Influenza y Estado

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Ante la amenaza de pandemia que cunde desde fines de abril, la conversación pública mexicana ha vuelto, otra vez, al tema del Estado. Por un lado, hay quienes interpretaron la suspensión masiva de clases, el cierre de restaurantes y sitios de ocio en la capital, la coordinación con la Organización Mundial de la Salud o la aparente disciplina con que la población acató las disposiciones de emergencia como una señal patente de que hay Estado, una réplica puntual contra las especulaciones que apenas hace unos meses calificaban a México como un “Estado fallido”, un ejemplo fehaciente –hasta encomiable– de autoridad. Por el otro lado, los hay que vieron en las muertes de más de medio centenar de compatriotas, en la confusión inicial con respecto a los casos sospechosos, probables y confirmados de contagio, en el contraste con las reacciones –no tan drásticas– de otros países o en el costo económico de las medidas adoptadas, un testimonio de la debilidad estatal, la exhibición de una autoridad que titubeó entre la negligencia y la exageración, un penoso despliegue de incapacidad.

Así, la narrativa de la alerta sanitaria se nos convirtió de inmediato en una narrativa a propósito del Estado (así, en mayúscula): que actuó dando palos de ciego, con firmeza o excediéndose; que provocó pánico, tranquilidad, confusión o desconfianza; que se precipitó, reaccionó a tiempo o tarde; que hizo de más, no hizo lo suficiente o hizo lo que pudo; que fue transparente, ocultó la información, no supo contar o corrigió sobre la marcha; que no invierte en ciencia y tecnología, que provee servicios de salud tan defectuosos que la gente prefiere automedicarse, que quiso moverle la mano a los electores, que pactó un negocio millonario con las farmacéuticas. Etcétera. Ya fuera para aplaudirlo o para criticarlo, el grueso de la opinión coincidió en hacer del Estado el centro de la discusión.

No es extraño que se intente buscarle sentido a lo inesperado echando mano de lo seguro. Ocurre que lo seguro en este caso es menos la experiencia que la idea del Estado. Porque la experiencia de eso que llamamos Estado en México es dudosa, dispareja, un tanto vaga, no insignificante pero poco propicia para echar las campanas al vuelo, sentirse tranquilo o ponerse muy exigentes. En cambio, nuestra idea del Estado quiere ser certera, recia, formidable, de una obstinación a toda prueba, darle coherencia y unidad de propósito a lo que sin ella no es más que la turbia maleza de intereses, rivalidades, recursos, componendas, vaivenes y vanidades que constituyen nuestra política. Digamos, para abreviar, que si la idea aspira a Thomas Hobbes, Alexis de Tocqueville, Max Weber o Charles Tilly, la experiencia indica Elba Esther Gordillo, Mario Marín, Vicente Fox o Porfirio Muñoz Ledo.

Es prematuro calificar el manejo de la emergencia como un fracaso o un éxito. Se trata de una historia cuyo desenlace está, todavía, por escribirse. Sin embargo, no estaría mal aprovechar la ocasión para poner en cuarentena nuestra idea del Estado. Porque a la luz de esa idea la experiencia se hace más o menos tolerable. Pero a la luz de la experiencia, y esto es lo fundamental, la idea resulta inverosímil. ~

 

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es historiador y analista político.


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