Presidio modelo

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Los dos libros que más me impresionaron en la segunda parte de mi infancia —la primera estuvo marcada por Verne, Scott, Las Mil y una noches, Selma Lagerloff…— fueron Las palabras, de Jean Paul Sartre, y Presidio modelo, de Pablo de la Torriente Brau.
     Yo tenía —y tengo— orejas grandes, y los pelados que me hacían de pequeño agigantaban mis orejas.
     También la tartamudez ayudó.
     Sartre era tartamudo y bizco y su prosa me pareció tan convincente que sus defectos me parecían intrínsecos a la sustancia que malformaba su cuerpo. Aún hoy, a pesar de que Sartre sea vilipendiado y menos leído, me parece el mejor prosista contemporáneo en lengua francesa. Cosas de la infancia.
     Presidio modelo fue mi iniciación en la literatura cubana. Lo leí varias veces intentando comprender si el Mal nos concernía a todos o si sólo tenía lugar en espacios cerrados como el presidio. Esa comprensión duró años y aún dura. Por otra parte, pasé varios años de mi vida en espacios cerrados —primero un internado militar a los once años, luego seis años de servicio militar en el ex presidio el Castillo de El Príncipe—, y la pregunta seguía —sigue— en pie.
     Pablo de la Torriente escribió su libro entre 1932 y 1935. Fue mecanógrafo del antropólogo cubano Fernando Ortiz. Había nacido en Puerto Rico y había vivido de niño con su padre en Santander, de donde viajó a La Habana, luego de nuevo a Puerto Rico, luego Santiago de Cuba y por fin La Habana, en 1919. Fue herido en 1930 en la manifestación de septiembre contra Machado y encarcelado 105 días, y otra vez a la cárcel poco después, casi un año: Presidio Modelo, Isla de Pinos. Se fue a España. (“¿Cómo no se me ocurrió antes la idea? La culpa es de Nueva York. Aquí, en año y medio de exiliado político, no he hecho otra cosa que cargar bandejas y lavar platos. Me puse estúpido. Me volví tornillo.”) Murió en combate en Majadahonda, Madrid, en 1936. Había ido de periodista y murió de miliciano. Es uno de esos escritores que Harold Bloom u otro cualquiera no incluiría en su canon, aunque escribió algunas crónicas y cuentos importantes, al menos para la literatura cubana. Y ese libro inolvidable: Presidio modelo, que rebasa la literatura y se vuelve pura transparencia de las cosas, como en el capítulo titulado “La mordaza”: “Cuando yo la vi, ninguna conmoción me sobrecogió. Era de cuero, fuerte, con una hebilla de hierro para cerrarla por la nuca, y por la frente, a la altura de la boca, formada por varias capas superpuestas, tenía una especie de tacón, que obligaba a la lengua a retroceder, atropellada, contra la glotis, produciendo una asfixia lenta y desesperante.”
     Apenas llegó al Presidio en la Isla de Pinos —islita al sur de Cuba— conoció a su director, el inolvidable capitán Castells, expresión de la estupidez cubana: mezcla de retórica, voluntad de redención e instinto biológico predador.
     Un parlanchín asesino.
     Un obseso de su tarea salvífica por medio de las instituciones modernas: la “regeneración” del ser a través de un equilibrio entre Violencia e Ilustración.
     Castells.
     Su nombre resonaba en mi infancia de manera peculiar. No sabía que era un apellido catalán. Ahora que vivo en Cataluña la dureza de sus sílabas, sin embargo, no deja de tener cierta emoción épica, como si el Mediterráneo lo amplificara en otro aire transparente. Castells suena hermoso a mis oídos: apellido catalán que llevaba un sinvergüenza. Ahora se refiere a castillos, pueblos, rentistas…
     Los personajillos del libro concurren en una suerte de corte de los milagros, quitándole la “gracia” a la figura literaria “corte de los milagros”. La astucia, el rencor, la picardía, la puñalada por detrás, el sigilo, la delación… Eso y sólo eso había. Una picardía corrompida hasta el fondo del alma. Y sin embargo la vida corriendo a raudales, como si el Presidio fuera la República en diminutivo:

El Viejo Lugo, como le decíamos nosotros, era un guajiro lépero, astuto, ladino, inteligente e ignorante, cercano a la cincuentena e inverosímilmente conservado, pues tenía un aspecto lleno de robustez, con un cuello firme, macizos los brazos, y una vivacidad en los ojos verdosos de felino, que era el doble reflejo de una vitalidad singular y de un mundo interior pendiente del acecho y la emboscada.

En el Presidio eran frecuentes las estrangulaciones, la mayoría de las cuales se resolvían entre varios. La enfermería y el pabellón de los tuberculosos eran buenos recintos para ese género de tareas:

Y efectivamente, sentados amistosamente en la cama, conversaban con el muchacho Domingo el Isleño y Agustín Gómez Montero, que sólo esperaban la hora para matarlo […]
     Y poco después que relevó en la “imaginaria” a Montpellier, mientras disimulaba su espanto con un libro de aritmética, oyó los gritos ahogados de José Ángel Campos, que sólo tenía 21 años, y al que estrangularon entre Lugo, Domingo, Victoriano Miranda, Antonio Pérez Rosabal y Mario Ávila.

Por el libro desfilan los nombres del Comandola Loys, el Cojo Estrada, Quijada (Guillermo Valdés Urdaneta, que murió “suicidado” el 11 de julio de 1932), Cristalito (“¿Por qué le pondríamos Cristalito? De todos modos fue un acierto, porque aún hoy, después de tanto tiempo, su recuerdo es una cosa transparente, cordial y simpática a nuestro corazón. Y cristalito era negro. Tan negro que brillaba…”), Cuchi Escalona, Cosita, el Hombre Mosca, el Chino Wong, Goyito (que despachó a los tres anteriores), el soldado Peligro, Bartolo, Puchito Álvarez, el Viejo Zacarías Lara, El Monito (que decía hablar todos los idiomas, “un negrito, negro como pájaro negro, casi enano, de ojos pícaros y brillantes… Uno le decía: —Monito, ¿tú hablas francés?… y respondía imperturbable con cualquier enredo de sonidos indescifrables”), Matanzas, Centella…
     Un capítulo delirante es el dedicado a Castells, “La Filosofía de un farsante”, donde se enumeran los proverbios que el jefe del Presidio peroraba en el comedor o en las galeras. Un preso había reunido en un cuaderno las sentencias de Castells:

“El odio es consecuencia de la envidia, y ésta, la expresión de la incompetencia de los seres pequeños.”
     “A mi juicio, el hombre tiene el corazón que necesita; pero le sobra estómago.”
     “El hombre es una máscara viva.”
     “La mujer es madre, esposa, hija; pero no esclava.”
     “La verdad se oculta temporalmente; pero no se pierde.” [¿Leía Castells a Heidegger?]
     “Generalmente existe más sinceridad en la injuria que en la lisonja.”
     “Son los presidios y manicomios terrenos abonados en que se desarrolla con exuberancia la literomanía.”

De Castells, según anotó el penado Reyna Leyva, se decía:

No aceptaba regalos de nadie.
     Hacía una sola comida.
     No fumaba ni bebía.
     Se acostaba a las 9 de la noche, pero antes leía 45 minutos, siempre libros sociológicos y tratados de Agricultura. Leía historia. Se levantaba a las 4 de la mañana y volvía a leer y hacía ejercicios “Sueca”.
     Ponía sumo cuidado en todo.
     Le molestaba toda clase de ruido.
     Pegaba con frecuencia a su chofer.
     Tenía la mirada dura y recelosa.
     Sólo tenía tres trajes de militar. Kaki. Uno de Gala Blanco. De paisano ninguno.
     El día que ordenó matar a los doce dijo: “Este día es demasiado pequeño para poder hacer todo lo que tengo pensado.”
     Odiaba a los poetas.
     El gobierno de Castells fue una serie de fracasos: Anunciaba una cosecha de plátanos estupenda hoy, al otro día el viento derribaba el platanal. [¿A quién nos recuerda este Castells en versión moderna? Castro y Castells no hacen una mala pareja sonora.]
     Admiraba a Martí y a Napoleón y tenía algo de Robespierre.
     Cúmplase la orden: Esto era una sentencia de muerte.
     Otra: “Cabo, este no quiere volver a las filas.”
     Otra: “Cabo, le regalo a este tipo.”
     Bostezaba 150 veces al día por lo menos.
     Odiaba a los perros pero le gustaban los cocodrilos.
     Le tomaba el pulso a los enfermos con guantes.
     Sus palabras favoritas eran: Cabrón, Recabrón, Maricón, Tortillero. Bobo. Mentecato. Cero listo. Vivo del Presidio. Bicho. Cucaracha. Cara de Ud y es tú. Majá con bigote. Vendedor de periódicos. Jugador de Gallo y Dominó.

Recientemente he comenzado a escribir una novela y curiosamente uno de sus personajes principales, el capitán Buenaventura, un asesino institucional cualquiera, lleva su “Cuaderno de notas”. ¿Es este Buenaventura una copia platónica de Castells? Es muy posible. Uno olvida pero la memoria trabaja por uno, como el inconsciente, según Freud. Desde mi infancia no había vuelto a tocar el libro, y es ahora, en el exilio, cuando retomo su lectura. Y vuelve a sorprenderme. Como me sorprenden los libros de otro cubano olvidado, Miguel de Marcos, que encontró una prosa increíblemente absurda y a la vez real para describir nuestro paisito. Nuestro regalito envuelto en papel de plata, para que no se descomponga.
     Yo creía estar más cerca de Paradiso, la novela de Lezama, y resulta que mi mente (mi pobre desmemoria) trabajaba a la vez en otros espacios. Castells es uno de esos reductos neuronales donde las sílabas encajan a la perfección. Le agradezco a Pablo su libro. Le agradezco que no haya sido otro libro, ni los Versos sencillos o La edad de oro, de Martí. No que éstos no sean excelentes y que no los haya leído con placer y hasta con fervor. Pero le agradezco a Pablo haber estado preso en mi infancia en sueños y mientras lo leía.
     Castells…
     Sabe Dios cómo era Castells.
     No recuerdo cómo era ni si Pablo lo describe. Creo que no lo describe. Que odiara a los poetas no es algo importante. Casi todo el mundo odia a los poetas. Pero el uniforme de Gala Blanco, ¿cuándo se lo puso Castells? De eso sí que no me acuerdo. ~

     — Barcelona, mayo 2002

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