La odisea olímpica de China

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Durante muchos siglos China creyó ser el centro del mundo, y esperaba que los extranjeros compartieran ese punto de vista. Los dignatarios extranjeros eran recibidos en la corte imperial, pero sólo como vasallos que pagaban tributo al Hijo del Cielo. Esta percepción es ahora obsoleta, por supuesto, aun cuando el presidente Mao se comportó con frecuencia como un emperador con sus huéspedes extranjeros. Pero a los chinos todavía les importa profundamente el honor nacional. “Las apariencias”, para decirlo de otra forma, aún cuentan. Es por ello que estos Juegos Olímpicos son tan importantes, así como los eventos que han llevado a ellos.

El trágico terremoto en la provincia de Sichuan mostró lo mejor de China y algunos atisbos de lo peor. Si se les compara con la negligente y criminal respuesta del régimen birmano ante el ciclón Nargis, las autoridades chinas, tras un titubeo inicial, hicieron lo posible para estar a la altura del desastre. No sólo permitieron la entrada y ayuda de grupos de rescate de Japón, Taiwán, Singapur y Rusia sino que, contrariamente a sus prácticas habituales, dejaron que los medios locales cubrieran el desastre a escala completa. Esta inesperada racha de libertad de prensa inspiró el flujo más extraordinario de solidaridad espontánea con las víctimas: los voluntarios se apresuraron a la escena desde toda China.

Es poco probable que esto hubiera sucedido sin los inminentes Juegos Olímpicos; los gobernantes chinos sabían que los ojos del mundo estaban sobre ellos, especialmente tras la represión a los manifestantes tibetanos. Así, China se muestra súbitamente mejor que antes. Una remota esperanza de mayor libertad emergió de una catástrofe que dejó más de cincuenta mil muertos. Desafortunadamente, en los últimos días el gobierno chino parece estar regresando a sus viejas costumbres: están cerrando los sitios de internet donde se cuestiona críticamente al gobierno y arrestaron a un académico de la Universidad Normal de Nanjing por llamar la atención sobre los problemas causados por la presencia de instalaciones nucleares cerca de la zona afectada por el terremoto. Incluso las agrupaciones civiles con las mejores intenciones pueden ser vistas como una amenaza por un gobierno que mira con profunda sospecha cualquier actividad colectiva independiente. En China se exhorta el patriotismo, excepto cuando se sale del control oficial. ¿Cómo afectará esto a los Juegos Olímpicos, la gran fiesta del patriotismo global?

De algún modo, China y los Juegos Olímpicos fueron hechos el uno para el otro. La República Popular de China ya no puede describirse como un país comunista, habiendo desechado el marxismo en la carrera hacia la riqueza económica. Pero, como la mayoría de los gobiernos autocráticos con fuertes raíces en el siglo XIX, China es todavía una sociedad entregada a los espectáculos masivos, a los desfiles nacionales, al nacionalismo oficialista y a los grandes proyectos de Estado. El nacionalismo chino –con su creencia en la lucha darwiniana de naciones– es más bien anacrónico, al igual que los Juegos Olímpicos.

El fundador de las Olimpiadas modernas, Pierre de Frédy, Barón de Coubertin, era un pequeño aristócrata francés profundamente afectado por la derrota de Francia en la guerra de 1871 contra Prusia, y por la revuelta popular que le siguió en París. Desde su punto de vista, Francia se había convertido en un país decadente que necesitaba vigorizarse o, en su propia expresión, “rebroncearse”. El medio apropiado para hacer esto eran los deportes organizados. Al igual que otros aristócratas notables, Coubertin era un gran admirador del sistema británico de educación pública, con su énfasis en los juegos y la fortaleza física. Creía que los deportes restaurarían la salud nacional, y no sólo en Francia: la competencia vigorosa volvería a la gente de todas partes más productiva y menos rebelde. Las guerras serían obsoletas. Y así nacieron las Olimpiadas modernas en 1896, muy adecuadamente en Atenas.

Para un noble de su época, Coubertin tenía, en realidad, una postura relativamente liberal. Su concepto de patriotismo nunca fue militante. Siguiendo el estilo de la escuela pública británica, su lema para los juegos fue que lo importante no era ganar sino participar. La Francia del siglo XIX, sin embargo, conoció una clase muy diferente de nacionalismo, marcada por el odio contra los liberales, los anglosajones y los judíos, no necesariamente en ese orden. Esta ideología estaba representada por un hombre apenas más joven que Coubertin, llamado Charles Maurras, fundador del movimiento radical de derecha Action Française. Maurras fue un espectador de los Juegos de Atenas de 1896, a pesar de considerar esta justa como un ejemplo de cosmopolitismo anglosajón típico. Su parecer fue cambiando al proseguir los juegos. Confiaba en que “cuando se ponen a interactuar diferentes razas, se repelen unas a otras, separándose entre sí, incluso cuando ellas mismas creen que se están mezclando”. La reunión cosmopolita se volvería así el “alegre campo de batalla de razas y lenguajes”, reivindicando su propia visión del mundo.

El nacionalismo chino moderno varía frecuentemente entre las ideas de Coubertin y las de Maurras. Oficialmente, al gobierno le gusta hablar de amistad entre los pueblos, de armonía y de paz, pero al mismo tiempo promueve una lastimosa historia de abusos cometidos por poderes extranjeros contra el pueblo chino. Cuando las demostraciones del nacionalismo chino se salen de control, con o sin estímulo oficial, el sentimiento de agravio nacional puede convertirse en violentas ofensivas. Esto sucedió últimamente en Estados Unidos, entre otros lugares, cuando estudiantes chinos atacaron a tibetanos y, de hecho, podría ocurrirle a cualquiera que “haya ofendido los sentimientos del pueblo chino”.

Lo que vuelve los arrebatos nacionalistas chinos dignos de Maurras y no de Coubertin es la tendencia a colapsar las líneas divisorias entre raza, cultura y nación. En las Olimpiadas de Atenas de 1896, Maurras vio, o quiso ver, un choque racial y cultural, no sólo nacional.

El nacionalismo chino se complica porque no siempre está claro qué entiende la gente por China. Taiwán, también conocida como la República de China, es oficialmente parte de China, pero es en los hechos un Estado independiente. La civilización china está repartida en todo el mundo, desde Singapur hasta Amsterdam, y se hablan diferentes versiones de la lengua china por todo el sudeste de Asia, así como en China y Taiwán. Étnicamente, muchos chinos americanos se ven a sí mismos como chinos, no menos que los chinos en China y en Taiwán. Así que cuando Yo-Yo Ma, norteamericano nacido en París, dio un concierto en Hong Kong en 1997 para celebrar el regreso de la colonia británica a China, impulsó el patriotismo chino.

Este tipo de patriotismo no siempre es político. El terremoto de Sichuan no sólo inspiró un espíritu patriótico de solidaridad dentro de China, también provocó donaciones de chinos del otro lado del mar. Los chinos, de cualquier nacionalidad, frecuentemente dicen amar a China sin importar quién la gobierne. “China”, entonces, es mucho más que sólo una nación-Estado.

El chauvinismo étnico es un concepto relativamente moderno. Antes del siglo XIX pocos pensaban en las naciones en términos de raza y etnia. De hecho, la mayoría de la gente no miraba más allá de sus regiones o incluso de sus aldeas. Sin embargo, el nacionalismo étnico chino fue estimulado por un creciente sentido de humillación debido a que fueron gobernados desde 1644 por los manchúes, un pueblo del norte con su propia lengua y costumbres. Las rebeliones del siglo XIX contra la dinastía manchú Qing fueron con frecuencia expresiones de resentimiento de los chinos Han. Al mismo tiempo, los poderes coloniales de Occidente, especialmente Gran Bretaña, dictaban los términos del comercio a los chinos a través de los cañones de sus muy superiores armas. Una de las razones por las que Mao, a pesar de ser uno de los mayores genocidas del sigo XX, aún es admirado en China, es porque restableció la total soberanía de los chinos Han por primera vez desde el siglo XVII.

Cuando finalmente se expulsó a los gobernantes manchúes en 1912, los “tres principios del pueblo” promovidos por el nuevo Partido Nacionalista (ahora confinado en Taiwán) de Sun Yat-sen eran “nacionalismo, democracia y bienestar”. La raíz de la palabra nacionalismo es la misma utilizada para raza. Esto no significa que Sun fuera necesariamente un racista, pero deseaba enfatizar que la fundación de la república china era parte de la lucha del pueblo chino para reivindicar su identidad nacional. Alguna vez escribió que “las ideas nacionalistas en China no vinieron de una fuente externa; fueron heredadas por nuestros antepasados remotos”. Esto no es estrictamente cierto: él mismo estaba inspirado por Abraham Lincoln, entre otras figuras históricas. Y de igual modo que la mayoría de las formas de nacionalismo étnico, la variante china algo le debe al romanticismo alemán.

Cuando el ejército de Napoleón conquistó el territorio alemán en nombre de la libertad y la razón universal, los poetas, filósofos e intelectuales alemanes respondieron ideando un nuevo tipo de nacionalismo, basado en el lenguaje, la sangre y la tierra. Esta noción atrajo a muchos románticos de Europa, y tuvo un atractivo especial para los pueblos asiáticos que se sentían dominados por los poderes imperialistas de Occidente.

Los Juegos Olímpicos, de la manera en que fueron concebidos por Coubertin, no encajaban bien con el nacionalismo germánico. Al igual que Maurras, los nacionalistas alemanes pensaban que los juegos estaban llenos de un insalubre individualismo anglosajón. A los alemanes les gustaba la calistenia y el entrenamiento militar, preferentemente en grupos muy grandes. Ya que muchos ciudadanos norteamericanos eran de origen alemán, a finales del siglo XIX hubo una división también en Estados Unidos entre aquellos que preferían los deportes británicos por equipos en la educación pública y los que querían la calistenia al estilo alemán. Los primeros ganaron, pero no sin que una lucha tuviera lugar.

Los deportes de competencia tampoco fueron promovidos durante la dictadura de Mao. Los espectáculos masivos, del tipo que aún es frecuente ver en Corea del Norte, que celebran el heroísmo revolucionario y el aplastamiento de enemigos reaccionarios, eran más del agrado del gobernante. Esto, por supuesto, ha cambiado, pero no el fuerte olor a nacionalismo. Incluso ahora se ve a los competidores chinos en juegos internacionales como soldados luchando por una causa nacional. La derrota no es vista simplemente como una decepción individual sino como una desgracia nacional. Tales sentimientos no se limitan a China, o a las autocracias; el nacionalismo en el futbol de Europa y Sudamérica puede degenerar en una forma de locura colectiva. Sin embargo, el nacionalismo deportivo chino tiene un filo especialmente agudo, proporcionado por el pesar de humillaciones pasadas promovido de manera oficial.

Cuando la ideología comunista empezó a perder su fuerza en China, tras la muerte de Mao y del giro que sus sucesores dieron hacia el capitalismo, había que encontrar algo que la reemplazara. El eslogan de la era Deng, “ser rico es ser glorioso”, no era suficiente, pues los gobernantes chinos siempre han necesitado la legitimidad de una ortodoxia oficial, ya sea confucionista o comunista, para justificar su control del poder. La respuesta oficial posmaoísta fue el nacionalismo. En lugar de estudiar a Marx, a Engels y el Pequeño Libro Rojo de Mao, los chinos han sido objeto de dosis regulares de lo que se conoce como educación patriótica. Hoy China está salpicada de los llamados sitios de educación patriótica, museos y memoriales ubicados en lugares de oscura importancia nacional. Uno de estos sitios está en la costa entre Cantón y Hong Kong, recordando a los visitantes la derrota de China en la Guerra del Opio. Existen muchos más.

Algunos años atrás, un frío día, visité el Museo 9.18 en Shenyang, construido en el lugar en que soldados japoneses hicieron estallar en 1931 parte de la línea del ferrocarril de Manchuria del Sur, para preparar la ocupación militar de Manchuria tras culpar a los chinos de ese “acto de sabotaje”. La escena, modelada en cera, de malvados japoneses torturando a milicianos chinos, de brutales soldados japoneses asesinando y violando civiles inocentes, era suficientemente impresionante, pero el texto grabado en el muro cerca de la salida, justo al lado de una pintura de un par de ojos chinos llorando lágrimas de sangre, era típico de la clase de educación patriótica promovida desde la muerte de Mao. Hablaba del “odio que arde en todos los corazones chinos” hacia los “criminales militaristas japoneses” que invadieron cruelmente “la gran China, con sus 5,000 años de civilización”. El mensaje, al igual que el de todos los exhortos patrióticos diseminados en libros de texto escolares, discursos oficiales y, por supuesto, en eventos deportivos, es que los males del pasado pueden corregirse sólo por medio del resurgimiento de la grandeza china, de una muestra de poder chino, de la restauración del orgullo entre todo el pueblo chino; bajo el liderazgo del Partido Comunista, por supuesto.

Este tipo de patriotismo oficial se basa en una visión manipulada del pasado. En lugar de celebrar los grandes momentos de la civilización china, el énfasis recae enteramente en el sufrimiento debido a manos extranjeras. El victimismo es tan profundo que impide a la mayoría de los chinos verse como agresores. Por ejemplo, la idea de que los tibetanos pudieran tener razones para verse a sí mismos como víctimas de los chinos es absurda para ellos. Yendo más allá, muchos chinos creen genuinamente que esta clase de “propaganda” tibetana ha sido enarbolada por la prensa occidental para infligir otra humillación más al pueblo chino.

Las protestas en torno a las Olimpiadas chinas son vistas bajo la misma luz. Organizar unos Juegos Olímpicos es motivo de orgullo nacional en todos lados, no sólo en China, pero para muchos chinos tiene una importancia especial, ya que forma parte de la prometida restauración de la grandeza china. El orgullo nacional debe ser reforzado por el reconocimiento internacional, de modo que los occidentales que aprovechan la ocasión para criticar la violación de los derechos humanos en China no sólo están equivocados; son enemigos que tratan de detener el surgimiento de la Gran China. Y los chinos que apoyan desde afuera las críticas sobre los derechos humanos en China son considerados traidores.

Culpar al gobierno chino de esta conducta es sólo la mitad de la historia. El sentido de pesar colectivo puede volverse, y frecuentemente se vuelve, contra el gobierno mismo. Uno de los movimientos masivos más influyentes de la historia moderna de China fue el Movimiento del Cuatro de Mayo de 1919. Estudiantes e intelectuales formaron parte de enormes manifestaciones antigubernamentales en Pekín, pidiendo ciencia y democracia. La ciencia tomó el lugar del racionalismo moderno, que habría barrido los viejos nidos feudales de autoritarismo confucionista. El Cuatro de Mayo trataba de cultura, sociedad y política, pero estaba alimentado por el enojo popular ante la presunta debilidad del gobierno chino, que había permitido a Japón apoderarse de las concesiones alemanas en China como parte de los acuerdos de Versalles tras la Primera Guerra Mundial.

El no oponerse vigorosamente a la presión exterior es una acusación común que los estudiantes e intelectuales arrojan contra los gobiernos chinos. Es por ello que los gobernantes deben ser muy cuidadosos cuando azuzan la indignación pública contra el comportamiento de potencias extranjeras: esta puede volverse súbitamente contra ellos. Estuvo a punto de suceder unas cuantas veces en los últimos veinte años, cuando se creía que el gobierno era tibio ante Japón. Cuando Estados Unidos bombardeó la embajada china de Belgrado en 1999, miles de manifestantes chinos atacaron las embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña. Hu Jintao, entonces vicepresidente, dijo que tales manifestaciones reflejaban la “gran furia del pueblo chino ante la atrocidad de los ataques a la embajada cometidos por la OTAN, y el fuerte patriotismo del pueblo chino”. Pero tan pronto como las multitudes parecieron salirse de control el gobierno las reprimió. Esto mismo parece estar sucediendo ahora, después de que manifestantes atacaran negocios franceses y de otras nacionalidades debido al apoyo occidental a la causa tibetana. Tales ataques, si van demasiado lejos, serán malos para los negocios, los Juegos Olímpicos, y en última instancia, el gobierno mismo.

El nacionalismo agresivo con frecuencia va de la mano de políticas autoritarias. Cuando el pueblo no cuenta con medios legítimos para mostrar su desacuerdo, ventilar sus frustraciones, expresar sus opiniones políticas en público y, en general, tomar parte en la política, el nacionalismo llena el vacío. Siempre y cuando puedan controlarlo, este se ajusta a los gustos de los gobernantes autoritarios. Un cierto sentido de culpa, del cual no se habla, también podría jugar un papel en China: las mismas personas que demandaban democracia en 1989, cuando eran estudiantes, están ahora entre los nacionalistas más feroces. La élite urbana educada ha prosperado desde la masacre de Tiananmén, y cuando se les recuerdan las concesiones políticas que esto ha implicado, el resentimiento puede encenderse fácilmente.

Esto no significa que la democracia sea una cura automática. En el caso poco probable de que China tuviera súbitamente una transición pacífica hacia una democracia liberal, el nacionalismo no desaparecería. No habría partido que fuera moderado con las potencias extranjeras, como Japón o Estados Unidos. La historia moderna china ha sido tan sangrienta que las cicatrices tardarán mucho tiempo en sanar. El nacionalismo étnico puede ser una especie de veneno, especialmente cuando se basa en el victimismo. La libertad política debería ayudar a suavizar tales sentimientos en el largo plazo, pero esto no sucederá a tiempo para los Juegos Olímpicos de Pekín. ~

© 2008, Ian Buruma

Traducción de Sebastián Domínguez

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(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.


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