Ilustración: Alma Larroca

Leer historia

Nunca antes hubo tanto acceso a temas históricos y, paradójicamente, la oferta parece redundar en los mismos enfoques. El siguiente mapa busca acompañar al lector común para saber cómo conducirse entre los demasiados libros.
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Existen más libros –en papel o electrónicos– que nunca antes, lo cual no quiere decir que haya más variedad y más lectores. Fernando Escalante o Gabriel Zaid lo han explicado ya. Aquí hablo de libros de historia y de lectores en mangas de camisa, porque lectores los hay por trabajo y por pasión y yo creo que existe el lector(a) de historia por pasión; a ese lector me dirijo, a ese devoto, pero no experto, que lee historia porque le gusta. Pero ante tanto libro, ¿qué leer?

I.

La relación entre el lector común y la historia presenta dos paradojas enlazadas:

1. a. Los historiadores profesionales dan soponcio  <- – > b. la historia vende.

2. a. Nunca antes hubo acceso a tanta historia (libros, internet, cine) <- – >  b. en términos de conocimiento histórico, para el lector común no se demanda ni oferta mucho más que variaciones de lo mismo que se viene diciendo por más de medio siglo.

Probar o desmentir 1a es innecesario. La proposición es irrefutable: si lo que hacemos los historiadores profesionales es bueno o malo, es discutible, pero no el soponcio que producimos al lector común.

Probar 1b con rigurosidad llevaría a listar los libros de historia y las novelas históricas que han estado en las listas de los más vendidos, digamos, en la última década en Argentina, España, Francia, México o Estados Unidos. No lo haré, pero lo afirmo: la historia vende, no se requiere fe para estar de acuerdo conmigo, cualquiera que visite librerías, que sea adicto a series de televisión o al cine o que frecuente quiscos de revistas, coincidirá que la historia ha de vender, porque si no ¿por qué hay tanta?

De 2a digo que es una verdad absoluta pero engañosa. Una simple búsqueda en el catálogo más completo de bibliotecas del mundo (Worldcat), revela lo siguiente: bajo la materia “México-Historia”, con fecha de publicación entre 1950 y 1970, se agrupan 14,500 entradas, sobre la materia “Estados Unidos-Historia”, 93,500; entre 1971 y 1990, la cifra asciende a 30,000 y 200,000 respectivamente. Y de 1991 a 2014 se registran 91,000 entradas clasificadas como historia de México y medio millón de historia de Estados Unidos. Datos impresionistas, sin duda, pero que sirven para entender lo obvio. Existe una mayor producción historiográfica, no necesariamente mejor historia pero sí más producción universitaria y más puestos de historiadores. Habría que sumar también la revolución digital: existe un “archivo” (virtual) donde hay millones se páginas de todo tipo de temas y momentos históricos, en el cual reina su majestad Wikipedia, el oráculo de la sabiduría de nuestros estudiantes, tertulianos y comentaristas de periódico. Además, varios archivos han empezado a digitalizar sus fondos y hoy existen miles de documentos en la red: medievales, del siglo xix, carpetas desclasificadas del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Todo ello sin mencionar a Google Books y HathiTrust (casi 12 millones de volúmenes digitalizados), dos inmensas bibliotecas virtuales que hacen pensar que, en teoría, los historiadores, los novelistas históricos o los sesudos comentaristas no necesitarían moverse de su silla para escribir y saber toda la historia.

Sin embargo, el acceso a la mucha historia es engañoso. No está todo y en términos de investigación histórica no se ha inventado una manera mejor que perderse en archivos y bibliotecas. Además, cualquier archivo tradicional da más libertad para el hallazgo que internet. ¿Qué tanto somos nosotros quienes buscamos en Internet y qué tanto somos los buscados? Los resultados de Google, y el orden en que aparecen, o nos pierden o nos recetan una interpretación sobre lo que se considera importante. De acuerdo, mucho internet, pero ¿qué leer?

Es un sueño creer, en México o en Brasil, que todo mundo tiene acceso a la red, sin contar con que las grandes colecciones digitales de libros, revistas o documentos son privadas y requieren de carísimas suscripciones que solo pueden costear las universidades. Es indudable, sin embargo, que vivimos tiempos de la “mucha historia” y tanto sol no deja ver –la abundancia hace difícil el consumo de historia para el lector común.

¿Qué leer? ¿Cómo empezar? ¿Qué información es confiable? ¿Qué interpretación es buena o reveladora? ¿A quién creerle? Esto, me temo, sigue siendo cuestión de expertos o de lectores de raza, de esos obsesionados con libros y con la historia. Así de feo y elitista.

De 2b –que en términos de conocimiento histórico, para el lector común no se demanda ni oferta mucho más de lo mismo– no puedo hablar con datos solo con la experiencia de años de dialogar con estudiantes, profesores de preparatoria y secundaria, doctores, abogados, científicos… En México, en la fiebre centenaria y bicentenaria, se consumió “novela histórica Google” que repetía lo de siempre. No hubo siquiera una nueva suma historiográfica que revolucionara la consideración pública de la historia nacional como lo hizo en su día México, su evolución social. En Estados Unidos sí han habido libros o documentales “de difusión” que han creado variaciones en la conciencia histórica. Temas como la American Revolution (la revolución de independencia) o la Guerra Civil son demandados y consumidos con giros y apéndices nuevos e interesantes. Pero en México pasa esto: no hace mucho departía yo mesa con dos abogados de renombre, un pedagogo, una economista y un editorialista y caricaturista de fama nacional, todos cultos y viajados, vamos, el tipo ideal del lector común de historia. Uno de los abogados es tan culto que trama una novela histórica y preguntó al amigo historiador (yo): ¿por qué la diferencia de desarrollo entre México y Estados Unidos? No pude contestar, el editorialista, en cambio, se lanzó tremenda explicación que al unísono la mesa coreó y apuntaló con variaciones sobre eternos temas: protestantismo vs. catolicismo, ellos mataron indios vs. nosotros no, individualismo vs. colectivismo, Inglaterra vs. España… Eso sí, aquí y allá los viejos argumentos se endulzaron con genética, economía, biología o teoría de juegos, todo sacado al pelo del último libro de Niall Ferguson o Steven Pinker. Gente culta, estos consumidores de la “historia de difusión”. Pero parecían no haber recibido nada diferente a lo que se leía a fines del siglo xix ni tampoco querían saber más. No es que yo, el historiador, no pudiera, en lengua franca, meter alguna duda en los lugares comunes, es que esas dudas “no se ocupan”. De cualquier forma, probar 2b es dilatado y complicado. Aquí sí, pido fe: sé de qué hablo. E incluso si no se me creyera, concédaseme que tanta historiografía que se produce no llega al lector común y que entre tanto libro e internet es difícil decidir qué leer.

Ante estas paradojas, para saber qué leer y cómo en los tiempos de los demasiados libros, los monopolios editoriales, los grandes premios, los bestsellers efímeros, faltan mapas de circulación. Las guías convencionales son las reseñas de libros y las discusiones historiográficas en los suplementos y revistas no académicas. También sirven de guías los programas de radio dedicados a la historia, las revistas de lo que los ingleses llaman public history. En inglés, existen algunas pocas; en español, muchas menos. Cada aniversario de esto o aquello habrá un número de la revista x dedicado a la discusión, pero no muchas reseñas de libros de historia. Y los tertulianos que, en los medios de comunicación, discuten public history hablan de datos y anécdotas o promueven sus propios libros, pero hablan poco de libros de historia. En español, la discusión de historia existe, mejor o peor, en las revistas especializadas. En México, Istor reseña sistemáticamente historia con un público no especializado en mente. Nexos y Letras Libres cada tanto incluyen un libro de historia en su sección de libros. ¿Por qué ese libro y no veinte más que han salido? La respuesta casi siempre tiene que ver con redes, con amigos y enemigos, pero no con guiar al lector de historia.

Como todos los de mi gremio, soy burdo en traducir y en resumir lo que los historiadores vamos discutiendo y descubriendo. Culpa nuestra. Quiero al menos ofrecer un somero mapa para el lector común de historia. Pero antes acordemos la anatomía mínima del libro de historia.

2.

En breve digo que a un libro de historia lo distinguen: un Punto de Vista, una Síntesis, una Moral, una Narración y un Vestido. Claro, estas características suceden simultáneamente, pero distingámoslas para entendernos.

Cualquier relato sobre el pasado es ante todo un punto de vista, un conjunto de ideas que explica y organiza el relato y a la vez produce ideas específicas sobre cómo pudo haber sido el pasado. Puede ser un punto de vista explícito o no. Si digo “la lucha de clases” o “de la tradición a la modernidad” o “lo importante es el dinero, síguelo”, son puntos de vista que ni siquiera necesitan explicarse, y a través de ellos se organiza el pasado y surgen ideas sobre cómo fue o qué pasó –por ejemplo, la Revolución mexicana fue una revolución burguesa o el problema de América Latina es la herencia colonial (tradición)–. Los males comunes que aquejan al punto de vista son: su ausencia, su omnipresencia, su simplicidad, su inconciencia. De hecho, la construcción del punto de vista es la parte más complicada, indescifrable, del trabajo del historiador, es donde se procesa toda la erudición y la imaginación posibles, y siempre se construye calibrando con los datos, ajustando conforme avanza la investigación y la escritura.

La síntesis es transformar, a través del punto de vista, un universo casi infinito de información y conexiones en un universo finito, representativo, que pueda valer por “así fue esta o aquella historia” y hacer que entre en un libro. El historiador escarba, busca, descubre y acumula, tanta información como sea posible. Si no hay necesidad de síntesis, es que no hay historia bien investigada que contar. Sintetizar transparenta “cómo piensa” la historia, y la buena historia es ejercicio ingrato: hay que acumular y digerir no solo información sino muchos puntos de vista sobre la misma información hasta que aparezcan patrones, tendencias, hasta poder decir con confianza “conozco el bosque y afirmo que es como estos cuantos árboles”. De la síntesis salen los ejemplos, las evidencias y las pruebas.

A veces la síntesis puede ser casi matemática, por ejemplo, en ciertas formas de historia económica o demográfica. Un reciente estudio –de esos de los indispensables y aburridos historiadores profesionales: Moramay López Alonso (Measuring up: A history of living standards in Mexico, 1850-1950, 2012)– analiza la desigualdad en México –que no es un tema baladí– examinando la nutrición a través de la altura de los mexicanos entre 1850 y 1950. Después de recabar y procesar los datos anuales de carpetas de soldados y de pasaportes, una gráfica deviene la historia más elocuente sobre el tema: una línea sin moverse mucho más allá del 1.50 m. Es una síntesis clara, visible, gráficamente expresable. Para llegar a ella fue preciso un punto de vista, educado por muchas lecturas e intuiciones, y horas y horas de archivo, de levantar miles de datos que en conjunto gritaban “¡síntesis!”. Otras historias no pueden recurrir a un método tan expedito para sintetizar. Con frecuencia, pareciera ser que el simple paso del tiempo hace las síntesis: sucedió x y luego y y luego z. Pero nunca es así, incluso en las historias que semejan un meridiano “pasó esto y luego pasó lo otro”. La historia es síntesis porque cuando pasó x también paso a, b y c; por tanto, x es en el mejor de los casos una decisión sintética representativa sacada por un punto de vista disciplinado. En el peor de los casos, las enfermedades comunes de la síntesis son: no hay síntesis, se menciona lo poco que se sabe, no hay idea de conexiones ni de ecos; los ejemplos no ejemplifican, son el universo entero de la muestra o son una anécdota sin sentido de relevancia; entonces, la evidencia y la prueba derivan en mariposillas alrededor de un mínimo rayito porque lo demás es oscuridad. También es común que un historiador sea incapaz de domar su erudición y nos recete un libro enorme lleno de datos y datos más o menos conectados a través de una cronología. Lo sé: una patología, pero los historiadores les tenemos gusto a estos bodrios y solemos darlos por bienvenidos. Pero eso es cosa nuestra, no tiene por qué compartirla el lector común de historia.

Como la historia otorga sentido al actuar humano, es por necesidad política y moral. Es a ratos una moraleja o una denuncia o una tragedia o una vanagloria, pero siempre es una posición moral o política más o menos explícita. Muchas veces es solo política y moral, como las muchas historias nacionalistas o las historias partidistas de cualquier guerra o las historias sociales que tienen muy claro quiénes son los villanos perfectos y los buenos impolutos. Pero la historia es política y no hay nada qué hacer al respecto. Por eso es importante, por eso la traen a cuento políticos, ideólogos y opinadores. Para discutir hay muchas otras formas de conocimiento pero sin la materia prima, la historia, ¿cómo se pueden discutir temas tan políticos y tan vitales como pueblo, nación, ciudadanía, desigualdad, justicia o violencia?

La enfermedad de la moral que es la historia es la propia política que hace que el pasado se vuelva aquel que escogemos como decisión moral y política: no aprendemos historia, juramos fidelidad a banderas, ideologías, sentimientos. La historia puede ser buena política: pacto, tregua, acuerdo, un mientras tanto momentáneo, un aceptar villanías y un olvido de ella misma para hacer justicia y paz.

La historia es, casi fisionómicamente, un conjunto de palabras, una narración, y como tal involucra elementos de la retórica y la literatura, desde la metáfora hasta la anécdota, el color, el sabor, la textura y muchos ecos y escenas provenientes de los relatos. Para el lector común, o para el profesional de la historia, esto es vital. El manejo de la anécdota perfecta en el momento adecuado, el color de las escenas y la textura de la narración, todo eso es lo que hace a la historia lo que es, un relato que –todo indica– necesitamos para dar sentido al pasado, para sentirlo. No mucho que agregar a ese respecto, salvo que el lector común debe estar al tanto de que el punto de vista, la síntesis y la narración no son un protocolo de actuación, sino una melcocha inseparable. Los imperativos de la narración son determinados y determinan el punto de vista, dictan y son dictados por la síntesis. No existe ejemplo, evidencia o prueba que no sea también una decisión narrativa –es decir: estilística–; la emoción del historiador económico ante su gráfica es también estética. En Sérgio Buarque de Holanda, ¿qué fue primero: el complicadísimo punto de vista formado por lecturas filosóficas, legales, políticas, literarias, por su azarosa vida; su erudición en historia de Europa y Brasil o su buena pluma?

La mayoría de los males de la historia son males de la narración, y la historia como narración al mismo tiempo atrae y repele; atrae por su elocuencia, repele por los mismos motivos –nos engaña con tanta filigrana– o por su falta de elocuencia –nos aburre porque está mal escrita.

Finalmente, está el vestido del libro de historia, a saber: la editorial que lo publica; la publicidad alrededor de él; la identificación del autor en la portada y contraportada; el uso o no, y la manera de incluir, bibliografías, citas, ilustraciones; el tipo de papel o el formato electrónico en que se encuentra, la distribución comercial… en fin, todo aquello que atañe a la producción y comercialización de una mercancía, el libro. Como si fueran mameyes, a los libros hay que calarlos por su vestido. Las editoriales y la identificación de los autores son una guía, pero en el mundo editorial monopólico y en el star system que vivimos, esas claves no son del todo fiables. Sin duda en México, el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México o El Colegio de Michoacán son sellos académicos más o menos confiables, pero, como cualquier editorial, también publican mucha cosa mala. Entre académicos es común quejarse de la falta de distribución de libros de la unam o editoriales similares; y es frecuente que el lector común asuma que si un libro no aparece en las librerías o en Amazon no ha de ser muy importante. La distribución, en efecto, dice poco de la calidad de un libro de historia.

Hay un prejuicio que daña la reputación de humanos y de libros: la gordura. Los libros gordos no son necesariamente feos; bien visto, es muy reciente el libro que apenas tiene costilla, resultado de la mercadotecnia de libros de autoayuda o de la anorexia imaginativa de la novela “fragmentaria” postmoderna. Los libros de historia son otra cosa, gordos o flacos. Es más, las “historias mínimas” que han puesto en circulación editoriales prestigiosas como El Colegio de México o Cambridge University Press son excelentes guías, especialmente si no solo se lee la correspondiente a la historia patria del lector. Si el lector común es asiduo de la historia mexicana, lo más seguro es que no necesite leer la versión flaca de la historia mexicana, sino la de Guatemala, la de Estados Unidos o la de España. Y a los libros gordos, recomiendo echarles un ojo, leer unos párrafos, revisar el índice; eso sí, desconfíe de cualquier libro de historia, flaco o gordo, que no le ofrezca una clara guía de las lecturas y la evidencia utilizadas. Eso de que la historia de “difusión” no tiene que revelar de dónde saca la información ni tiene que incluir bibliografía es como decir que la leche Conasupo, como era para consumo popular, no requería de sabor, olor y proteínas, sino únicamente de agua.

Es irónico que mientras más se habla de sistemas interactivos, de redes sociales, de activismo por internet, la industria del libro se prepara para lectores más y más pasivos. Cada vez es más difícil publicar historia muy documentada, llena de provocaciones y complicaciones; nada de nombres raros o teorías exóticas –nos dicen las editoriales–, todo simple, como novela de aeropuerto. Yo aún creo que el lector común de historia es mucho más activo: aunque se encuentre desorientado en medio de tantos libros, busca aquí y allá, lee reseñas, indaga en Google nombres, autores, fechas o datos que se salen a la luz en libros, películas o el History Channel.

Cada una de estas cosas es poco fiable –las listas de bestsellers, las reseñas en revistas no especializadas, los documentales, las películas, internet– pero todas reunidas ayudan a un lector activo. El lector asiduo debe buscar en revistas más especializadas y, según el tema y periodo, tendrá que leer en otras lenguas porque, mucha globalización y mucho internet, pero la historia es uno de los conocimientos que aún se escribe mayoritariamente en lengua vernácula y luego algo, no todo, en inglés. Es decir, para conocer bien historia de México hay que leer español e inglés; para saber historia de Japón inglés y japonés, y la historia es todavía tan arraigada a lo vernáculo, que si hay que leer historia de España hay que leer español, gallego, catalán e inglés, al menos.

3.

Sobre la historia, existen cuatro malentendidos frecuentes que pueden extraviar al lector común:

a) La historia académica no es legible, no sirve más que para impulsar carreras de profesores, chupasangres de marras, que oscurecen la historia que todos queremos conocer. Un lugar común. Compiten por repetirlo, cual novedad, intelectuales, comentaristas y profesores emancipados de la “esclavitud” universitaria. Y, en efecto, se produce mucha porquería profesional, pero hay que perderle la ojeriza y el miedo a este tipo de historia. No es para tanto. La historia profesional, con todos sus males y abusos, produce los nuevos puntos de vista, las nuevas síntesis, las nuevas formas de narrar. Este tipo de historia es, primero, generalmente legible, aunque no siempre disfrutable y, segundo, indispensable. Hay que ojearla, revisar la historia académica del tema que le interesa, seguir las pistas que esos libros le van dando.

Un truco: muchas veces la historia académica, incluso la muy buena, es un pleito entre historiadores, acaso interesante, pero lleno de estrategias que solo les interesan a ellos. Muchas de esas historias académicas son legibles para el lector común y sin mayor ambición académica, debido principalmente a su estructura: la tesis central aparece al principio del libro, las ideas derivadas, al inicio de cada capítulo y lo esencial se repite en la conclusión. Lo demás son datos y datos –que pueden o no ser del interés del lector– y mucho pavoneo entre historiadores que el lector puede pasar de lado como el perro ante el fiero y mimado gato de casa.

b) La buena historia para el público en general es aquella salida de la pluma de los “Gibbons contemporáneos” que saben escribir, no siguen modas académicas, son muy cultos y no se andan por las ramas. Otra falacia. Una obra como la de Edward Gibbon no hubiera sido posible sin la existencia de aburridos historiadores y anticuarios que agotaron los archivos y escribieron los catálogos arqueológicos sobre el Imperio romano. Y entonces sí un bestseller: Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1788). Pero ¿qué difunde una historia de “difusión” si no se nutre de la historia profesional? Lo cierto es que se produce tanta basura en la historia de “difusión” como en la académica, y es tan difícil para el lector común distinguir el oro de lo dorado entre los libros de “difusión” como entre los libros hiperespecializados.

Paséese usted por las librerías, revise los catálogos de novedades y bestsellers, vea lo que ofrecen los grandes monopolios editoriales, revise la anatomía de esos libros. Dude si no le ofrecen una buena bibliografía, si se decantan mucho de un lado o del otro, ideológico o moral. Léase unas páginas, si el color es muy llamativo pero no lleva más que al color, dude; si el libro abusa de anécdotas y da pocos datos duros, dude todavía más. Pero ante todo, no crea eso que dicen los historiadores académicos (que fuera de la academia todo es periodismo) o lo que dicen los escritores o historiadores no universitarios (que los académicos saben mucho pero no entienden nada). Son boberías.

c) Existe la teoría y existe la historia; para algunos, lo mejor es la mezcla; para otros, la separación. Falso. Una historia sin teoría (sin punto de vista) no es historia; y una teoría sin historia, ¿qué es? No son dos dominios, es uno solo; sucede que a ratos los historiadores parecen no gastar teoría y a ratos parecen ser pura teoría. Y aquí no hay regla ni de etiqueta ni de calidad: qué tanta o qué tan poca teoría o historia es recomendable depende de lo convincente, lo revelador, lo bien investigado y logrado que esté el relato. Si faltó o sobró, eso es tema que solo puede tratarse en específico: cuál teoría, para entender qué fenómeno; qué datos históricos –sobre qué, cuántos, vistos cómo– iluminan o rechazan una teoría. Lo cual nos lleva a la conclusión de que un lector interesado en historia consume teoría aunque no quiera. Así que lo mejor es leer sabiéndolo, y si el libro resulta ser un bodrio, pues se abandona, pero la presencia o ausencia de la teoría no puede ser un criterio de lectura.

Aquí unos consejos: lector común, despreocúpese usted de esos debates entre historiadores; lea historia y sepa que ahí hay teoría, punto de vista. Ahora bien, si consciente de esto repara en los giros teóricos, lea más sobre ello, siga las pistas que le dan los libros. Eso sí, existen los expertos en “teoría de la historia”; si esos expertos no han contado una sola historia, no les crea mucho. Sería como hacer de su sacerdote su sexólogo. Y ya metido en libros muy conceptuosos, siga la regla de tres: lea un párrafo una vez, si no entiende, léalo una segunda vez, si ya empieza a entrever alguna cosa interesante pero le estorban uno o dos términos o autores que no conoce, es momento del diccionario, del buscador de Google, de lo que le ayude a descifrar los términos –nadie se ha herniado por hacer esto–. Si a la tercera lectura el párrafo no esbozó sentido alguno, olvídelo, no será usted el primero que lo deja plantado.

d) Leer historia es hacer ciudadanos, hacer patria, y sirve para no repetir los errores del pasado. Esto es una verdad a medias. No es que no se saque algo de esto al leer historia, pero este buen deseo no puede ser la guía de nuestras curiosidades históricas. Aunque el interés de un lector común sea conocer mejor la historia, por ejemplo, mexicana, esa historia no es inteligible si no se sabe de otras historias dependiendo del tema y la época. Claro que la nación ha sido la unidad vital de análisis, pero de ahí parte el dilema de que hoy día existan tanta accesibilidad a la historia y tan pocas visiones nuevas. La historia patria como guía es mala; cualquier problema, fenómeno o época histórica es irreducible, conceptual y empíricamente, a una historia patria. Incluso si la historia es la “maestra de la vida” y enseña a ser ciudadanos y mejores mexicanos, tiene que ir más allá de la historia mexicana. Para fomentar cultura cívica o amor a acuerdos nacionales habría que considerar mucha historia de Europa, muchísima del Caribe, Centroamérica y Estados Unidos, e historia de cosas como el liberalismo, la desigualdad o el nacionalismo mismo sin gentilicio.

Vaya usted haciendo su propio archivo de preocupaciones y respuestas. Un tema lo llevará a otro y a otro y no se espante; cuando advierta que hay un libro, no sé, sobre el liberalismo español o sobre las luchas contra los indígenas en Estados Unidos que le ayudaría a entender México, entonces “a por” él, como dicen los ibéricos. Y así, si después de las vueltas, regresa usted o no a la historia patria, qué más da, nadie le quitará lo bailado.

4.

Y, al fin, ofrezco una tipología posible entre los demasiados de historia. Entre la subespecie de los libros académicos, existen:

a) El ladrillo especializado. Este es un libro que tiende a flaco –cada vez más magro, el pobre, porque las editoriales académicas rechazan los libros gordos especializados–, pero puede ser gordo. Se trata de un libro con mucha bibliografía, e infinidad de citas a pie de páginas o al final, con numerosas referencias a archivos. Su prosa suele ser seca e incluso nebulosa, pero no es inusual que esté bien escrito. En principio, para un no experto, la lectura de este tipo de libros produce la sensación de entrar al partido cuando el primer tiempo ya está por terminar; así que si lo compra es porque ya sabe algo del tema y quiere seguir sabiendo. Generalmente, este tipo de libro aparece bajo el sello de las editoriales universitarias o por las pocas editoriales no universitarias que aún publican libros académicos (en español: Crítica, Fondo de Cultura Económica, Era, Siglo XXI, Prometeo, Archipiélago, Katz…). Puede ser un libro lindo, lleno de imágenes y de caja atractiva; o puede ser un libro espeluznante, mal cuidado. Revise si proviene de una tesis doctoral, si es el caso, busque la idea principal al principio y pondere si es interesante. Observe si el autor ha publicado mucho sobre el tema o qué otros libros ha publicado, eso le dará una pista. Si de entrada, la fisionomía, el vestido y el punto de vista, la lectura de unos párrafos, no lo atrapan, olvídelo. Si encuentra algún interés, pero no mucho, no lo compre a la primera; vea, vía Google, si el autor y el libro son comentados. Lo más probable es que el autor haya publicado un artículo donde resuma el libro, eso le hará el trabajo más fácil. No preste mucha atención a los párrafos de la contraportada o del cintillo con que las editoriales promueven el valor del libro. La editoriales académicas hacen lo mismo que las comerciales y no son de fiar a este respecto. No se espante si acaba por no hacer caso a la mayoría de estos libros, es lo normal; lo bueno es escaso. Preocúpese si su biblioteca se va llenando de bestsellers de historia, por lo mismo: lo bueno es escaso.

b) El ladrillo síntesis. Este libro comparte fisonomía con el anterior, pero tiende a la gordura. Generalmente no deriva de una tesis doctoral sino que es el segundo o cuarto libro de un historiador profesional. A estos sí présteles atención. A veces son grandes nuevas síntesis sobre un siglo o sobre un tema (la Guerra Civil española, la Revolución mexicana, la Primera Guerra Mundial o la Era de los Imperios). De común son producto de la madurez del historiador, lo cual no los salva: pueden ser de una reverenda “hueva”, pero que no lo ahuyente la gordura y la cantidad de datos. Sopese sus posibilidades con los trucos que he venido soltando. También considere que muchas de las verdaderas nuevas síntesis son libros colectivos, que son de lo mejor en el mercado para entender una historia. Así, no se espante, salte ante la oportunidad de adquirir la Cambridge o la Oxford history de esto o lo otro, o la historia moderna de México de El Colegio de México. Son sumas variopintas, pero son las narraciones más confiables, aunque el ciclo de producción de la historia es tan lento –porque requiere de latosa investigación– que para cuando uno lee la última versión de cualquiera de estos compendios ya necesita una repasada. Ahora bien, sospeche de los libros de texto, pueden ayudarle, pero en general son síntesis muy reducidas para un consumo específico (estudiantes de preparatoria o de universidad, franceses o americanos o mexicanos).

c) El ensayo histórico. Este en un libro, o una colección de ensayos, cuya fisonomía no se distingue mucho de la de los dos tipos anteriores pero que es radicalmente diferente. Contra lo que se cree, los historiadores no son tan aburridos y burros como parecen, y con frecuencia discuten entre ellos a través no de pesadas monografías que se basan en nuevas investigaciones de archivos, sino de ensayos de reinterpretación general de un fenómeno o de una época histórica. Pueden ser muy conceptuosos o no, pero eso no es criterio para leerlos. Suelen estar mejor escritos que las monografías, poseer muchos más ecos y aristas y ser muy propositivos y arriesgados. Siempre son una consideración muy seria de todo lo que se ha dicho sobre un tema y, también, una propuesta de cómo ver. A veces vienen como una revolución después de muchas monografías sobre un tema; otras veces son una propuesta que a su vez produce numerosas monografías, de esas aburridas de las que huye el lector no académico. En ocasiones, son eso, ensayos, un articulito, como el famosísimo de F. J. Turner sobre la importancia de la “frontier” en la historia americana, o a veces son un suite de ensayos como los de Alan Knight sobre la Revolución mexicana. Otra veces son aparentemente el tratamiento de un tema general, pero específico, moviéndose con libertad en el espacio y tiempo; tales son los casos de la historia de la sexualidad o de la prisión de Foucault o como la historia de los nacionalismos de Gellner o Hobsbawm o México, el trauma de historia o La invención de América de Edmundo O’Gorman. Generalmente, este tipo de libros son la delicia del lector más o menos iniciado en temas históricos; se dejan leer fácilmente y dejan la sesera llena. Vaya usted a la cacería de este tipo de libros, son para el historiador, o para el lector común de historia, el pan nuestro de cada día.

d) La biografía. Este es un libro de fisonomía similar a los otros tipos académicos, puede ser un verdadero ladrillo ilegible, pero hay algo en contar vidas que hace la narración amable. Así, el género biográfico puede ser un fácil puente entre el pesado libro académico y el libro de “difusión”. Las grandes biografías requieren de tanta o más investigación que cualquier historia social o económica, pero la síntesis a través de una vida hace el relato más de casa para cualquier lector. Es muy provechoso y placentero leer biografías académicas, bien documentadas y discutidas, de los personajes alrededor de la historia de la que ya sabemos algo. Es más útil leer la vida de personajes interesantes que se movieron en historias que no conocemos bien. Leer una buena biografía de San Agustín, de Napoleón, de Disraeli, de Manuel Azaña, de Gilberto Freyre o de Ortega y Gasset obliga a una lectura activa, como quien hace clic en un nombre, un suceso, un periodo de la historia francesa, inglesa, brasileña o española. Si bien la biografía también es un género muy socorrido por escritores de historia de “difusión”, me temo que aquí, lector, el cambalache es innecesario; lea biografías, si académicas o no, tanto da.

Entro los libros no académicos, están:

a) Las nuevas síntesis –generales o específicas– de “difusión”. La fisionomía de este libro es bien conocida por el lector común de historia: generalmente se trata de un libro de portada colorida, que dice, atrás o adelante, que nos cambiará la perspectiva de un tema o de una era; puede ser medianamente gordo, nunca muy flaco ni muy voluminoso. A veces se presenta como si fuera a desbancar una cosa muy sabida o sorprendiendo con publicidades tales como “el libro que cambio el rumbo del siglo xx”, “el libro que todo mexicano debe conocer para entender por qué ganaron los malos”; “Colón es catalán”; “el secreto papel de los banqueros en la Primera Guerra Mundial”, “la nueva síntesis de la Primera Guerra Mundial que muestra que la culpa no fue de Alemania”… O también puede ser presentado como la mejor síntesis, al día, de la historia moderna de México, ilustrada y con mapas, con recuadros que incluyen documentos originales. Cuando están en inglés, suelen estar publicados por editoriales comerciales, sus autores pueden ser historiadores académicos –pero con agente literario– o periodistas culturales o científicos, o free-lance, o independent scholars. Cuando están en español, suelen ser publicados por alguno de los derivados de los dos o tres grandes monopolios editoriales, pero también en ocasiones pueden aparecer publicados por el Estado o tratarse de traducciones del inglés o francés publicadas por editoriales como el fce y similares.

Aquí lo dicho: primero, el diagnóstico, si el libro no tiene citas a pie de páginas, ¿tiene un largo y sólido ensayo bibliográfico comentado? ¿Tiene una amplia bibliografía bien caracterizada (no una simple lista de libros)? Si usted conoce un poco del tema, y el libro cuenta con un verdadero índice onomástico y analítico –como suelen tener los libros en inglés–, revise usted si trata –cómo, cuánto, y dónde– las personalidades y temas que usted considera importantes. Que no los trate no es sinónimo de inutilidad, pero es un criterio para seguir el diagnóstico. Generalmente estos libros son una narración “como Dios manda”, lea por aquí y por allá, vea si el libro es “agarroso”, si tiene sutileza pero también fuerza en la prosa y el argumento. Si es una simple cronología –pasó esto y luego lo otro– o si es una anécdota tras otra, empiece a dudar. Si comienza con aquello de “nadie ha dicho, nadie ha visto esto antes”, dude. Es muy poco probable que sea cierto. Si está en inglés y dice “no existe un libro así en inglés”, dude. Usted, lector común, está en busca de estos libros, de las grandes síntesis, de los grandes sintetizadores (Simon Schama, Hugh Thomas, Eric Hobsbawm) y yo también. Pero entienda que cada que un libro de este estilo nos convence también nos compromete a leer y seguir leyendo las síntesis que los critiquen. Uno lee historia no solo para acumular datos, sino para contrastar puntos de vista y aprender a ver.

b) El libro de historia modelo Business School. De un tiempo a esta parte, este es el libro exitoso de historia, el que lee el abogado, el médico, el profesor de preparatoria culto, es lo que se repite en cafés, en tertulias y lo que regurgitan los opinólogos. Este tipo de libro nunca es gordo, siempre está bien vestido, bien editado en inglés o en traducción al español por editoriales grandes –ha habido intentos de este tipo de libro escritos originalmente en español, pero no han tenido éxito todavía–. Se trata del libro Power Point: avanza únicamente una o dos ideas, muy potentes, cual la “neta del planeta”. Y luego las desarrolla con jalones de historia de aquí y de allá. Generalmente incluye las frases “investigaciones recientes prueban…”, “ahora sabemos que…” Se trata ante todo de avanzar un “app” mental o un “soundbite” (un término o una frasecita pegajosa) que haga simultáneamente las de ciencia y las de “lo último en la moda”. Así encontramos libros que nos dicen que la historia de Occidente puede reducirse a la existencia de cuatro u ocho “apps” (ética protestante, patentes…); o libros que hablan de “ventanas de oportunidad”, “evolución disruptiva”, “path dependent”, “is wired”. Un historiador o un psicólogo o un profesor de negocios un día descubre que son las patentes las que explican el desarrollo del capitalismo; o no, que la “neta del planeta” es que toda historia está escrita en nuestros genes, o que la “neta-neta” es la guerra o la violencia creciente o la violencia decreciente o el agua o el aire o lo que toque esta semana.

El modelo que parece seguir este tipo de libro es el de la biología o la economía o la ciencia política, pero en realidad su modelo es el marketing de las escuelas de negocios. La idea se empaqueta como un producto, bien manufacturado como una historia prêt-à-porter, y con conclusiones tajantes y clarísimas, con una lógica de gráfica de Power Point, como para que ninguna inteligencia resista el knock-out. Son miles los libros de o con historia producidos en este estilo cada año. Algunos pegan –se vuelven el modo de hablar de la gente “culta” y preparada– y otros pasan inadvertidos. Pero si pegan, cuídese de ellos, el lector común, los verá por todas partes. Hay que leerlos. Yo soy de los que cree que las ideas nunca sobran para entender la historia. Pueden ser muy interesantes porque, a diferencia de los historiadores coñazo, avanzan con preguntas y soluciones claras e importantes –¿por qué los imperios caen?, ¿por qué la desigualdad permanece?, ¿Why was England first?–. Pero cuidado: como usted sabe, lector asiduo a la historia, la maldita Clío no es amiga de la mono-causalidad. No hay fenómeno histórico que pueda reducirse a una o dos causas, de ahí lo interesante e importante de la historia. Lo cual no quiere decir que no deba usted considerar estas explicaciones, no: écheles un ojo, no les reclame siquiera el uso selectivo de la historia –siempre encuentran lo que buscan y hacen parecer que lo que no buscan es irrelevante–. Hay que considerarlos como ensayos historiográficos, sin la erudición –los miles de ecos– de los grandes ensayos historiográficos, solo interesantes hipótesis a enfrentar con más historia.

Para este tipo de libro no le servirá de nada leer la portada o contraportada, la identificación del autor: siempre son lo máximo, genios, premios, el no va más. ¡Ay!, la historia, lector mío, sirve para todo, hasta para simular genialidad o sabiduría cuando lo que se tienen son unos bullet points más o menos cargaditos de información histórica. En suma, lea los que le parezcan más serios y buenos, pero eso sí, por lo que más quiera, no les recete los bullet points a los colegas de la academia de medicina o de la barra de abogados, no presuma de ellos en las cenas familiares, porque la simplicidad aquerencia y a ratos los adictos andan por doquier dando lecciones de Power Point a todo el que se deja. Digiéralo, considérelo en el conjunto de todas sus lecturas.

c) La novela histórica. Este es el libro por excelencia del lector común de historia. Cuando bueno es indispensable para el historiador y para la vida; cuando es malo es perfectamente prescindible como historia o como literatura. Solía ser que los buenos autores de novelas históricas eran tan eruditos o más que los historiadores –lea usted el libro de Peter Gay sobre Flaubert como historiador–. Para cada país, para cada lengua, hay grandes exponentes del género. La tradición misma, local y universal, lo puede ir guiando. La complicación aparece al discernir qué leer entre el boom de novelas históricas que se publican cada año gracias a que la historia vende y a que existe Google. No me corto en decirlo: la mayoría de lo que hoy se publica como novela más o menos histórica es googlelazo puro, sin mayor investigación, la historia de siempre, simple y llana a golpe de Wikipedia, sobre cualquier tema edulcorado con una trama, algo de sexo, alguna obvia referencia a lo contemporáneo, y todo en planos que a la de ya entrevén la película. Con este tipo de libro, no hay de otra que haberse hecho de un gusto leyendo grandes novelas históricas –desde Tolstoi hasta Marguerite Yourcenar, desde los Episodios nacionales de Galdós hasta Santa Anna, el dictador resplandeciente de Rafael F. Muñoz– y luego ojear y ojear lo que se publica, y dejar que las hojas caigan por propio peso.

d) La historia chisme. A guisa de historia, se venden muchos libros de difusión que hablan de la vida privada de este, o de los amores de aquel, o de las borracheras o la homosexualidad de otros tantos. La historia es chisme y contra eso no hay nada que hacer. Descrea de los historiadores serios que nieguen la naturaleza chismosa de la historia. Disfrute el chisme medido, informado, caliente y al pelo del argumento. Pero siga los criterios antes marcados. Cerciórese de la fuente de los chismes, dude de los anacronismos: “Sor Juana escribió sonetos amoroso a una virreina, ergo…” También hizo lo mismo para Dios y el mundo; “Zapata sirvió de caballerango en casa de un conocido homosexual, luego…” ¿qué? ¿Yacía por obligación con el patrón o por compasión con la patrona? Eso sí, como chisme, hasta el más irreal y poco sustentado es bueno de leer, disfrútelo pero no se lo crea. Ríase con o del libro, pero no abuse del consumo. Este tipo de libros hace vicio.

De despedida, recuerdo al lector común de historia que lea para documentarse, para entender, para contrastar, pero no solo para sentirse bien en lo que ya sabe. Si leer historia únicamente le ha dado la felicidad de estar en lo correcto, para eso es mejor el alcohol o el sexo. Cuando la historia molesta, cuestiona, pone en entredicho identidades, creencias y afiliaciones, es cuando más es ella. Déjela ser en usted. Claro, usted acabará por dar por cierta una interpretación, al menos hasta una nueva lectura. Clío no es solo la musa de los historiadores, es la patrona de los lectores de historia: nos dispensa esas inocencias –de los que somos sus hijos– pero no la necedad o el dogmatismo. ~

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