Miami o la provincia más próspera de Cuba

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En mayo pasado el general Colin Powell, a nombre del Departamento de Estado, le entregó al presidente Bush un proyecto de quinientas páginas en el que se describe cómo acelerar la caída de Fidel Castro y qué hay que hacer para lograr una transición exitosa hacia la democracia y la prosperidad. Evidentemente, estamos en un año electoral y el objetivo de este documento era cortejar el voto cubano, fundamentalmente en el estado de Florida. Entre las propuestas de Powell estaba limitar el número de viajes que pueden realizar los cubano-americanos a la isla o la cantidad de dólares autorizados a remitir a sus familiares. La tónica general del texto rezumaba firmeza y hostilidad frente al régimen de Castro. Era pura “línea dura” dentro de lo que puede calificarse como “medidas de aislamiento”.
     En junio, John Kerry respondió. Comenzó por reafirmar su rechazo a la dictadura cubana y su decisión de no normalizar las relaciones diplomáticas con La Habana, y aclaró que pensaba mantener el embargo comercial. No obstante, criticó las limitaciones a los viajes de los cubano-americanos propuesta por Powell, o las reducciones a las cuotas de envío de ayuda familiar. Según el candidato de los demócratas, este tipo de contacto interpersonal debilita a la dictadura. Su anticastrismo, pues, se inscribe en lo que en Washington llaman engagement. Bush pretende acabar con Castro y cambiar el régimen cubano mediante un empujón vigoroso. Kerry se propone alcanzar el mismo objetivo mediante un abrazo asfixiante. Presumiblemente, Castro prefiere que lo abracen antes de que lo empujen, aunque la elección sea más o menos como tener que escoger entre el cáncer y la tuberculosis. El cáncer es peor, pero no hay nada grato en la tuberculosis.

El voto cubano
     Más allá de la discusión estratégica sobre cómo enfrentarse a una dictadura que ha sobrevivido casi medio siglo y ha visto pasar a una decena de diferentes inquilinos por la Casa Blanca, resulta muy interesante la importancia que ambos candidatos conceden al voto cubano. ¿Por qué? Porque en las elecciones del año 2000 la Florida —el cuarto estado de la nación— se decidió por 537 votos y le dio la presidencia a los republicanos. Y este año, cuando el país vuelve a dividirse en mitades idénticas, es muy probable que se repita una circunstancia parecida.
     En realidad, el voto cubano es escaso. Entre los exiliados y sus descendientes, los cubanos apenas exceden los dos millones de personas, de las que sólo unas ochocientas mil votan en los comicios generales. De esos electores, la mayor parte prefiere a los republicanos, mas la proporción depende del candidato. Reagan en 1980 obtuvo el 93% del voto cubano, pero George Bush (padre) en 1992 sólo el 60. Bush hijo, en cambio, en 2000 elevó ese porcentaje al 75. El objetivo de Kerry es reducirlo al 60 y ganar Florida, un estado en el que gobierna Jeb Bush, el hermano del presidente, pero en el que republicanos y demócratas cuentan aproximadamente con el mismo número de simpatizantes.
     En todo caso, el peso político de los cubanos es desproporcionadamente alto en Washington. Con cuatro congresistas —tres republicanos en el sur de Florida y un importante demócrata en Nueva Jersey, tercero en la jerarquía de su partido en el Congreso—, a los que acaso se sume un senador por Florida, Mel Martínez, quien sería el único hispano en la cámara alta, los cubanos constituyen una de las más influyentes minorías en la nación estadounidense, fenómeno que hoy se hace evidente en la formulación de la política norteamericana contra Castro, y que, sin duda, también pesará cuando comience la transición en la isla.
      
     La provincia más rica de Cuba
     La gran ironía es que Castro hizo una revolución comunista para alejar totalmente a Cuba de su vecino norteamericano, pero ha logrado exactamente lo opuesto. Hoy el 20% de la población cubana vive en Estados Unidos, las remesas de los exiliados a sus familiares se han convertido en la principal fuente de divisas que recibe la isla, las veinte mil visas de inmigrantes que anualmente concede Washington son casi la única forma de alivio político a la desesperanza generalizada que sufre la sociedad cubana, y los exportadores de alimentos norteamericanos son los principales abastecedores de la pobre despensa cubana.
     Los cubanos que permanecen en la isla, además, han aprendido una perversa lección: mientras ellos viven en medio de miserias y carencias, marginados de los buenos hospitales, hoteles y restaurantes, donde las transacciones sólo se realizan en dólares y con extranjeros, los familiares que se fueron a Estados Unidos y ahora regresan como turistas tienen todos los privilegios, incluido el de haberse convertido en apetecidos y no tan oscuros objetos del deseo sexual de los cubanos, dado que no hay nada más erótico para un súbdito de Castro que una persona portadora de un pasaporte norteamericano, alfombra voladora capaz de rescatarlo de la incuria en la que vive.
     Naturalmente, cuando Castro y el comunismo hayan desaparecido de la isla, los lazos entre la comunidad cubano-americana y la sociedad de donde proceden darán un giro de 180 grados en la dirección de una mayor interrelación. Decenas de miles de cubano-americanos tendrán en la isla una segunda casa, y muchos crearán pequeñas, medianas y hasta grandes empresas. El sur de la Florida será entonces un espacio económico en gran medida cubano, en el que los recursos y las necesidades de ambas zonas encontrarán diversas formas de colaboración.
     Cuba, por ejemplo, con casi setenta mil médicos y un buen nivel de desarrollo sanitario, tiene el potencial adecuado para solucionar las necesidades de cientos de miles de floridanos que no pueden pagar los altos costos de la medicina norteamericana, pero que estarían dispuestos a viajar a noventa millas de Cayo Hueso a recibir atención médica. Algo parecido a lo que sucedería con los jubilados del sur de la Florida: una pensión mensual promedio de novecientos dólares apenas alcanza para subsistir en Florida, pero en Cuba se convertiría en un ingreso de clase media alta, lo que permite asegurar que el país, una vez encaminado en la dirección de la democracia y la estabilidad, contará con una enorme población de seniors citizens que hablarán en español, pero cobrarán en inglés.
      
     ¿Enmienda Platt o todo lo contrario?
     Ante esta circunstancia —creada, insisto, por la irresponsabilidad minuciosa de Castro—, el gobierno de La Habana amenaza a los cubanos con que, si termina el comunismo, la isla sería víctima de la anexión por parte de Estados Unidos, o Cuba se convertiría en una especie de protectorado norteamericano, como ocurrió entre 1902 y 1934, cuando Washington, en virtud de la llamada Enmienda Platt, impuesta a la República en el momento de su creación, se reservaba el derecho de intervenir militarmente en el país si peligraba el orden público.
     Pero es al revés. Lo que hoy sucede no es que Estados Unidos tiene y puede ejercer una influencia arrolladora sobre Cuba, sino que los cubanos, por las características peculiares de la democracia norteamericana, que dota a las minorías de poder, han alcanzado un notable peso en la sociedad norteamericana. Si hoy Bush y Kerry se ven obligados a someter su estrategia cubana a los electores cubano-americanos es, precisamente, porque la isla dejó de ser un elemento de la política exterior de Estados Unidos y el Departamento de Estado no puede contemplar lo que allí sucede con el ademán imperial con que se trata a los protectorados.
     Lo que estamos viendo, en cierta forma, es otra expresión de la globalización, que no es privativa de los cubanos. Los veinticinco millones de méxico-americanos ejercen cierto tipo de influencia política y económica en Estados Unidos y en México. Algo parecido a lo que sucede con los dominicanos, colombianos y puertorriqueños avecindados en Estados Unidos con relación a sus países de origen.
     Nada de esto, por supuesto, significa que Estados Unidos desea “anexar” a los países latinoamericanos que poseen grandes grupos de inmigrantes en territorio norteamericano. Si algo aterra a la sociedad norteamericana a principios del siglo XXI es la pesadilla de absorber otros territorios y otras sociedades. Por el contrario: Estados Unidos, con cierto nerviosismo, también está aprendiendo a manejar una situación que en alguna medida ha sorprendido al país y ha provocado reacciones de temor como la expresada por el profesor Samuel Huntington. Hoy la población hispana, calculada en 38 millones, alcanza al 12% del censo, pero a mediados del siglo xxi llegará a los cien millones de personas, y uno de cada cuatro estadounidenses tendrá ese origen. En ese momento los norteamericanos “blancos” ya no constituirán la mayoría y deberán conformarse con ser la minoría más numerosa.
     Para los cubanos, francamente, este fenómeno es tremendamente auspicioso. Contar con una próspera “provincia virtual” cubano-americana instalada en la nación más rica y poderosa de la tierra, a sólo veinte minutos de vuelo desde La Habana, tiene muchas más ventajas que inconvenientes. Se multiplicarán los lazos económicos, comerciales, académicos, científicos y técnicos. Tener acceso al mercado norteamericano o al TLC —México y Canadá incluidos— será una bendición para los exportadores y los importadores cubanos. Poseer relaciones políticas e influencia en Washington será una garantía de que los intereses de los cubanos no serán ignorados. Pero para que todo eso suceda, y para que las relaciones entre Estados Unidos y Cuba den sus mejores frutos, primero Castro tiene que pasar a mejor vida. Cuando eso ocurra, los cubanos también pasarán a mejor vida. Sólo que de este lado de la barrera. –

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(La Habana, 1943) es periodista y ensayista. En 2010 recibió el Premio Juan de Mariana en defensa de la libertad. Su libro más reciente es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011).


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