Las redes del narco en Estados Unidos

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Cuando en los primeros días de agosto pasado la policía española detuvo en Madrid a Israel Farfán Carreño y Joel Ramos Gómez, dos narcotraficantes mexicanos ligados al cártel de Juárez, muchos se sorprendieron porque esa detención se había dado como parte de una investigación realizada por fuerzas antinarcóticos de Estados Unidos y la policía nacional española. No sólo no habían intervenido oficialmente fuerzas mexicanas, sino que el procurador Daniel Cabeza de Vaca aceptó que no existían ni datos ni mucho menos órdenes de aprehensión en México con respecto a los detenidos. Nadie tendría por qué sorprenderse: el negocio del narcotráfico hace ya muchos años que se maneja con criterios transnacionales y estructuras horizontales. Y los narcotraficantes mexicanos han sido de los más hábiles para acoplarse a esa transformación.

Y es que la imagen del negocio del narcotráfico como una estructura con departamentos estancos, donde distintas organizaciones —los cárteles— llevan a cabo tareas "nacionales" completamente aisladas una de la otra, sigue imponiéndose, incluso entre algunos de los que se consideran especialistas en el tema. No se comprende ni se asume que el narcotráfico es un negocio multinacional, que se mueve con base en redes horizontales y mandos relativamente descentralizados, en el cual la producción, el tránsito y la colocación en el mercado minorista se basa en los mismos criterios que entre las grandes empresas transnacionales: nada está concentrado en un solo lugar y bajo una misma responsabilidad. Hay mexicanos participando en la producción de cocaína pura en Colombia, Ecuador y Perú, como hay redes colombianas que operan en forma autónoma en el traslado de la droga en el Caribe y en México. Y en Estados Unidos las redes de distribución tienen, como en alguna oportunidad me dijo el ex zar antidrogas de la Casa Blanca Barry McCaffrey (en realidad el que mejor ha comprendido el fenómeno global del narcotráfico entre quienes han ocupado esa posición desde que se creó el puesto en 1988), un "alto contenido étnico", queriendo decir que hay mexicanos, colombianos, cubanos, portorriqueños, jamaiquinos, japoneses, chinos, que han establecido extensas redes que se conectan directamente con sus países de origen, donde se produce la droga, para traficar en territorio estadounidense. En parte es verdad, pero incluso un hombre como McCaffrey no podía ignorar que, en un negocio que moviliza millones de personas en Estados Unidos, el componente étnico es más un artículo de consumo interno que un dato duro de la realidad.

El grave error de visión que tienen las autoridades de ese país es creer que, cuando la droga cruza la frontera, como decía el propio McCaffrey y como han insistido sus sucesores, "se pulveriza", o sea que pasa directamente de los grandes cárteles a las redes de distribución minorista, tratando de ignorar que existen etapas intermedias, tantas como las que se pueden imaginar por el simple hecho de que la distancia para llevar la droga, por ejemplo, de El Paso a Nueva York es mucho mayor que la que se debe transitar para hacerla llegar de la costa norte de Colombia al Caribe mexicano. Quizás por eso mismo, es poco lo que se sabe de cómo operan y hasta dónde llegan esas redes en el propio Estados Unidos. Sin embargo, el tema tendría que ser de una importancia central: como negocio, la cifra más conservadora de las utilidades que deja el tráfico de cocaína (no incluye las demás drogas) en Estados Unidos es de sesenta mil millones de dólares, aunque algunos especialistas la elevan hacia los trescientos mil millones de dólares; lo más probable es que estemos hablando de una cantidad superior a los cien mil millones. Y según la Casa Blanca, noventa centavos de cada dólar generado por la droga en Estados Unidos entra en el sistema financiero de ese país, lo cual implica que esas decenas de miles de millones de dólares deben ser lavados y, evidentemente, eso no puede realizarse, como se ha dicho muchas veces, a través de las casas de cambio fronterizas. Hay unos veinte millones de consumidores constantes de drogas en Estados Unidos, de los cuales seis millones son adictos, un tercio de la población mayor de dieciséis años acepta que ha consumido marihuana, las redes de distribución involucran a millones de personas y en algunas zonas del país la producción de drogas ha desplazado, por ejemplo, a la industria del tabaco; pero, cuando se le preguntó en alguna ocasión al laureado periodista Bob Woodward por qué nunca había trabajado sobre el tema del narcotráfico en su país, se limitó a decir que nunca lo haría "porque es muy peligroso". Por eso, descorrer el velo sobre las redes del narcotráfico en Estados Unidos es tan complejo, tan difícil: ni las autoridades ni los medios quieren o desean pasar de la información de superficie y de los más graves síntomas del tráfico (que saturan el mercado informativo) y el consumo, para ahondar en las profundidades de un negocio que puede financiar todo lo imaginable.

Desde el 11-S, la administración Bush ha descubierto un nuevo elemento que la ha llevado a comenzar a prestar atención a esas redes internas del narcotráfico: la posibilidad de que sean utilizadas por grupos terroristas para introducir gente o armas a su territorio. En este sentido, los más recientes informes del departamento de seguridad interior estadounidense, y de la dea, sostienen que, mientras otras organizaciones del narcotráfico se han encargado en forma cada vez más intensa de colocar sus cargamentos en México, en Centroamérica y el Caribe (según los datos oficiales de las fuerzas de seguridad de la nación sudamericana y de Estados Unidos), se calcula que, sólo de la región norte de Colombia, comprendida entre Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, parte un promedio de una tonelada de cocaína diaria: el sesenta por ciento llega a Estados Unidos previo paso por México, con escalas anteriores en Centroamérica y algunas islas del Caribe, desde Haití hasta Jamaica. Pero son los cárteles mexicanos los que están cubriendo con sus redes cada vez más el mercado de la distribución minorista en la propia Unión Americana.

Las redes comienzan en catorce ciudades del sur de EE.UU., según la oficina antidrogas de la Casa Blanca: Albuquerque, Bronwsville, Dallas, El Paso, Houston, Laredo, Los Ángeles, Mc Allen, Oklahoma, Phoenix, Tulsa, San Diego, San Antonio y Tucson (Miami y las demás ciudades de la península de Florida, lo mismo que Nueva Orleáns, siguen siendo territorio ocupado, sobre todo por organizaciones caribeñas). De la misma forma que en México, en Estados Unidos los cargamentos no se pulverizan en cuando cruzan la frontera, como decía el ex zar antidrogas. En realidad ocurre exactamente lo contrario: pasan la frontera, sobre todo en tráilers, automóviles, mediante mulas (cruzan la frontera común, cada año, noventa millones de automóviles, cuatro millones y medio de camiones y 48 millones de peatones), y también a través de los túneles que franquean la frontera en prácticamente todos los puntos imaginables (se estima que actualmente siguen en operación unos cuarenta). Ya en territorio estadounidense, la droga se guarda en grandes depósitos y desde ellos se van aprovisionando los mercados, con redes controladas por las propias organizaciones, que luego sí pulverizan el producto cuando llegan al nivel de la calle. Las redes que controlan el negocio del otro lado de la frontera son las mismas que controlan el negocio en México: la que encabezan Joaquín "El Chapo" Guzmán, Ismael "El Mayo" Zambada y Juan José "El Azul" Esparragoza (con una participación cada vez mayor de los hermanos Beltrán Leyva). Estos grupos dominan prácticamente toda la frontera, con excepción, por una parte, de la zona de Tijuana y, por la otra, de Tamaulipas, donde los Arellano Félix y los sucesores de Osiel Cárdenas, respectivamente, siguen teniendo una fuerte presencia. La diferencia es que en la frontera Tamaulipas-Tejas se está escenificando una guerra (ésa es la causa real de los enfrentamientos en Nuevo Laredo) que cada día deja la región bajo mayor control de los operadores del "Chapo" Guzmán. Los bajacalifornianos han resistido ese embate en su territorio (aunque perdieron Sinaloa y Sonora, y por lo tanto Arizona y Nuevo México) y se han consolidado ya no sólo en las rutas de distribución en California, sino que también se han apoderado, incluso, de buena parte de la producción de marihuana y metanfetaminas en la costa oeste de Estados Unidos, además de proveer esos mercados de cocaína y heroína (las redes mexicanas ocupan ya el segundo lugar en la venta de heroína en el mercado estadounidense).

Las redes que operan controladas por estos grupos tienen un componente, como dicen las autoridades estadounidenses, "étnico", pero es falso que estén integradas básicamente por, en este caso, mexicanos o latinos en general. La integración con la sociedad es completa (¿podría no serlo con veinte millones de consumidores habituales de sus productos?) y eso es lo que las hace tan difíciles de destruir. Se sabe poco de la forma en que operan actualmente los grupos de lo que alguna vez fue el cártel de Juárez con sus redes en EE.UU., aunque queda claro que controlan prácticamente todo el centro del país y la costa Este, con el eje en Chicago y Nueva York, mientras que la costa Oeste (San Francisco, Los Ángeles y Seattle) estaría abastecida por grupos ligados a los Arellano Félix. Éstos han podido permanecer y prosperar, a pesar de los golpes que han sufrido en México, por la penetración que han logrado en el mercado estadounidense, incluyendo la corrupción de los cuerpos policiales locales, sobre todo en la frontera. Resulta asombroso que la oficina para el control de drogas de la Casa Blanca apenas el año pasado haya "descubierto" que los narcotraficantes mexicanos están presentes en la producción de drogas dentro de Estados Unidos. Y es asombroso porque, desde hace ya varios años, la mitad de la marihuana que se consume en Estados Unidos se produce dentro del país, y lo mismo sucede con la mayoría de las drogas sintéticas. Pero además, desde el 2001, CBS presentó en horario estelar un gran reportaje que mostraba algo que es un secreto a voces: que buena parte de los parques nacionales de Estados Unidos están siendo utilizados para producir marihuana a gran escala, con plantíos sólo comparables a los que se pueden observar en algunas zonas de Sinaloa. La diferencia es que son plantíos mayores, mejor planificados, cuidados con técnicas más sofisticadas y que producen drogas de mayor calidad y en mayor cantidad. Lo que no es diferente es quiénes los cuidan y los hacen producir: en la mayoría de los casos son campesinos mexicanos indocumentados, que cobran unos quinientos dólares mensuales por esa labor. Una vez que cruzan la frontera, son llevados a los plantíos, duermen en tiendas de campaña en general bien aprovisionadas y no pueden abandonar el lugar hasta terminar su labor. Cuando concluyen son llevados de regreso. Según las propias autoridades estadounidenses, sólo en California están sembradas, en esos terrenos, unas ochocientas mil plantas de alta producción de marihuana que se vende, el kilo, a ocho mil dólares en el mercado californiano. Estamos hablando de una producción que deja, sólo en ese estado y según cifras oficiales, unos diez mil millones de dólares de utilidades.

El jefe de la oficina antidrogas de la Casa Blanca y ex director de la DEA, John Walters, dijo que esa producción se daba en áreas remotas, protegidas en forma casi militar por grupos de narcotraficantes, pero el hecho es que están presentes en lugares mucho más accesibles y con mucha menor protección de lo que dicen las autoridades estadounidenses. ¿Porqué no existe una labor de erradicación como la que se realiza, por ejemplo, en México o Colombia? Por dos razones: el gobierno estadounidense no tiene destinada una fuerza militar para esa labor, y tampoco parecen decididos a utilizar la Guardia Nacional para ello, sobre todo con las actuales necesidades exteriores. Además, los gobiernos locales y los poderosos grupos ecologistas se niegan a que se utilicen los mismos desfoliantes, como el paraquat, que el gobierno estadounidense proporciona a países como México o Colombia para realizar ese trabajo: los consideran altamente tóxicos, dañinos del medio ambiente e incluso peligrosos para los potenciales consumidores de la droga allí producida. Apenas este año, el gobierno estadounidense está planeando, por primera vez, realizar una campaña de erradicación de drogas, aunque todavía no han decidido qué método utilizar.

La tarea no es menor: la oficina antidrogas de la Casa Blanca identifica veintiséis zonas del país como centros para la producción, distribución y consumo de drogas. Esas zonas, en el lenguaje burocrático de Washington, son llamadas High Intensity Drug Trafficking Areas (HIDTA), y la de la zona de Los Ángeles está considerada como la más importante: las mismas autoridades de ese país identifican la existencia de unos 145 cárteles locales que se dedican a producir y comercializar drogas en el sur de California. En Nueva York, la HIDTA considera que existen doscientas sesenta organizaciones criminales trabajando simultáneamente, muchas de ellas dedicadas, sobre todo, al lavado de dinero. Otra HIDTA está ubicada en Washington y Baltimore. Más al sur, otra región ocupa toda la zona costera del golfo de México. Los propios documentos estadounidenses sobre la HIDTA del área denominada de los Apalaches decían, ya en el 2001, que en Kentucky, Tenesí y Virginia, la producción de marihuana ha desplazado al tabaco como componente esencial de la economía de la región, con altos índices de cultivo, distribución, venta y consumo. Lo mismo ocurre en la zona de las Rocallosas, incluyendo los estados de Colorado, Utah y Wyoming, estado que ocupa el segundo lugar nacional en consumo de cocaína per cápita en la Unión Americana. En Seattle, en el estado de Washington, también los índices de consumo son muy altos, lo mismo que la producción tanto de marihuana como de metanfetaminas, ligada, como la mayoría de las redes de California, al cártel de los Arellano Félix. En Houston existen unos 169 grupos dedicados al tráfico de drogas, abastecidos por el cártel de Juárez. Mientras tanto Iowa, Kansas, Misuri, Nebraska y Dakota del Sur se han especializado en producir y distribuir metanfetaminas. No faltan nombres, aunque para la opinión pública sean desconocidos, sobre los principales capos de muchos de esos cárteles que funcionan dentro de Estados Unidos. La justicia estadounidense tiene una lista de unos trescientos jefes de esas redes, pero la enorme mayoría están prófugos. Su "contenido étnico" es discutible: un tercio son estadounidenses y anglosajones, y la enorme mayoría están en libertad.

Al mismo tiempo, según lo describió con exactitud Gore Vidal después de los atentados del 2001, hoy en su país hay más jóvenes detenidos por asuntos relacionados con las drogas, sobre todo por consumo o venta al menudeo, que estudiando en la universidad.

Una buena demostración de cómo operan estas organizaciones la tuvimos con un escueta noticia aparecida en Los Angeles Times en una fecha ya tan lejana como 1998. El FBI informó que había descubierto en Los Ángeles una red de narcotraficantes que trabaja para los Arellano Félix (una familia que, por cierto, suele vivir desde hace años en San Diego, y cuyos integrantes jamás son localizados por la fuerzas de seguridad estadounidenses). Esa red fue descubierta por casualidad cuando un perro amaestrado olió restos de cocaína en una camioneta estacionada frente a la oficina antinarcóticos de Los Ángeles. Se descubrió que la camioneta era propiedad de Richard Wayne Parker, que durante los ocho años anteriores había sido calificado como el mejor policía antinarcóticos de la oficina antidrogas de Riverside. En realidad trabajaba para los Arellano Félix desde 1991. ¿Le llegaba la droga desde México? Una parte sí, pero el grueso provenía de los depósitos de la propia policía de Los Ángeles en Riverside. Se pudo comprobar por lo menos un robo de media tonelada de cocaína pura, realizado por Wayne de ese depósito en 1997. Hasta que comenzó el juicio contra el ex agente antinarcóticos, nadie había divulgado que hubiera ocurrido un robo de drogas de esa magnitud en Los Ángeles. La red que manejaba Wayne abarcaba el sur de California y llegaba hasta Detroit.

Poco después, en noviembre de 1998, se descubrió otra red de narcotraficantes que trabajaba para los Arellano Félix. Pero éstos eran oficiales y marines de la base naval de San Diego, una de las más grandes del mundo y considerada un punto neurálgico de la seguridad nacional estadounidense. Evidentemente los detenidos no eran de origen mexicano. La marina de EU no proporcionó mayor información sobre el incidente, fuera de explicar que de los diez mil oficiales y marines que trabajaban en la base, "sólo cincuenta" estaban involucrados y habían sido detenidos. Se pudo saber que estos oficiales y marines recogían la droga en alta mar, la llevaban a la propia base y desde allí la entregaban a los distribuidores de San Diego. Un año después, un vocero del Departamento de Defensa aceptó que unos cinco mil elementos, hombres y mujeres, del ejército estadounidense estaban siendo procesados tanto por consumo de drogas como por participar en redes de tráfico de la misma.

¿Cómo romper esas redes? Con las actuales estrategias es prácticamente imposible. Durante la administración Clinton, por primera vez, Washington comenzó a tratar de atacar seriamente el consumo no sólo con una lógica policial. Al mismo tiempo, trabajó en romper redes en México para evitar que llegara la droga a Estados Unidos y, finalmente, complementó esa estrategia con el Plan Colombia, que en ese ámbito tiene como objetivo acabar con el problema desde la base: destruyendo los plantíos que ocupan casi un tercio del territorio colombiano, y que en su mayoría ya son manejados por los grupos armados como las FARC, el ELN y los paramilitares de la AUC. La administración Bush se ha concentrado en este punto. El problema es que los resultados son pobres por una sencilla razón: en el resto de la zona andina se sigue produciendo coca, lo mismo que en amplios territorios de Colombia bajo control de los grupos armados. Por otra parte, existen depósitos con cientos de toneladas de coca pura escondidos en las montañas o en algunas de las ciudades, donde no se escenifican los principales combates. Esos depósitos se construyeron durante el periodo de negociaciones llevado a cabo con el ex presidente Pastrana, y constituyen hoy la mayor fortaleza de los grupos armados como las FARC: tienen droga, y mucha, como para financiarse y aprovisionar durante años el mercado estadounidense. Por otra parte, la estrategia del Plan Colombia, aunque en parte ha sido exitosa, sólo ha podido reducir en un porcentaje mínimo la llegada de droga al mercado estadounidense, lo que se demuestra con datos sencillos: no ha bajado el consumo, no han subido los precios y no hay escasez en el mercado. Aseguran en Washington que eso comenzará a suceder en los próximos años, como consecuencia de la actual estrategia, y es probable que así sea, pero ello implica aceptar años de gastos y desgaste sin éxitos que mostrar. Y en todos los países involucrados esos resultados se necesitan mostrar cada vez que hay elecciones. A lo que sí ha obligado el Plan Colombia es a realizar un traslado de droga en menores cantidades, sobre todo a través del Caribe (el Atlántico se sigue utilizando para cargamentos de varias toneladas) y usando cada vez más a México como punto de entrada a Estados Unidos. Pero esos grupos colombianos en buena medida ya han dejado en manos mexicanas la distribución de la droga del otro lado de la frontera, y los cárteles mexicanos están ofreciendo un "coctel" de ofertas que incluye desde la cocaína (donde se han centrado los esfuerzos gubernamentales antidrogas) hasta la heroína, pasando por la marihuana y, sobre todo en los últimos años, por las drogas sintéticas, cuyo consumo crece en forma geométrica.

En esta lógica, las redes mexicanas no se debilitarán, aunque sufran fuertes golpes en nuestro país: están destinadas a fortalecerse, porque el mercado y los recursos financieros que éste le ofrece continúan siendo altamente redituables. Y con sólo el traslado a México de menos de un diez por ciento de sus utilidades, unos seis mil millones de dólares anuales, están en posibilidad de mantener aceitado el mecanismo de la violencia y la corrupción que les sigue dando vida.~

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(Buenos Aires, 1955) es escritor, periodista y analista político, columnista de Excélsior.


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