. Bajo la neblina finísima de cal, una
línea soñolienta parece despertar tras mil quinientos
años de hibernación. Poco a poco, el trazo desciende,
sale, se alarga, se introduce de nuevo; cae, ondula, regresa, sube
otra vez y se cierra. Cobra volumen, textura, vida, color:

Es
un hombre– dice sin titubeos Ramón Carrasco, desde 1993
director del Proyecto Arqueológico Calakmul, en el sur de
Campeche.

Se
escucha un suspiro de alivio. El sentimiento es general. El muro
sobrevive a este nuevo nacimiento y hay que poner manos a la obra.
Las restauradoras vuelven con sus jeringas y sus recipientes de
líquidos como extraídos de un manual de alquimia para
inyectar la pared y consolidarla, fijar los colores, sacar las
finísimas raíces que –como venas de un sistema
circulatorio vegetal– penetran la piedra y emergen convertidas en
savia que recorre las extremidades, el cuerpo, las facciones de un
hombre que parece conversar con la misma frescura de hace quince
siglos.

No
es la primera vez que se encuentran murales mayas. Pero sí la
primera ocasión en que se descubren pinturas que no
hablan de dioses ni de reyes; no representan sacrificios, ni celebran
el ciclo que inicia un nuevo gobernante, o el ascenso al poder de un
linaje que se erige sobre la sangre de otro linaje enemigo. Estas
pinturas se hallaron hace apenas dos años, en el 2004, y
retratan la vida cotidiana de los antiguos habitantes de Calakmul en
lo que parece el preparativo para una fiesta. A decir de Carrasco, en
realidad son fotografías. Al verlas, se me agolpan las
lágrimas. No puedo más que coincidir: son auténticas
instantáneas, pólaroids
que rinden testimonio de un día de esplendor maya, hace mil
quinientos años.

Un
sendero al más allá

Como
con todo lo que vale la pena en la vida, alcanzar Calakmul requiere
un gran esfuerzo. Tras dieciséis horas de carretera –el
tiempo que se necesita para ir de la ciudad de México a
Xpujil, la ciudad más cercana a las ruinas–, lo único
que queremos mis acompañantes y yo es llegar. Convertidos en
suásticas, bajamos de la camioneta pick
up
, sin aire acondicionado, para pasar la noche cerca de
Xpujil, en el campamento de Becán, próximo a nuestro
destino. Éste es un maravilloso sitio arqueológico
rodeado por un foso. Me recuerda un cuadro de Remedios Varo: Tránsito
en espiral
.

Antes
de las cuatro de la mañana partimos rumbo a Calakmul, a dos
horas y media de camino. De nuevo abordamos la camioneta, sólo
que esta vez voy atrás, en la caja descubierta, junto con las
provisiones y materiales que necesitaremos allá. Viajo en
compañía de Ruppert (un perro que compensa su falta de
atractivo con una gran personalidad y se llama así en homenaje
a Karl Ruppert, descubridor de Becán), y de Francisca, la
cocinera estrella del campamento de Calakmul. Víctima de los
excesos de las fiestas patrias, Francisca se enrolla en una cobija y
se tiende en la caja de la camioneta.

A
estas horas la carretera, envuelta en una neblina espesa, es una gran
nube fantasmagórica. Lo único que se observa son las
copas de los árboles de esta selva chata, plana. Parecen el
caparazón de una bestia durmiente. Se escucha el canto
ocasional de un ave, pero no cesa el chirriar eléctrico de los
insectos. A su paso la camioneta desgarra el banco de niebla como un
rompehielos en este ártico tropical.

El intenso frío de
la madrugada me toma por sorpresa. El vehículo abre una estela
que se pierde en el infinito brumoso: un sendero –un auténtico
sacbé– al
más allá.

Tiritando,
alzo la mirada. En esta oscuridad sin Luna el firmamento literalmente
se precipita sobre nosotros. Son tantas las estrellas que su visión
desconcierta. Los astros se ven tan próximos que casi puede
tocarse la gravidez de la Vía Láctea cuando atraviesa
el cielo como una gran ballena de luz. Allí están el
omnipresente Orión, la Osa Menor, Sirio, Júpiter,
Marte. Allí está la historia pasional de las
constelaciones con su remota nomenclatura. Aprendí a leerla
gracias a un “buscador de estrellas” que me regaló Gabriel
Zaid cuando era niña. Durante más de una década
lo hice girar y girar imaginando historias, hasta que se desintegró,
como por poco sucede con los trazos de ese mundo mitológico
que ahora vuelve intacto a mi memoria.

Avanzamos
a ciento cincuenta kilómetros por hora. Una ráfaga
helada me azota el rostro pero, en compañía de las
Pléyades y todo su séquito, en silencio me dedico a
buscar estrellas. Entonces se diluyen los problemas que tuve que
remontar para llegar hasta aquí. La sensación de
libertad es total; el placer, absoluto. Vale cualquier precio.

Media
hora después llegamos a un crucero. Viramos a la izquierda. El
acceso es difícil. Nos llevará casi dos horas recorrer
los escasos 65 kilómetros que hay del entronque de la
carretera a la zona núcleo de este vergel indómito: una
auténtica cavidad vegetal.

Estación
Calakmul

Ostenta
varios títulos de gloria, Calakmul: es la mayor reserva
mexicana de bosque tropical, constituye también el macizo de
selva tropical más grande de América, sólo
después del Amazonas. Es el único lugar donde se han
encontrado nueve
máscaras mortuorias de jade. Junto con Tikal (el otro gran
centro político que disputó la hegemonía de las
tierras bajas: una vasta región que ocupa el sureste de
Mesoamérica), es el asentamiento más temprano donde se
han hallado rastros de una secuencia arquitectónica pública
ininterrumpida que abarca catorce siglos, del 400 a.C. hasta el 900
d.C. Hay gran cantidad de estelas y monumentos fechados –alrededor
de 113– donde se plasma una historia que comprende todo el Periodo
Clásico maya. Aquí está una de las
construcciones más tempranas de las tierras bajas, la
impresionante Estructura ii; el ejemplo más antiguo de un
edificio abovedado en cuyo interior se encuentra un monumental
friso de estuco, de treinta metros de largo por 2.5 de alto, que
representa la entrada al Xibalbá, el inframundo maya. Ése
es tema de otro reportaje. Hasta ahora, los trabajos de excavación
abarcan únicamente el tres
por ciento
de la totalidad del área.

Pero
no hay que saber esto para admirar la belleza inclasificable de
Calakmul. Durante el trayecto salen a nuestro encuentro enormes
mariposas de un metálico azul cobalto y otras –cientos,
diminutas–, de ingenuos colores cítricos; zorros que parecen
miniaturas perfectas, pavos de monte con su escandaloso y torpe
andar; roedores fugaces, meteóricos reptiles, un amplísimo
muestrario de aves e insectos que jamás había visto;
pasionales orquídeas, flores silvestres, todo tipo de
formaciones orgánicas. Sin embargo no aparece ningún
jaguar: ya son las seis de la mañana y es demasiado tarde para
verlo. Hasta los animales temen al calor que se desata durante el día
y se refugian en la frescura de la noche.

Los
integrantes del equipo de Ramón Carrasco salen a recibirnos
como una gran familia: Omar Rodríguez –principal apoyo de
Carrasco–; Lúa, mascota del campamento (descomunal pastora
alemana, pelirroja), así como un séquito encabezado por
la arqueóloga mexicana Verónica Vázquez y el
grupo de jóvenes restauradoras, todas mujeres, excepto
Guillermo Toucedo. En su mayoría llegaron aquí gracias
a un programa de intercambio con la Escuela Superior de Restauración
de Monteverde, España, que cada año envía nuevos
candidatos para trabajar aquí durante tres meses.

Llegamos
justo a tiempo para el primer alimento del día, una de las
cuatro colaciones diarias: café y galletas al amanecer;
desayuno a las once; comida a las tres, merienda a las ocho.

Todo
preparado por Francisca y su madre, Felícitas, dentro de lo
que puede clasificarse como el “festival del carbohidrato”.
Después de pasar un tiempo aquí, entiendo la intención
de esta dieta: compensar un aislamiento difícil de describir,
y sobrevivir, al menos para quienes no nos dedicamos a la
arqueología.

Todos
muestran la mejor disposición para ayudarme. Pero acaban de
avisarles que llegará una visita de alto rango. Por el momento
tendré que arreglármelas sola. Esto me da la
oportunidad de recorrer libremente el sitio con la anuencia de
Carrasco.

Camino
junto al equipo que se dirige a lo que técnicamente se llama
la “fachada sur del Edificio 1 de la Acrópolis Norte”, es
decir, la pequeña construcción donde se hallaron las
pinturas. Hay algo extraño. No me detengo a averiguar qué
es. Lo haré más tarde. Mejor me concentro en refugiarme
del sol lo antes posible y en memorizar el camino que va del
campamento a la Acrópolis, para no depender de nadie y no
perderme.

Un
olor penetrante emana de la selva. No es un bálsamo ni un
efluvio fétido: es simplemente una declaración de
territorialidad. Todo aroma debe percibirse por encima de esa
fragancia primigenia, cuanto se ve debe advertirse a pesar de este
laberinto vegetal. Los sentidos se agudizan. La mente lucha por
escapar al vaho narcótico de la selva. Su perfume sofoca.

Llegada
al templo

Por
entre los árboles veo una plaza. Sobresale una estructura
coronada por un árbol. Es un matapalos:
un árbol que crece sobre otro al que devora sin misericordia.
A primera vista este edificio no difiere mucho de otros de similar
tamaño que he visto en los alrededores, pero me indican que
allí dentro, en cada uno de los cuatro vértices, están
las pinturas que vengo a ver. En dos de ellos las excavaciones ya
están terminadas. En uno más (el mencionado al
principio de esta crónica), el trabajo está en proceso,
y en el cuarto y último aún no se inicia el rescate.

La
pirámide está cubierta por otra erigida por los
arqueólogos para proteger los murales contra el embate de los
elementos. De modo que las escenas que originalmente adornaban el
exterior de la construcción (una característica única
de este hallazgo, pues por lo general este tipo de iconografía
se encuentra en el interior de los edificios, nunca afuera, según
me cuenta Omar) ahora están contenidas dentro de un nuevo
cascarón.

Entro
por el lado derecho. Con menos elegancia de la que quisiera, asciendo
la pirámide, cruzo por una auténtica escotilla de
piedra y bajo por una escalera de aluminio, no muy confiable, hacia
un panorama insólito. La humedad estrangula. Un horno estaría
más fresco que esta sala; el sudor es tan incontenible como el
azoro. Todavía enceguecida por el Sol que quema afuera, trato
de concentrar la vista. Adentro lo primero que advierto es un frágil
andamio que me sirve de liana para no caer de la escalera: no hay
mucho espacio entre el muro donde está fincado y la pared
vecina; existen pocas posibilidades de retroceder para tomar
perspectiva.

Como
un mensaje escrito en tinta invisible que poco a poco se materializa,
aparecen ante mí figuras de insospechada belleza que
sorprenden por el aplomo de su personalidad y la elegancia de sus
atuendos. De pronto los mayas no son las pétreas figuras de
una estela. Abandonan las páginas de los mitos, salen de los
monumentos y los cuadernos de historia, dejan atrás a los
demonios del Xibalbá y el cobijo del todopoderoso Itzamná
para llegar hasta aquí mostrándose imperfectos,
humanos, tangibles. Conversan, caminan, estornudan, disfrutan,
trabajan, organizan una celebración.

Dos
plataformas esquinadas, una sobre otra, cada una de aproximadamente
2.60 por 1.10 metros, sirven de lienzo, igual que los muros
laterales. En total, sólo aquí hay cuatro paneles y
varias figuras solitarias, además de las que están en
los recintos contiguos.

La
sabrosa

Así
se refieren con afecto a esta mujer, que está de pie, de
perfil, con un vestido translúcido que deja ver la desnudez de
su cuerpo.

Esa transparencia es algo nuevo, nunca antes visto en la
pintura maya. Similar a la de un kimono, la manga tiene un estampado
de pseudoglifos que se repite en el dorso, y otro parecido en la
cenefa. Una de sus piernas se asoma con gracia por una abertura
lateral. El tejido, de un color azul de inconcebible hermosura (de
ahí que los arqueólogos llamen a estos murales las
“pinturas azules”), cae con el abandono del chiffon
de seda, pero debe de haber estado hecho con una fibra
vegetal, muy delicada.

No
es una indumentaria rústica, más bien implica
refinamiento y habla de una mujer dueña de sí:
satisfecha. La
pintura facial subraya su belleza, como también lo hacen su
peinado y la impresionante joyería con que adorna sus orejas y
sus muñecas. Aunque descalza, los delicados tatuajes en sus
tobillos contrastan con el pie desnudo de quien, hincada frente a su
señora, parece ser una sierva. Recibe u ofrece un cántaro
enorme con algún líquido, porque se ve el esfuerzo de
su cuerpo por aguantar el peso. La muchacha, de una clase social
inferior, viste una túnica sencilla. No obstante, lleva
pintura facial y la adorna una pulsera menos ostentosa que la de su
ama.

En
ambos flancos hay dos hombres sentados en el piso. El de la izquierda
se concentra, prepara algo. Su arreglo denota gran esmero. El de la
derecha bebe de un recipiente de cerámica, pero tiene la
mirada fija en La sabrosa.
Todos la admiramos: es un dechado de sensualidad. Extiendo la mano.
Apenas la toco. El estuco, cargado de humedad, se siente terso,
fresco, como la piel humana. Parece viva. En más de un sentido
lo está. El tiempo no ha logrado envejecerla.

Elaborados
con fibras vegetales, plumas, conchas y otros materiales que no
alcanzo a identificar, los tocados de los hombres son mis favoritos.
Extravagantes, fantasiosos, me llenan de asombro y no puedo evitar
imaginarme cómo habrá sido la vida aquí.
Cubiertos de pintura corporal, llevan joyas y se cubren el cuerpo con
una especie de sarong
anudado entre la cintura y el pecho. De nuevo, la caída de la
tela habla del cuidado en su hechura, del placer que da su roce
contra la piel. Uno de los paños que visten tiene un diseño
a cuadros, no muy distinto al de un clan escocés: un tartán
maya.

El
deleite

En
la plataforma superior una vendedora se sienta frente a una gran
cazuela de lo que parecen esferitas de masa. El cuidado en su
práctica forma de vestir denota el orgullo que siente por su
oficio. Su amplia bata se complementa con una tela en la cabeza,
coronada por un fantástico sombrero de planísima ala
ancha, que contrasta con el parabólico bombín que lo
remata. Dulcemente, extiende su mano enjoyada para ofrecer más
alimento al comensal sentado frente a ella. Pero él se muestra
ajeno. Extático, la “foto” lo capta justo en el instante
en que está por degustar un bocado. Con la cabeza hacia atrás
y los ojos entrecerrados, casi es posible paladear lo que a todas
luces parece un manjar.

El
rapé

A
la vuelta, a la derecha, dos figuras sentadas se entretienen
inhalando tabaco. Parece que se trata de dos amigos. El de la derecha
lleva un tocado semejante a lo que sólo puedo describir como
una enigmática piña cósmica. En la diestra
sostiene un recipiente y en la izquierda una pipa para absorber el
polvo por la nariz. Divertido, presencia el efecto sobre su compañero
que estornuda con fuerza. Expectora en forma tan rotunda que, para no
perder el equilibrio, se apoya con ambas manos sobre el piso. En un
ejercicio de realismo el artista quiso asegurarse de que así
lo entendiéramos porque pintó tenues líneas
blancas proyectadas desde la boca de este personaje que se
convulsiona, feliz, por la acción del estimulante.

El
cordobés

Abajo,
un hombre lleva un sombrero de copa rectangular.

Estampado con
motivos de rayas y figuras geométricas, en la orilla tiene un
adorno como de borlas que le dan cierto aire cordobés. Con una
jícara vierte una bebida. De nuevo el artista subraya la
autenticidad del acto: dibuja pequeñas líneas
horizontales al lado del chorro de líquido, quizá para
señalarnos que despide calor. A juzgar por la expresión
del cliente que se empina un gran cuenco azul, la gastronomía
maya parece haber sido tan digna de probarse como su descendiente, la
comida yucateca.

Lotería

Otras
figuras han quedado aisladas a los costados de las escalinatas: un
comerciante carga su sombrero de zarigüeya que identifica su
oficio. Lleva un mecapal (aunque no sé si la palabra, que
proviene del náhuatl mecapalli,
“hoja de cuerda”, se aplica a los mayas, para designar la faja
que, apoyada en la frente, se usa para cargar algo en la espalda); la
vendedora cuyo cliente se borró en el tiempo; una figura
varonil con un magnífico tocado azul de plumas. Está a
punto de ejecutar alguna acción, pero no sabemos cuál
porque sólo queda un fragmento.

Los
mayas construían pirámide sobre pirámide, no en
un afán de destruir sino de renovar, lo que implica una
intención enteramente distinta. Aprovechaban el pasado para
fincar el presente. (Más de mil años después,
nosotros no aprendemos.) También acostumbraban pintar un mural
encima de otro. Por eso hay áreas donde se mezclan figuras de
distintas épocas: las de la capa inferior de estuco (más
antigua), con las de una capa superior (más reciente). Esto
plantea una angustiosa disyuntiva: ¿cuál de las dos se
debe conservar? Salvar unas pinturas automáticamente elimina
las otras. Todas las “pinturas azules” pertenecen a esa etapa
posterior y están en relativo buen estado, por lo cual no
sabremos nunca qué las antecedió.

¿Qué
siente de ver a estos personajes?– le pregunto a un peón que
heroicamente saca escombros. Está en diario contacto con estas
escenas que inflaman la imaginación. Me ilusiona escuchar una
respuesta filosófica, pero me sale al paso la realidad de
nuestros tiempos.

Eran
mucho mejores que nosotros– me responde, con evidente desazón.
Si yo tuviera que cargar cientos de kilos de piedras cada día,
habría dado la misma respuesta.

Él
prosigue con su trabajo, hoy más aprisa que otros días,
porque ya no debe tardar la visita que anunció su llegada para
las ocho de la mañana. Ya son casi las doce. Así es la
vida de los políticos.

La
mayoría de los trabajadores que ayudan en la obra provienen de
familias que llegaron de toda la República a colonizar la
región apenas en los años setenta. En Campeche, como en
todo el país, y cada día más, los hombres en
edad laboral se van a Estados Unidos. El novelista Francisco Goldman
me ha dicho que allá hay una gran concentración de
mayas, sobre todo en la Costa Este, en Massachusetts. Pero los que
laboran aquí esperan la oportunidad de cruzar al otro lado.
Tal vez esta esperanza influye en su falta de identificación
con el pasado maya. El presente tampoco le produce mucho encanto a mi
interlocutor.

¿Se
imagina esa vida?– insisto.

No.

Arqueología
con palillos

Entro
al hueco que está del lado izquierdo de la pirámide
para ver las “pinturas amarillas”.

Sus colores pertenecen a los
de la iconografía maya: rojo, ocre, pardo oscuro, naranja. En
cambio, las pinturas azules han revolucionado la idea que se tenía
del arte pictórico del Periodo Clásico, porque se
desconocía la utilización de una paleta cromática
tan amplia: quince o dieciséis colores distintos.

Los
murales del recinto en el que estoy ahora son muy diferentes. La
línea de algunas figuras muestra que el exceso de pintura hizo
que patinara el pincel. Conmueve, sin embargo, que se haya plasmado
el pulso de alguien que, hace más de mil años, estuvo
parado en el sitio exacto en donde me encuentro.

Con
la suavidad de unas manos jóvenes y la precisión de una
vista nueva, María desprende una delgada capa de estuco con la
punta de un palillo de madera. Esta labor desesperaría hasta a
un santo pero ella combate el hastío con un iPod
que cuelga de un andamio. De él emana una música
geométrica que contrasta con el entorno y le confiere un aire
de ciencia ficción. Milímetro a milímetro, María
avanza con la expectativa de hacer que emerja el orbe que aguarda
bajo de esa barrera, cómo saberlo. Así, exhumar un solo
trazo puede llevar semanas, meses, de un trabajo agotador y
fascinante.

Aunque
ya hace dos años que iniciaron el rescate de las pinturas, se
estima que terminar les llevará por lo menos otros dos. Sin
embargo, como es fin e inicio de sexenio, no se sabe qué
pasará.

El
10 de agosto de 2006 se publicó una entrevista con el
secretario administrativo del Instituto Nacional de Antropología
e Historia (INAH) quien afirmó: “Para prevenir una crisis…
el INAH ha disminuido el flujo de recursos a […] zonas
arqueológicas donde la investigación y el mantenimiento
no tienen el mismo furor [sic].
Es el caso de sitios como Calakmul, Becán y Río Bec, en
Campeche”, en donde, por cierto, la inversión realizada en
los últimos años ha sido financiada por otros
organismos. Por lo pronto, no hay certeza de que aquí pueda
continuarse el proyecto de rescate. Sí la hay, en cambio, de
que por fin ha llegado la nave de los dioses. Dos helicópteros
vuelan al ras y su estruendo nos devuelve a la realidad. Las pinturas
no están abiertas al público.

Un
paseo por la selva

Las
aeronaves transportan a uno de los personajes clave del sexenio que
empieza. Viene en compañía de su familia, con las
consiguientes medidas de logística y seguridad, para constatar
con sus propios ojos la maravilla que supone este hallazgo. Lo mejor
será ceder el paso y no estorbar. La Reserva de Calakmul tiene
723,185 hectáreas y yo no he recorrido siquiera una.
Sólo la zona núcleo
donde estoy abarca cuarenta mil.

Intrépida,
emprendo una pequeña expedición por la selva y,
mientras camino, me pregunto si podré hablar con Ramón
Carrasco más tarde. Será difícil porque hoy
llegan también dos expertos italianos que vienen de Florencia
para colaborar en la conservación de los murales. Promueven
una novedosa técnica de nanopartículas que por primera
vez se usa en México. Esto de los italianos ha generado gran
conmoción entre el sector femenino del campamento, aquí
mayoría absoluta.

Todo
crepita
.

No se trata de las
argucias de los monos zaraguatos que se tienden cuan largos son en
las ramas más altas de los árboles. Aúllan
desaforadamente y hacen todo tipo de desplantes machistas –y por lo
tanto inútiles–, por ejemplo aventar varas, frutos y
excrementos a visitantes de buena voluntad como yo. Holgazanes
incorregibles, tienen un séquito de esposas e hijitos que le
confieren a la espesa celosía verde un diseño de
manchas negras. Pero de este lado de la Acrópolis no hay
zaraguatos. Lo que ocurre es que el ciclo de creación y
destrucción de árboles, hojas, raíces no se
detiene y esa tarea parece producir un crujido vital.

Todo
sorprende
. Aunque hoy no ha
llovido, el agua atrapada en las hojas por el chubasco de ayer
provoca fugaces diluvios que se precipitan cada vez que se balancean
las copas de los árboles. En los charcos abrevan cientos
de criaturas. No se trata de jaguares, tapires y lagartos, sino de un
rebaño de mariposas amarillas que beben en silencio con sus
alas finísimas perfectamente plegadas.

La
fuerza de la gravedad y la riqueza de esta biosfera hacen que de
manera incesante caigan proyectiles –casi siempre sobre mí–
en forma de frutos, semillas y desechos orgánicos de infinidad
de habitantes que me miran sin que yo los vea.

Todo
se mueve
. De nuevo tengo esa
sensación de que a mi alrededor ocurre algo extraño. No
lo percibo mientras camino, pero si me detengo advierto que la selva
se desplaza inconteniblemente, convirtiéndose en un
espectáculo de op art,
en un engañoso juego entre ver y comprender. La transposición
del suelo se debe al pulular de vida; a ríos de hormigas que
llevan y traen todo lo que pueden encontrar, vivo o muerto, entero o
en pedazos. El diseño de los insectos –saltamontes, arañas,
avispas, mosquitos, coleópteros– es digno de la más
extensa colección de arte moderno: los hay que tienen
polainas, antifaces, rayas, motas, borlas, plumas, antenas rarísimas.
Las combinaciones de colores son, por decir lo menos, muy osadas. La
rotación y traslación de los objetos produce vértigo.

Las
hojas que cubren el suelo –mullido, oloroso a ese perfume
selvático– son una composta en la que caen y de la que
brotan infinidad de seres animales y vegetales, vertebrados y sin
espina dorsal. En el instante en que germinan, incontables semillas
comienzan su encarnizada lucha por alcanzar la luz del Sol. De la
celosía caen los vencidos. Los troncos de los árboles
son senderos por los que transita una intensa carga vehicular de
soldados, obreros y esclavos. Las copas de los árboles están
coronadas por flamígeras congregaciones de orquídeas
–verdes llamaradas– que parecen pedir auxilio a quien las vea
desde el cielo. La presencia de incontables tipos de aves se delata
por su largo y melancólico trinar o, en el caso del pájaro
carpintero con su asombrosa cresta de plumas rojas, por el encantador
martilleo que tiene un sonido de un idealismo lleno de candor.

Todo
pasa.
Nada es lo que parece.
Las técnicas de camuflaje son insólitas. Siento una
dolorosa mordida en el pie. Un batallón de hormigas –no las
vi, se confunden con las hojas secas– se apresta a devorarme. Sin
éxito, intento quitarlas con un golpe de mi cuaderno. Tengo
que arrancarlas literalmente de mi pantalón. Es tan enconado
su ataque que al tirar de ellas las desmiembro y sus mandíbulas
quedan ancladas a la tela, como una grapa parásita. En medio
de la batalla capto un movimiento con el rabillo del ojo. Una
presencia me observa desde un tronco. Lentamente me enderezo. Es un
iguanodonte antediluviano. Diminuto, perfecto, mide apenas dos o tres
milímetros. Es un nanodinosaurio, dirían los italianos,
y es que aquí, prefijos como micro,
nano, mega,
cobran un nuevo significado. Los tres puntos amarillos que tiene
sobre el lomo lo delatan. Es casi un juguete. Parpadeo para verlo
mejor. En una milésima de segundo ya no está.

encuentro
con el pasado

Los
dioses se van. Los italianos llegan. Me siento a conversar con Ramón
Carrasco quien, con su cigarro en la mano y la inseparable taza de
café que acapara su mirada, me cuenta que su padre, dedicado a
la pintura, nació en Bolivia. Ramón volvió a
México a estudiar en La Esmeralda, fue dibujante del INAH,
diseñador de museos locales y escolares; trabajó como
arqueólogo en Acámbaro, Yaxchilán, Tula y Kabah.
Las circunstancias lo trajeron a Calakmul y, aunque el proyecto era
inmenso, “me pareció un reto con posibilidades”.

Hacia
el siglo iv de nuestra era, Calakmul fue la capital del cuchcabal
del gobernante Kul´ Kan Ahaw, Cabeza de Serpiente.

Un cuchcabal
estaba formado por un conjunto de gobernantes de pueblos subordinados
que mantenían una compleja interrelación política
y religiosa. Estaban enlazados por un poder que residía en un
“pueblo cabecera” y Calakmul parece haber sido ese centro.

El
“territorio” del cuchcabal dependía del principio de
circulación entre las personas y no se concebía la
propiedad privada de la tierra ni un concepto fijo de “frontera”.
Los edificios tenían un carácter ideológico y no
había grandes divisiones sociales.

Aquí
la arquitectura, desde los grandes palacios hasta la casa más
modesta, tenía bóveda de piedra, lo que implica que no
había diferencias insalvables entre las clases sociales como
ahora. El uso del poder también era distinto al nuestro:
servía para ordenar la vida social, no para explotar a sus
habitantes. Lo que distinguía a los más ricos era el
mayor acceso a ciertos bienes de prestigio, pero no se fomentaba su
acumulación. Lo importante era que todos
tuviesen lo necesario para sobrevivir.

La
organización urbana estaba configurada por varias acrópolis
de acceso restringido a las familias que las habitaban. Diferentes
linajes vivían en distintas acrópolis. El sitio donde
se hallaron las pinturas justamente era una especie de “cerrada”
como las que hay en las calles de las colonias de México. El
que las pinturas azules y amarillas adornaran el exterior del
edificio quizá indica que funcionaron como una especie de
anuncio o invitación a una fiesta familiar. ¿Cómo
saberlo?

La
arqueología– me responde Ramón Carrasco –no es otra
cosa que pasión y misterio.

¿Y
qué pasa cuando encuentras ese misterio?

Te
encuentras con el pasado.

La
noche oscura del alma

Me
despierto con un sobresalto. Tengo los ojos cerrados: está
completamente oscuro, negro. Abro los ojos: las tinieblas son
absolutas. Cierro y abro los ojos. Nada. De nuevo cierro y abro los
ojos. No hay cambio. ¿Estaré muerta? No hay el menor
viso de luz. Ninguna silueta. La penumbra es unánime.

No
hay aire. No sé dónde estoy, qué hora es, cuánto
falta para el amanecer. ¿Estaré muerta de verdad?

Lo
último que vi antes de que se apagara la planta de luz, a las
diez de la noche, fueron unas estampas de flores que alguien pegó
en la pared, junto a la cama. Debajo, rayitas pintadas a lápiz.
De cinco en cinco: una cuenta de días. ¿Los que
faltaban para salir o los que llevaba aquí dentro? Después
de esta noche entiendo que se trata de la primera opción.

En
la más impenetrable oscuridad me da un ataque de
claustrofobia.

El aire hierve, denso, pesado, inmóvil, como en
un ataúd. Estoy muerta en vida: mi peor pesadilla. Por algún
motivo que no entiendo, el tiempo desaparece y la existencia se
vuelve un estado viscoso que aprisiona. La ausencia de luz hace que
todos mis sentidos se concentren en uno solo: la vista. No se por
qué: como no veo, tampoco escucho nada. Al menos nada que
provenga del exterior. Sólo un redoble que me sube a la cabeza
al grado que pienso que me va a estallar. Es mi corazón. Cada
vez late más fuerte, más aprisa, como en un cuento de
Edgar Allan Poe. Estoy aterrada.

Me
paralizo. Quiero llorar pero no puedo. Quiero gritar pero no logro
emitir ningún sonido. Me hundo dentro de mí misma.
Siento que estoy atrapada en un caparazón que me sofoca. Me
asfixio. Debo estar soñando,
pienso. Recurro a lo que he visto en las películas: me doy un
pellizco. Siento el dolor. No estoy muerta. Todavía no.
Intento controlarme, regular mi respiración: Inhalo, exhalo.
Me repito: No pasa nada,
no pasa nada.
Resulta peor: no es fácil distinguir si el aire condensado,
inerte, gelatinoso, entra o sale de los pulmones. Me ahogo. En medio
de esta oscuridad el calor resulta un castigo: una condena. No me
atrevo a moverme. Nunca como ahora entiendo la diferencia entre el
día y la noche. El verdadero significado de la oscuridad es la
muerte.

Por
la mañana, estremecida, le cuento a Ramón lo que me
sucedió, con la esperanza de que me explique o me consuele.

Al
oír mis palabras, levanta la mirada de su taza de café
y, con una sonrisa, por primera vez me mira a los ojos:

Ahora ya conoces la noche.

Nada
nuevo bajo el sol

En
la entrada a varios sitios arqueológicos de Campeche hay
cédulas que dan la bienvenida al turista y exponen un resumen
de la cultura maya. Es tan poca la credibilidad que como mexicanos
proyectamos al exterior; tan diminuta la confianza que tenemos en
nosotros mismos, que quienes redactaron ese prefacio se sintieron
obligados a aclararle a los visitantes, en su mayoría
provenientes de Alemania, España, Francia e Italia: “Los
mayas no fueron ayudados por naves extraterrestres. Su imponente
cultura fue producto sólo de su inteligencia y de su gran
habilidad.” Hace treinta años un charlatán, Eric von
Daniken, difundió en La
nave de los dioses
la calumnia de que todas las grandes
obras que no hicieron los europeos son productos de extraterrestres.

¿Entonces
por qué desaparecieron? Ramón, Luz Evelia y Omar
coinciden: la extinción de los mayas no es ningún
misterio. Se debió a un enlace de elementos: desequilibrio
ecológico, falta de agua, desintegración del orden
político, hacinamiento.

Para
la cultura maya las pirámides representaban las montañas
sagradas a donde sólo podían llegar quienes tuvieran
las más altas cualidades, necesarias para acceder a ese sitio
de privilegio que significa guiar a los demás. Antes de la
caída, en el ambiente enrarecido por el desorden, los
monumentos perdieron su esencia: se llenaron de envidias, soberbia,
avaricia, ineptitud. El resto no es historia: basta leer los
periódicos de hoy.

Pero
después de conocer la dictadura de la noche, el absolutismo de
las tinieblas, no volveré a quejarme. Mientras exista aunque
sea la exigua luz de una vela, un cerillo, una sola estrella, las
sombras pueden guiar hacia la claridad. Ahora, a medida que me alejo
de Calakmul, a plena luz del día descubro una cicatriz en mi
pierna derecha. Se ve como una constelación. Pero hace mucho
que ya no tengo un buscador de estrellas. No sé si habrá
algún instrumento que me ayude a descifrar el significado de
esta extraña señal que me dejó la huella
indeleble de Calakmul. ~

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